domingo, 18 de mayo de 2014

VIDA MÁS ALLA DE LA TIERRA

En el Universo se ha producido algo sorprendente. Ha aparecido una, vida: una forma de materia llamativa y gregaria, cualitativamente distinta de rocas, los gases y el polvo, y sin embargo constituida por los mismos elementos, los mismos componentes vulgares que se pueden encontrar por todas partes.
Resulta extraordinariamente difícil definir la vida en términos absolutos. Se dice que la vida se reproduce. Requiere energía. Se adapta. Algunas formas de vida han desarrollado grandes redes centrales de procesamiento. Y, como mínimo en un caso, la vida se ha vuelto profundamente consciente de sí misma.
Y este tipo de Vida plantea una importante pregunta: ¿hay más vida allí fuera?
A las puertas del nuevo milenio, puede que no haya ningún misterio científico tan fascinante y tan reticente a proporcionar una respuesta. La vida extraterrestre representa una enorme laguna en nuestro conocimiento de la naturaleza. Con instrumentos como el Telescopio Espacial Hubble, los científicos han descubierto una cantidad desconcertante de lugares cósmicos, pero hasta ahora no se conoce más que un único mundo habitado.
El astrónomo Carl Sagan estimaba que sólo en nuestra galaxia hay más de un millón de civilizaciones tecnológicas. Su colega Frank Drake, más conservador, proponía 10.000. Joan Oró, un pionero de la investigación sobre cometas, calcula que hay unas cien civilizaciones diseminadas por la Vía Láctea. Por último, también hay escépticos, como Ben Zuckerman, astrónomo de la UCLA, quien considera que seguramente estamos solos en nuestra galaxia y tal vez en todo el universo.
Todas las estimaciones tienen mucho de especulación. Lo cierto es que no existe ninguna prueba concluyente de que exista vida más allá de la Tierra. La ausencia de evidencia no es una evidencia de ausencia, como han señalado con acierto varios expertos. Seguimos sin tener conocimientos sólidos acerca de algún microbio extraterrestre, una espora solitaria o, mucho menos aún, sobre el tapacubos de una nave estelar alienígena que recorra el espacio.
Aunque nos convenzamos a nosotros mismos de que debe haber vida allí fuera, tenemos que enfrentarnos a un segundo problema: no sabemos nada sobre esa vida. Desconocemos hasta qué punto nos es extraña. Ignoramos si está construida sobre una base de átomos de carbono. No sabemos si necesita un medio líquido, si nada, si vuela o si vive bajo tierra.
A pesar de la nebulosa de incertidumbres que la rodea, la vida extraterrestre se ha convertido en un ámbito de investigación científica cada vez más apasionante. Se denomina exobiología, astrobiología o bioastronomía: cada pocos años parece como si se le cambiara el nombre para proteger al profano.
Independientemente de su nombre, es una ciencia que rebosa optimismo. Se sabe que el universo puede estar repleto de planetas. Desde 1995 los astrónomos han detectado al menos 22 planetas orbitando alrededor de otras estrellas. La NASA espera construir un telescopio, llamado Terrestrial Planet Finder, que permita localizar planetas parecidos a la Tierra y analizar sus atmósferas en busca de señales de vida. En el último decenio se han detectado organismos vivos en entornos extraños y hostiles de nuestro propio planeta. Si algunos microbios pueden vivir en los poros de las rocas en las profundidades de la Tierra o en los bordes de una fuente termal hirviente en el parque de Yellowstone, es posible que incluso encuentren habitable un lugar como Marte.
Marte está en medio de una invasión a gran escala desde la Tierra, desde sondas polares, hasta sondas orbitales y todoterrenos en busca de fósiles. En 2008 recibiremos un cargamento de rocas procedente de Marte y que aterrizará en paracaídas en el desierto de Utah, y los científicos las analizarán en un laboratorio sellado. En los próximos años enviaremos sondas alrededor de una de las lunas de Júpiter, Europa, Y en algún momento a la luna misma. Ese mundo helado muestra numerosos signos de tener un océano debajo de su superficie, y posiblemente una biosfera oscura y fría.
