Ha llegado la Navidad y Madrid, como muchas ciudades del mundo, parece haberse convertido en un gigantesco zoco. ¿Se siente el lector abrumado por la multitud de luces que adornan su ciudad? ¿Experimenta una mezcla de excitación y ansiedad? ¿Se desorienta con tanto gentío y algarabía?
Esa inquietud anímica es resultado de sutiles manipulaciones. Estas consiguen que usted, que busca un producto concreto, experimente el impulso incontrolado de consumir. Está sufriendo los efectos de la «transferencia de Gruen», así llamada en honor al arquitecto austríaco Victor Gruen, quien diseñó el primer centro comercial en 1956. Hasta finales del siglo XIX, los comerciantes no usaban el entorno de venta como acicate para el consumo. Como mucho, un vendedor que competía por una buena posición en el mercado apilaba sus productos de manera atractiva. La ambientación coercitiva cambió totalmente este panorama: los científicos habían descubierto que nuestro inconsciente generaba respuestas irracionales pero mecánicas frente a determinados estímulos.
A partir de numerosos experimentos, inicialmente de corte conductista, en áreas como la mercadotecnia, la publicidad o la organización del trabajo, así como de los avances en psicología y neurología de la conducta, han surgido nuevas áreas como el neuromárketing o la economía conductual. La economía clásica supone que las personas toman decisiones racionales y, si se equivocan, esos errores se corrigen con rapidez. Sin embargo, décadas de investigaciones han demostrado que, frente a determinados estímulos, nuestro comportamiento se torna indefectiblemente irracional.
En principio eso sería una mala noticia para economistas y publicistas, ya que ¿cómo prever el comportamiento de las personas si estas son erráticas e insensatas? Sin embargo, la buena noticia para ellos, y mala para nosotros, es que somos previsiblemente irracionales. Nuestro comportamiento irracional es sistemático y muestra patrones repetitivos. Debido al funcionamiento de nuestro cerebro, todos cometemos los mismos errores frente a ciertos condicionamientos. Para ilustrar cómo se usan estos conocimientos, y ya que esta es una columna de matemáticas, a continuación nos centraremos en su uso con los números.
Lléveselo a casa por 19,99
Comencemos con un ejemplo conocido desde los años treinta del siglo xx: los precios que terminan en 90, 95 o 99. Este truco es tan viejo que ya nadie debe caer en él, ¿verdad?
Gumroad es una plataforma estadounidense en línea que permite a creadores variopintos vender sus productos sin más intermediarios. En la tabla adjunta, recogida por el psicólogo del consumo Nick Kolenda en su página web, vemos el porcentaje de personas que compraron cierto producto tras ver el mismo anuncio pero con precios distintos: en un caso, n dólares; en otro, n dólares menos un céntimo. No puede negarse el efecto, que en algunos casos casi dobla las ventas.
Truco viejo pero efectivo: Por más que todos lo sepamos, los precios acabados en 99 nos siguen incitando a consumir más. Estos datos, extraídos de la plataforma estadounidense de venta en línea Gumroad, muestran el porcentaje de personas que compraron cierto producto tras ver el mismo anuncio con precios distintos. En algunos casos, rebajar el precio en tan solo un céntimo casi llegó a doblar las ventas.
Pero ¿por qué percibimos tan distinta la magnitud de un precio acabado en 9 y la de otro tan solo un céntimo más caro? Según los psicólogos del consumo Manoj Thomas y Vicki Morwitz, nuestro cerebro codifica de manera inconsciente el tamaño de un número antes de terminar de leerlo: «Al evaluar 2,99, el proceso de codificación de magnitudes empieza en cuanto nuestros ojos encuentran el número 2. En consecuencia, la magnitud percibida de 2,99 queda anclada al dígito situado más a la izquierda (es decir, 2) y se vuelve significativamente inferior a la magnitud 3,00».
El efecto en realidad debería llamarse del «dígito de la izquierda», pues, como apuntan estos investigadores, afecta a nuestra percepción de magnitud solo si cambia la primera cifra de todas. Así, un céntimo de diferencia entre, por ejemplo, 3,60 y 3,59 carece de importancia.
Pero eso no es todo. ¿Se han fijado en que algunas tiendas enfatizan este efecto disminuyendo el tamaño de los dígitos después del decimal en los carteles de precios? Se trata de un efecto persuasivo basado en la tipografía: el público percibe que un precio que figura en una fuente menor es también más bajo. Por supuesto, todo esto sucede de manera inconsciente, sin nuestro control ni conocimiento.
Las investigaciones muestran también que eliminar los puntos (por ejemplo, escribiendo 3299 € en vez de 3.299 €) crea la ilusión de un producto más barato. De modo similar, una fuente con menos interletraje (el espacio que se añade entre las letras) también influye para que el precio se perciba como menor. Incluso la disposición espacial nos condiciona: si un precio se halla a la izquierda o en la parte inferior de un cartel, lo percibiremos como más bajo que si se encuentra a la derecha o en la parte superior.
