domingo, 11 de febrero de 2018

La perspectiva de género en ciencia

La inclusión de la perspectiva de género en ciencia conjuga dos facetas: la de considerar el número, la posición y la trayectoria de las mujeres que hacen ciencia (las mujeres como sujeto científico activo); y la que examinaría cómo contempla la ciencia a las mujeres en tanto que objeto científico. No entraremos en el primer aspecto, que ya ha sido analizado en esta revista en numerosas ocasiones. Nos centraremos en el segundo, aplicando la perspectiva de género al contenido mismo de la actividad científica, en la medida en que esta involucra a las mujeres como objeto de la ciencia.
El predominio histórico masculino ha convertido en arquetipo de ser humano al hombre, al varón. Es lo que se conoce como androcentrismo. La ciencia no ha sido ajena a esa visión androcéntrica del mundo: en todos aquellos campos en los que se han estudiado seres humanos, casi se ha estudiado solo a hombres; y se ha hecho desde una perspectiva masculinista, esto es, se han tomado sus características como universales de la especie. En contraste, cuando la ciencia ha incluido a las mujeres como objeto de estudio, lo ha hecho casi siempre para poner en evidencia sus supuestas diferencias con los hombres, sobre todo, aquellas relativas a la reproducción.
Introducir la perspectiva de género supone, ante todo, que la ciencia deje de focalizar su mirada en los hombres y la amplíe a lo que realmente existe: mujeres, hombres, tipos de mujeres y de hombres, seres no dicotómicos, etcétera. Supone que se controlen los sesgos propios de quienes hacen, financian y gestionan la ciencia (mayoritariamente hombres, blancos, occidentales, de posición social acomodada, o mujeres y hombres forzados a imitar esta tipología).
La perspectiva de género en ciencia entraña, por tanto, la adaptación de la ciencia a las mujeres, más allá de la imprescindible adaptación de las condiciones estructurales del trabajo científico. Implica un cambio epistemológico por el que la ciencia aplicada o básica, y cualquier área de estas, incluyan de forma integral y transversal a las mujeres como una parte del objeto de estudio y de manera equivalente a los hombres: con su variabilidad, sus experiencias y sus demandas; y debe, asimismo, considerar los potenciales efectos diferenciales que sobre las mujeres pueda tener cualquier investigación.
Un proceso de investigación típico pasa por varias fases en las que, si no se presta especial atención, se producen sesgos de género. Estos, en los casos más extremos, pueden costar la vida a las mujeres (como en las enfermedades cardíacas diagnosticadas a partir de síntomas habituales en los hombres, pero menos frecuentes en las mujeres [véase «Una medicina adaptada a las mujeres», por Marcia L. Stefanick, en este mismo número]). En casos menos llamativos, tales sesgos perpetúan el predominio masculino propio de nuestras sociedades (las mujeres, o se adaptan a las expectativas derivadas de los estereotipos, o resultan patologizadas o inferiorizadas).
La ciencia con perspectiva de género debería descubrir los sesgos más frecuentes en la tarea científica propiamente dicha para poderlos corregir. Un sesgo habitual se produce a la hora de elegir el tema de investigación; este suele venir dictado por las agencias financiadoras, que, como el resto del mundo científico, apenas han mostrado interés por las mujeres como sujeto científico.
Otro sesgo frecuente se da cuando se plantean las hipótesis de trabajo: las mujeres y los hombres son concebidos como iguales ante la ciencia, sin reconocerse que hay unas relaciones de poder entre géneros que hacen que la situación de las mujeres, de partida, no sea asimilable a la de los hombres.
Además, en los estudios sobre seres humanos, la selección de la muestra debe ser especialmente matizada. No solo hay que evitar la consideración de los hombres como arquetipo, sino que debe también huirse de dicotomías exhaustivas (mujer/hombre) que excluirían otras posibilidades tal vez minoritarias pero reales; tampoco cabe ignorar la variabilidad que existe dentro de cada sexo o género.
Por último, hay que tener en cuenta la técnica de observación y de análisis de los datos; en el caso de las diferencias de sexo o género, contemplar la covarianza con otras variables puede reducir notablemente los sesgos reduccionistas de género y favorecer un análisis más neutral.
Todas estas cautelas no evitarán una ciencia totalmente libre de sesgos de género, puesto que no hay que olvidar que hacemos la ciencia que está al alcance de nuestros determinantes sociales. Pero, al menos, tendremos una ciencia más «desgenerada».
Capitolina Diez-Martinez

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