La búsqueda de microbios extraterrestres se complementa con un esfuerzo continuo por encontrar algo mayor, inteligente Y comunicativo. En 40 años de experimentos, el programa SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence) no ha encontrado señales de civilizaciones extraterrestres, pero la tecnología de procesamiento de señales es más sofisticado cada año.
Los optimistas creen que sólo es cuestión de tiempo el que sintonicemos el canal adecuado. Nadie sabe cuándo, o si, en alguna de esas investigaciones se podrá hacer algún progreso. En este campo se percibe cierto entusiasmo, pero me temo que pasarán muchos años, tal vez décadas, antes de que logremos avanzar algo. La vida extraterrestre, por definición, no está localizada en lugares muy adecuados.
Pero existen razones que sustentan la búsqueda de organismos extraterrestres. Una de ellas es que, en términos generales, el universo parece habitable. Por otro lado, la vida suministra información sobre sí misma y, por tanto, suele dejar un rastro, una huella, un eco. Si el universo contiene vida en abundancia, es probable que esa vida no permanezca para siempre en el reino de lo desconocidos.
Contactar con una civilización extraterrestre supondría un desafío cultural que marcaría época, pero los exobiólogos ya se sentirían satisfechos con descubrir un fósil diminuto, un simple resto de bioquímica extraterrestre. Esto es todo lo que necesitamos para iniciar el largo proceso de situar la existencia humana en su verdadero contexto cósmico.
Los exobiólogosacuden a los lugares más inhóspitos del planeta, o al menos los más extremos, más secos, más fríos o más parecidos a Marte o al satélite Europa que pueden encontrar. Para localizar a Jack Farmer hay que buscarlo en el Valle de la Muerte, a orillas del cercano lago Mono, o nadando bajo la capa de hielo de la Antártida. Si se quiere ver a Chris McKay, hay que ir al desierto de Atacama, en Chile, o a una isla al norte del círculo polar ártico.
El lugar para encontrar a Penny Boston es la cueva más desagradable que se pueda imaginar. La seguí en uno de sus víajes hasta una cueva húmeda y atestada de murciélagos llamada Villa Luz, al sur de México. Boston ha estudiado los microbios que medran allí, en entornos en los que un ser humano sin careta antigás moriría. «Toda mi vida he querido ir a otros planetas -afirma Boston-. Posiblemente esto es lo más cerca que puedo estar de lograrlo a mi edad.» No se inmutan por las caretas antigás que deben llevar, ni por la humedad constante, la oscuridad, los murciélagos, o la ligera posibilidad de que una burbuja de monóxido de carbono los mate a todos. Tampoco se preocupan por el riesgo que supone la malaria o el dengue, o cualquier otra enfermedad exótica que puedan contraer. Le pregunté a Boston si se corría el peligro de encontrar algún virus patógeno desconocido, como el Ébola. «Creemos que es bastante improbable», me respondió.
El suelo de la cueva estaba cubierto de agua con una profundidad variable y no se podía ver el fondo; por eso avanzamos con cautela, para evitar meternos en aguas profundas. No hacían falta cuerdas; sólo tuvimos que arrastrarnos o andar agachados por aquellos pasadizos donde los techos eran bajos.
Llegamos a la cámara más profunda y más grande. A nuestro alrededor revoloteaban los mosquitos, las arañas tejían su telas, los murciélagos zigzagueaban sobre nuestras cabezas emitiendo sonidos agudos. Las paredes de roca roja estaban cubiertas de limo verde, mantillo negro, una pasta blanca pegajosa y caliza en proceso de disolución por el ácido sulfúrico.