Productos fluidos
Es probable que todos los efectos anteriores guarden alguna relación con lo que los psicólogos llaman «fluidez». Al cerebro humano no le gusta la complejidad, así que los mensajes simples que podemos procesar de manera fluida y automática nos generan sensaciones positivas. Esto es el abecé de la manipulación: piensen, sin ir más lejos, en el triste espectáculo de la política pública. Cuanto más rápido entendamos algo, más nos gustará de manera inconsciente. Por ejemplo, se ha determinado que, cuando leemos un precio, nuestro cerebro accede de forma no consciente a su versión auditiva. Y puesto que resulta más sencillo procesar precios fonéticamente más cortos, percibimos como más bajas las cantidades con menos sílabas.
Pero los números no aparecen solo en los precios. Muchas marcas usan cifras para nombrar sus productos, como Nikon D40 o D50, o BMW 1, 3 y 5. Tales números ayudan a distinguir el producto, pero también aumentan su atractivo: ¿no le suena mejor KH7 que KH? Pero ¿por qué KH7 y no KH27? Diversos estudios han demostrado que evaluamos de manera más positiva los números que usamos más a menudo. Los procesamos con mayor facilidad y nos resultan más fluidos.
Más aún: en un experimento reciente se pedía a los participantes elegir entre dos marcas de sopa: Campbell y V8. En un grupo de sujetos, V8 se anunciaba como: «Obtén la aportación diaria de vitaminas y minerales esenciales en una botella de V8». En otro, se presentaba como: «Obtén la aportación diaria de 4 vitaminas y 2 minerales esenciales en una botella de V8». Presentada de la segunda manera, acompañada con los números 2 y 4, esta opción fue mucho más elegida. El número 8 es una de esas cifras corrientes de las que hablábamos y, según los investigadores, la sencillez de la conexión con el producto 2×4 = 8 facilitaba el procesamiento fluido, ya que tenemos totalmente automatizadas las tablas de multiplicar.
Debido a la fluidez, un precio que puede procesarse rápidamente, como los números redondos 10 o 100, nos parecen más justos que 9,73 o 99,68. Ocurre así siempre y cuando nuestra compra sea «emocional». Los segundos, que requieren más recursos mentales, resultan sin embargo más efectivos cuando nuestra compra es «racional».
Adquirir una casa debería ser una compra racional. Pero, como los números pequeños con los que estamos acostumbrados a trabajar nos resultan fluidos, asociamos de forma inconsciente «preciso» con «más barato». Un análisis de 27.000 transacciones inmobiliarias mostraba que los compradores estaban dispuestos a pagar más dinero si el precio parecía más preciso, como 363.785 € frente a 360.000 €, por ejemplo. En un experimento, se pidió a los participantes que estimasen el precio real de un televisor de plasma a partir de un precio de venta sugerido. Cuando estos eran precisos, como 4.998 € o 5.012 €, concluyeron que el precio real debía estar próximo a esas cifras. Sin embargo, frente a un precio redondo, como 5.000 €, se decantaron por pensar que debía valer mucho menos.
Anclas mentales
Conteste en orden a las dos preguntas siguientes: ¿El río Nilo mide más o menos de 300 kilómetros? ¿Qué longitud diría que tiene el río Nilo?
La respuesta a la segunda pregunta varía de manera ostensible si cambiamos los 300 kilómetros de la primera por 15.000. El número 300 ejerce de «ancla» y lo tomamos inconscientemente como número de referencia para nuestra estimación. Así, cuando se usan 300 kilómetros en la primera pregunta, la gente da una estimación media de 450 kilómetros en la segunda. Sin embargo, si se usa 15.000 como ancla, la estimación media asciende a unos 9000 kilómetros.
Fueron los famosos psicólogos cognitivos Amos Tversky y Daniel Kahneman, este último premio nóbel de economía, quienes descubrieron esta forma de condicionamiento, conocida como anclaje. Cuando pidieron a un grupo de participantes que estimaran mentalmente el resultado del producto 1×2×3×4×5×6 ×7×8, obtuvieron una evaluación media de 512. Sin embargo, cuando solicitaron lo mismo para el producto invertido, 8×7×6×5×4×3×2×1, la estimación subió a 2250. ¿Por qué, si en ambos casos el resultado es 8! = 40.320? Tversky y Kahneman sugirieron que los primeros números de la serie influían de manera decisiva al ejercer de ancla en nuestra estimación final.