Mientras pensaba en lo mucho que debía parecerse la cueva a la cavidad nasal de los seres humanos, me hablaron de las «moquitas», estructuras gelatinosas formadas por restos microbianos que cuelgan del techo. Boston y su equipo han estado midiendo su crecimiento para intentar comprender el metabolismo de los microbios y su repercusión a largo plazo en la geología de la cueva. Desde su última visita, el ambiente seco parece haber inhibido el crecimiento de estas estructuras.
Otro miembro del equipo se acercó hasta el lugar donde yo examinaba un insecto acuático cuyo caparazón estaba cubierto de huevos. Metió la mano en una fuente que brotaba de debajo de una roca y sacó unas bolas grises con una consistencia como la de la col hervida. Se las conoce como «bolas de flema». Son comunidades vibrantes de microbios que no se aferran a la vida en un nicho reducido, sino que proliferan en él y se multiplican con gran rapidez.
En el exterior, Boston nos facilitó algunas explicaciones sobre su trabajo en la cueva.
«Hemos hallado -aludiendo a los científicos en general- organismos que medran en entornos dificiles para nosotros pero esenciales para ellos, lo que amplía la perspectiva. Es bueno para el alma, para el intelecto y para el trabajo estar abierto a otras posibilidades
La posibilidad más seductora es que el universo está lleno de vida y que la encontraremos en los próximos siglos. El optimismo de los exobiólogos se basa en el conocimiento de que los seres vivos están constituidos básicamente de hidrógeno, nitrógeno, carbono y oxígeno, los cuatro elementos químicamente activos más comunes en el universo.
También sabemos que un ecosistema en funcionamiento no necesita luz solar o fotosíntesis. A principios de los años noventa, los investigadores descubrieron que las rocas basálticas a mucha profundidad en el estado de Washington contienen gran número de microbios capaces de vivir prescindiendo de la fotosíntesis. Incluso formas más complejas de vida se pueden adaptar a medios hostiles. Cuando os científicos exploraron cadenas montañosas en medio del océano, a bordo del sumergible de grandes profundidades Alvin, encontraron chimeneas hidrotermales cubiertas de camarones y gusanos tubícolas sin boca.
Lo que aún no sabemos es si la vida puede mantenerse mucho tiempo en nichos ecológicos pequeños en mundos básicamente estériles. ¿Puede haber vida en acuíferos situados muy por debajo de la inhóspito superficie de Marte? ¿Qué tipo de vida puede soportar el frío y oscuro ambiente de un hipotético océano en la luna Europa? ¿Se puede pensar en un mundo extraterrestre con sólo un poco de vida, o las biosferas son un requisito indiscutible?
La cueva de Villa Luz, aunque remota, no está aislada. Es una pieza pequeña conectada a un mundo en el que prolifera la vida.
Mientras los científicos se esfuerzan por encontrar trazas de vida en algún lugar del universo, para bastante gente existe una situación mucho más dramática en la que se plantea que la vida extraterrestre no es de tipo microbiano o viscoso, sino que es inteligente y tecnológica y está al acecho entre nosotros. Una de las presuntas características de estos «Visitantes» es su capacidad para no ser detectados.
Después de asistir a dos congresos sobre ovnis y de haber visitado Roswell, Nuevo México, y su museo de ovnis, he llegado a la conclusión de que no es posible ganar una discusión sobre extraterrestres. Ni los que creen en ellos ni los escépticos suelen cambiar de opinión. Sin embargo, me parece justo añadir que a los extraterrestres que viajan en platillos volantes les falta estatura científica. Si insisten en mostrarse tan asustadizos y en abducir a la gente en plena noche, cuando nadie puede verificar su presencia, entonces no tienen ningún derecho a entrar a formar parte de ningún museo de historia natural reputado.
Pero aquellos que creen en la literatura acerca de los ovnis, que se remonta a 1947, cuando se vieron algunos «discos» voladores cerca del monte Rainier, en el estado de Washington, ni son necesariamente tan irracionales como a veces los pintan, ni mucho menos unos locos. La mayoría de las personas se rigen por el mismo instinto: conocer la verdad sobre el universo. El hecho de que tanta gente adopte la teoría de los alienígenas, tan diametralmente opuesta a la de la ciencia oficial (y a la de, entre otros organismos, las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, que han dedicado 22 años a investigar informes sobre ovnis), nos recuerda la atracción especial que ejerce la idea de vida extraterrestre.
Como han señalado muchos escritores, para algunos los alienígenas son el equivalente laico de los ángeles, los demonios y los fantasmas. Son una extrapolación de la astronomía y la ingeniería modernas (el universo, las naves espaciales), pero tienen una necesidad atávica de venir a la Tierra y entrometerse en los asuntos humanos. Lo que los hace tan interesantes es que incluso los científicos conceden que los extraterrestres podrían existir en algún lugar.
Muchos científicos no se preguntan por qué los extraterrestres se acercan a la Tierra en platillos volantes, sino por qué no lo hacen. En 1950, el físico Enrico Fermi planteó a alguno de sus colegas una pregunta que se haría famosa: ¿dónde está todo el mundo? Teóricamente, los humanos podrían colonizar la galaxia en aproximadamente un millón de años, y en ese caso, astronautas de civilizaciones más antiguas podrían hacer lo mismo. Entonces, ¿por qué no vienen a la Tierra? A este planteamiento se le conoce como la paradoja de Fermi. ¿Podría ser que nos observen pero no quieran intervenir? ¿Acaso han llegado a la Tierra, nos han dejado algunos de sus artefactos, se han aburrido y se han vuelto a marchar? (Esta es la idea de los «astronautas antiguos», que considera a los extraterrestres como los constructores de las pirámides, entre otras cosas.) ¿Es posible que se deba a que a todas las especies inteligentes los viajes interestelares les resultan demasiado caros y duran demasiado tiempo? (La distancia desde la Tierra hasta la estrella más cercana más allá del Sol es de poco menos de 40 billones de kilómetros.)
O bien, ¿podría ser que, por lo menos en la región de la galaxia en la que nos encontramos, la especie más avanzada desde el punto de vista tecnológico sea precisamente la terrestre?
La cultura contemporáneano ha inventado la idea de vida más allá de la Tierra. El extraterrestre es un personaje habitual de Hollywood, pero no lo ha creado Hollywood. Hace más de 2.000 años, el filósofo griego Metrodoro de Quíos escribió: «Es antinatural que en un gran campo sólo haya una espiga de trigo y que en el universo infinito sólo haya un mundo con vida». Hace cuatro siglos, Giordano Bruno fue quemado en la hoguera, entre otras cosas, porque creía que había otros mundos habitados en el cosmos. Astrónomos como Christian Huygens escribieron, además de obras puramente científicas, tratados sobre las características de la vida lejos de la Tierra. Por ejemplo, Huygens pensaba que probablemente los extraterrestres tenían manos, como los humanos.
Como ocurre siempre, en el debate faltaba el único argumento realmente persuasivo: la evidencia. La situación pareció cambiar con el aparente descubrimiento de canales en Marte. En 1877 el astrónomo italiano Glovanni Schiaparelli encontró lo que él llamó canali, o canales, en la superficie del planeta. La idea fue adoptada por el astrónomo estadounidense Percival Lowell y algunos de sus colegas.
En los últimos años del siglo XIX, Lowell reveló que, gracias a un nuevo telescopio construido cerca de Flagstaff, Arizona, había descubierto cientos de canales y sostuvo que eran construcciones de una civilización marciana inteligente. De hecho, escribió que los marcianos debían de ser superiores a nosotros. En su opinión, unos proyectos de ingeniería de tanta envergadura superaban con creces nuestras posibilidades, y la capacidad de una raza de seres de vivir en armonía en el conjunto de un planeta demostraba que su carácter era más avanzado que el nuestro, tan propenso a la disputa. H. G. Wells modificó ligeramente la idea en su novela La guerra de los mundos, en la que los marcianos llegaban a la Tierra con rayos infrarrojos mortíferos ni sueños de conquista.