Desde el descubrimiento de este sesgo cognitivo, su estudio y empleo en publicidad ha sido imparable. En un experimento en el que se vendían discos de música en el puesto de un mercadillo, el vendedor adyacente alternaba cada 30 minutos el precio de una sudadera expuesta de 10 $ a 80 $. Esa cantidad sirvió como ancla: cuando la sudadera se vendía a 80 $, los compradores pagaban más por los discos, y viceversa. Por tanto, solo hace falta exponer el precio de cualquier cosa para que actúe como ancla.
El anclaje no solo funciona con los precios, sino con cualquier número, como demostraron el economista conductual Dan Ariely y sus colaboradores. En un famoso experimento se mostraba a los sujetos una serie de productos sin precio y con valor medio en el mercado de 70 $. Un participante lanzaba una moneda y, si salía cara, se le preguntaba si compraría el producto al precio en dólares indicado por los dos últimos dígitos de su número de la seguridad social. Cuando salía cruz, se le preguntaba qué cantidad estaría dispuesto a pagar como máximo por ese producto. Los resultados mostraron que, cuanto mayor era la cifra aportada por el número de la seguridad social (un número de dos cifras escogido al azar), mayor era el precio medio que estaban dispuestos a pagar.
El efecto ancla es muy común. Piense, por ejemplo, que los saldos y rebajas se benefician de este fenómeno al mostrarnos un supuesto precio original junto al nuevo valor rebajado. Los vendedores usan también este truco cuando comienzan presentándonos el artículo más caro de todos, aun sabiendo que no lo vamos a comprar. Y, de igual manera, el comerciante de un zoco árabe siempre comenzará a negociar fijando un precio muy elevado.
Señuelos
Veamos con detalle un último truco: el señuelo. Esta estratagema es frecuente en restauración. Suponga que desea un café y que dispone de dos opciones: un vaso pequeño por 2 € o uno grande por 5 €. Usted se debate entre el precio y el tamaño. ¿Qué sucede si añadimos una tercera opción, consistente en un vaso mediano por 4 €?
Acabamos de introducir un señuelo. Puede que usted no quisiera un café tan grande, pero de repente este se ha convertido en una buena opción si lo comparamos con el mediano. De hecho, más personas escogerán el café grande en lugar del pequeño si añadimos el señuelo.
Cuando nos ofrecen diferentes versiones de un producto, las comparamos. Para que nos decantemos por la opción más cara y rentable para el vendedor, se añade una versión similar pero peor de un producto caro: el señuelo. Entonces, como por arte de magia, el mismo producto caro se nos antoja más atractivo.
En otro famoso estudio, Ariely y su equipo presentaban una oferta de suscripción para la revista The Economistcon dos opciones: (1) solo web por 59 $, y (2) impresa y web por 125 $. Así planteada, el 68 por ciento de los clientes optaban por la opción (1) y el 32 por ciento lo hacía por la (2).
Luego añadieron un señuelo: solo impresa por 125 $. La situación cambió por completo. Nadie elegía esta última opción, ya que, por el mismo precio, la oferta (2) original ofrecía además la versión web. Pero, bajo estas condiciones, nuevas solo en apariencia, la oferta (2) fue elegida por el 84 por ciento de los clientes, frente al 1 por ciento que se siguió decantando por la (1). La opción solo impresa impulsó al público a comparar las otras dos. Y, como era una oferta similar pero peor que la segunda, el cliente podía reconocer con facilidad el valor de esta última. Como consecuencia, The Economist obtuvo un 43 por ciento más de ingresos.
Acabamos de describir una pequeña muestra de las posibilidades manipuladoras solo a través de simples números. Si quieren saber más, busquen términos como «regla del 100» (si se ofrece un descuento en un producto cuyo precio original es menor que 100, es mejor presentar la rebaja en forma de porcentaje; en caso contrario, mejor usar el valor absoluto), «sorpresa y reformulación» (este producto cuesta 300 céntimos —sorpresa—; eso son solo 3 € —reformulación—); «portazo en la cara» (¿me prestas 100 €? ¿Y 10 €?); «recencia y primacía» (sobre el efecto de colocar un mensaje al principio o al final) o «enfoque de pérdidas y ganancias» (basado en las célebres investigaciones de Kahneman sobre la toma de decisiones). En la página web de Kolenda podrá encontrar hasta 42 estrategias de persuasión basadas en números.
Imaginen qué nivel de refinamiento han alcanzado las técnicas de manipulación y persuasión si lo que han leído aquí se centra solo en meros números. ¿Qué podemos hacer frente a ellas los simples consumidores? Nuestra única esperanza es divulgar estas técnicas para que el ciudadano sea consciente de su uso y actúe en consecuencia. Pero mucho me temo que, si nuestras respuestas son irracionales, inconscientes y automáticas por naturaleza, nunca mejor dicho, «estamos vendidos».
Bartolo Luqye para I&C