Cuando los astrónomos dirigieron hacia Marte telescopios más potentes, no vieron ningún canal. Los canales de Lowell existían sólo en su mente, un ejemplo típico de que «Vemos lo que queremos ver». Hasta bien entrada la década de los sesenta, el oscurecimiento periódico de la superficie marciana mantuvo viva cierta fascinación. ¿Podría ser vegetación? Las praderas y los bosques quedaron definitivamente descartados en 1965, cuando la sonda Mariner 4 tomó 22 fotografías de la superficie de Marte. El planeta era un lugar yermo, salpicado de cráteres y parecido a la Luna.
Cuando las sondas Viking se posaron sobre la superficie de Marte en 1976, no encontraron signo alguno de vida y descubrieron que la superficie no contiene trazas de moléculas orgánicas. A pesar de que la misión fue un éxito científico y tecnológico, la ausencia de vida detestable en Marte hizo que la exobiología quedase aparcada durante dos décadas.
Las cosas cambiaron en los años noventa. Los biólogos detectaron organismos en lugares de la Tierra tan exóticos que volvieron a considerar que el resto del sistema solar fuera potencialmente habitable. También descubrieron señales de que la vida apareció antes en la historia de la Tierra. Resulta interesante que, aproximadamente en la misma época en que apareció la vida en la Tierra, Marte era un planeta mucho más acogedor que en la actualidad. Las imágenes de su superficie indican que en el planeta hubo ríos y quizás un océano. La vida podría haber comenzado en Marte y haberse propagado a la Tierra en un meteorito.
El famoso meteorito marciano ALH84001. En 1996, un equipo formado por tres científicos de la NASA con base en Houston anunció que una roca del tamaño de una patata, encontrada en la Antártida, contenía lo que parecían ser fósiles marcianos.
El descubrimiento se hizo público en una conferencia de prensa inolvidable de la NASA en Washington, D.C., el 7 de agosto de 1996. Todo el mundo era consciente de la gloria histórica que supondría que se corroborase la hipótesis de los microfósiles, así como del descrédito en el caso contrario.
El equipo de la NASA hizo una presentación espectacular, que acompañó con gráficos y con las primeras y llamativas imágenes de los microfósiles, uno de ellos muy parecido a un gusano. Entonces se produjo la primera discrepancia. J. William Schopf, de la UCLA, sostuvo que, en una escala creciente de uno a diez, sobre la probabilidad de origen biológico sólo podía otorgar un dos a los presuntos fósiles marcianos. Ese mismo día se inició un debate que dividiría a la comunidad científica.
Los científicos de la NASA tuvieron que admitir que sus cuatro pruebas principales podían tener una explicación no biológica. Habían encontrado, por ejemplo, hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP), que a veces se asocian a los seres vivos, pero que también se pueden encontrar en los tubos de escape de los vehículos. Habían encontrado granos de magnetita, que podrían haberse creado, o no, en el interior de microbios. En cierto sentido, la investigación planteó la cuestión de si una serie de posibilidades da lugar a una probabilidad. Cuando menos, choca de bruces con una frase de Carl Sagan: las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.
Las conclusiones del equipo de la NASA fueron atacadas con contundencia. Un estudio que perjudicó demostraba que algunas de las estructuras similares a microbios eran en realidad simples laminillas de la roca a las que el proceso de recubrimiento usado en las preparaciones para el microscopio daba una apariencia más biológica. Los investigadores también encontraron sustancias contaminantes en el interior del meteorito. El equipo respondió a cada uno de los argumentos en contra, pero tres años después los críticos son conscientes de que las rocas marcianas han perdido la batalla.
Everett Gibson, uno de los miembros del equipo de meteoritos de la NASA, considera sin embargo que éste es un caso típico de resistencia por parte de los científicos a una idea revolucionaria. «La ciencia no acepta rápidamente las ideas radicales», afirma.
Hubo un tiempo en que los científicos no creían posible que los meteoritos pudiesen caer del cielo. También se consideraba que la tectónica de placas (el desplazamiento y la colisión y subducción de grandes masas de la corteza terrestre) era una idea muy extraña. ¿Pertenecen los fósiles de las rocas marcianas a la misma categoría? ¿O estamos en una situación más parecida a la de los canales?.
Si la vida surgió en la Tierra debido a procesos naturales, lo mismo puede haber ocurrido en otros mundos. Sin embargo, cuando miramos hacia el espacio exterior, no encontramos ningún lugar en el que exista vida. Vemos planetas y satélites en los que los seres vivos, tal como los conocemos, no podrían sobrevivir. De hecho, vemos toda clase de planetas y satélites muy diferentes entre sí (lugares calientes, lugares tenebrosos, mundos helados, mundos gaseosos), y parece que hay una variedad mayor de mundos muertos que vivos.
En nuestro sistema solar, la Tierra se encuentra en una zona habitable bastante estrecha, ni demasiado caliente ni demasiado fría, a la distancia adecuada del Sol como para que en su superficie abunde el agua en estado líquido. Seguramente hay muchos otros factores que hacen posible la vida sobre la Tierra. La actividad tectónica recicla el carbono del planeta. Marte no posee este mecanismo y esta carencia, aparentemente menor, tal vez explique por qué perdió la mayor parte de su atmósfera.
La investigación sobre vida extraterrestre es, en cierto sentido, una búsqueda de limitaciones, una búsqueda de aquellos factores que limitan la aparición de la vida o la evolución de organismos complejos. La herramienta teórica más conocida para calcular el número de civilizaciones tecnológicas con capacidad para comunicarse es la ecuación de Drake.
El astrónomo estadounidense Frank Drake fue la primera persona en realizar, en 1960, una búsqueda sistemática de señales de radio procedentes de civilizaciones extraterrestres. Dirigió un radiotelescopio de 25 metros hacia dos estrellas próximas y, tras una falsa alarma, no encontró ninguna señal intencionada. Al año siguiente resumió unas ideas generales sobre cómo calcular la probabilidad de detectar vida inteligente en función de la tasa de formación de estrellas, el número de planetas y la posible duración de una civilización. «Parecía un juego. Todavía me sorprende ver que aparezca en los manuales de astronomía», me confesó.
En la secuencia de factores (N= R* fp ne ffi fc, L) aparecen algunas incógnitas importantes.
El único factor conocido, R*, es el del número de estrellas. Es un número enorme, más de 100.000 millones sólo en nuestra galaxia, quizá hasta 400.000 millones (sin contar los miles de millones de otras galaxias). El segundo factor, fp la fracción de estrellas que poseen planetas, cada vez es más claro y comprensible. Existen ciertas dudas, pues los equipos de detección sólo pueden captar planetas extremadamente grandes. Estos planetas gigantes no se parecen a la Tierra. Muchos de los planetas extrasolares descubiertos hasta la fecha podrían haberse ido desplazando hacia la estrella madre a lo largo del tiempo, destruyendo a su paso cualquier planeta rocoso parecido a la Tierra.
El Terrestrial Planet Finder (TPF) podría ayudar a resolver el siguiente factor de la ecuación, ne, el número de planetas con entornos habitables, e incluso podría ayudar a recopilar pruebas sobre el siguiente factor, fi, la fracción de la que se ha originado la vida. Aún faltan años para la construcción del TPF, pero captará la débil luz reflejada de un planeta rocoso distante al anular la luz mucho más intensa de la estrella madre. Esta luz débil podría equivaler a sólo un pixel de datos. Entonces se podrá analizar en busca de las características espectrales de, por ejemplo, el oxígeno, el metano, el ozono, o de cualquier otro indicador de un planeta con procesos biológicos. Por apasionante que parezca el descubrimiento, es fácil imaginar que se podría repetir el caso de la roca marciana. Probablemente no habrá ninguna «prueba» de vida, sino simplemente una interpretación subjetiva bastante dudosa.
El origen de la vida, incluso en la Tierra, continúa siendo un misterio difícil de desvelar. «¿Cómo pueden unas cuantas sustancias químicas transformarse a sí mismas en un ser vivo sin ninguna interferencia exterior? -se pregunta el escritor y físico Paul Davies-. La vida es un hecho muy poco probable. No hay ningún principio conocido de la materia que diga que ésta se tenga que organizar en forma de vida.» Nadie puede asegurar que el agua en forma líquida sea necesaria para la vida, aunque sea una hipótesis razonable. Es posible que en el universo escasee el agua líquida (Europa puede ayudar a desvelar esta cuestión), pero abunda en cambio otro presunto ingrediente de la vida, las moléculas orgánicas, compuestas básicamente por carbono.
Supongamos que la vida puede surgir en muchos lugares. Aquí interviene fi, otra incógnita de la ecuación de Drake: ¿con qué frecuencia evoluciona la vida hacia la inteligencia?
Algunos, como Ernst Mayr, uno de los grandes biólogos del siglo xx, sostienen que en la Tierra, con unos mil millones de especies, la inteligencia superior se ha producido sólo en una ocasión. La probabilidad es de uno en mil millones. Paul Horowitz, un físico de Harvard, sugiere sin embargo que se considere el punto de vista opuesto: en el único planeta en el que sabemos que hay vida ha aparecido la inteligencia. Es una propuesta de uno a uno.
Jamás he encontrado a alguien que sostenga que, si se rebobinara la cinta de la evolución terrestre y se volviera a poner de nuevo, la segunda vez el resultado sería un ser humano genéticamente idéntico a nosotros. Algunos afirman que es más probable que se dé un ser inteligente en determinadas condiciones iniciales. El paleobiólogo Aiidy Knoll opina que la inteligencia va asociada a la aparición de estructuras que permiten a los animales percibir su entorno y buscar alimento. «Cuando vemos bichitos en busca de alimento, en algún momento puede aparecer la inteligencia», dice.
Otros replican con pasión que la vida extraterrestre no se parecería en nada a nosotros -en la novela La nube de la lida, de Fred Hoyle, el extraterrestre es una nube gaseosa que decide alimentarse de nuestro Sol-, y otros sostienen que la biología de la Tierra es probablemente un buen ejemplo de lo que hay ahí fuera.
Si se llega a encontrar vida en algún lugar, aunque sea una sencilla ameba extraterrestre, podremos aclarar hasta qué punto la vida evoluciona según unos modelos paralelos y si es habitual que dé lugar a estructuras útiles como los globos oculares, las alas y los cerebros grandes. Los seres humanos poseemos, con mucho, los cerebros más grandes de la Tierra en relación con el tamaño del cuerpo. ¿Puede considerarse acaso que la materia que hay dentro de nuestros cráneos es un capricho evolutivo aleatorio e improbable?
Lori Marino, psicobióloga de la Universidad Emory, sostiene que los delfines parecen haber experimentado un aumento espectacular del tamaño de sus cerebros en los últimos 35 millones de años, aumento que podría ser paralelo al de los homínidos, que han cuadruplicado el volumen de su cerebro en los últimos millones de años. De acuerdo con sus cálculos, estos grandes avances de la inteligencia podrían haberse producido en criaturas de otros mundos del universo.
No obstante, también es cierto que los datos son escasos. Éste sigue siendo un ámbito en el que intervienen, entre otros expertos, filósofos y teólogos. ¿Qué significa ser «Inteligente»? ¿Qué hacemos cuando «pensamos», «sentimos» o «amamos»? Cuando nos preguntamos si estamos «solos», lo que queremos saber en realidad es si en el universo existen otros seres con rasgos muy parecidos a los nuestros. Buscamos a los comunicadores, la fc de la ecuación de Drake, criaturas con la tecnología para enviar señales que nos expliquen su historia.
Cada tres años un congreso de bioastronomía reúne a muchos de los científicos más destacados en este campo. En agosto de 1999 asistí a la reunión celebrada en Hawai. En la recepción de apertura, alrededor de la piscina del hotel, Allen Tough, sociólogo de la Universidad de Toronto, propuso la siguiente teoría, un tanto provocadora:
«Creo que ya ha llegado una sonda. Posiblemente esté entre nosotros desde hace tiempo.» No se refería a platillos volantes. Sus sondas extraterrestres serían mucho más pequeñas, «nanosondas», diminutas naves de exploración robotizadas que serían enviadas a la Tierra por civilizaciones avanzadas. Puede que, en algún momento, las sondas eñtraterrestres permitan que nuestra civilización las conozca. ¿Cómo? ¿Dónde? «Creo que va a suceder en la World Wide Web», asegura Tough.
Tough y una decena de visionarios más se reunieron antes del congreso para discutir qué hacer si la civilización humana recibía un mensaje inteligente de los extraterrestres. Tenían grandes dudas sobre el grado de preparación de la humanidad ante tal acontecimiento. Podríamos tener problemas para dar una respuesta. ¿Debemos explicar los errores de nuestra especie? Nuestra historia de guerras y esclavitud ¿será interpretada como una amenaza?
La bioastroriomía también tiene su lado más práctico. En el congreso se puso de manifiesto cuánto queda todavía por aprender sobre nuestro pequeño sistema solar. Jack Farmer nos recordó una mañana que ni las sondas Viking en 1976 ni la Pathfinder en 1997 llevaban a bordo en su viaje a Marte una de las herramientas más vitales para el geólogo: una lente de aumento. Tampoco llevaba este instrumento la sonda que debía posarse en uno de los polos marcianos en diciembre de 1999. Cindy Lee Van Dover, una oceanógrafa, señaló que nadie ha descendido en un sumergible a grandes profundidades en el océano índico hasta una chimenea hidrotermal activa para ver qué formas de vida se dan allí.
Antes de ocuparnos de nuestras relaciones con el Imperio Galáctico tenemos mucho trabajo de campo serio que hacer aquí.
El físico aleman Freeman Dyson afirma que los humanos pueden diseñar nuevas formas de vida que se adapten a vivir en el vacío del espacio o en las superficies heladas de satélites, cometas y asteroides. En el universo de Dyson, la vida es móvil y los planetas son trampas gravitatorias que dificultan la libertad de movimiento.
«Tal vez nuestro destino consista en ser comadronas, en ayudar a que nazca el universo vivo -dijo recientemente-. Cuando la vida salga de este pequeño planeta, nada la podrá parar.» Pero la vida tiene que sobrevivir primero en nuestro planeta. La longevidad de las civilizaciones es el último factor de la ecuación de Drakel la inquietante letra L. Los seres humanos disponen de la anatomía moderna desde hace unos 125.000 años. No está claro que un cerebro como el nuestro sea necesariamente una ventaja a largo plazo. Construimos bombas. Destruimos nuestro mundo, envenenamos las aguas, contaminamos el aire. Nuestro primer objetivo como especie es que el intervalo representado por L sea lo más largo posible.
Espero que todos aquellos que investiguen esta cuestión consigan tener una nueva imagen de qué y quiénes somos. En un universo de espacios vacíos, gigantescos hornos estelares y mundos helados, resulta agradable estar vivo. Y debemos recordar que si encontramos vida inteligente fuera de la Tierra, puede que no sea lo que esperamos o lo que estamos buscando.
Tal vez los extraterrestres no se comuniquen con la parte de nuestra conciencia que consideramos más importante, nuestro espíritu. Puede que tengan poco que enseñarnos. El gran momento de contacto quizá nos recuerde que lo que más deseamos es encontrar una versión mejorada de nosotros mismos, un ser que probablemente tengamos que hacer con nuestra propia materia prima, aquí en la Tierra.
Varios Autores
National Geographic

Enero 2000

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