lunes, 24 de abril de 2023

El inflamasoma, un factor clave y poco conocido de la infertilidad humana

 Ahora que la covid-19 empieza a estar bajo control, la infertilidadaparece en el horizonte como una nueva pandemia que puede ser todavía más peligrosa para el futuro de la humanidad. Según la Organización Mundial de la Salud, una de cada seis personas adultas padece esterilidad en el mundo.

Se habla mucho de los problemas demográficos y económicos que supondrá la baja natalidad en los países occidentales en un futuro cercano, y de cómo el estilo de vida actual desincentiva la reproducción. Sin embargo, la población apenas está informada sobre las causas de los problemas de fertilidad que truncan los planes de muchas personas que sí deciden tener descendencia pero no pueden. 

Además, casi ningún sistema de salud público del mundo financia las soluciones disponibles actualmente para prevenir, diagnosticar y tratar la infertilidad, por lo que las personas afectadas tienen que afrontar unos gastos elevadísimos.

¿Por qué se produce?

La infertilidad se define como una enfermedad del sistema reproductivo, femenino o masculino. Se diagnostica ante la imposibilidad de conseguir un embarazo después de mantener relaciones sexuales habituales como mínimo doce meses sin usar métodos anticonceptivos. 

Sus causas son múltiples, y entre ellas se cuentan la edad (la fertilidad femenina disminuye gradualmente a partir de los 30 años); factores ambientales como el estrés, la contaminación, el consumo sustancias tóxicas o la depresión; o las infecciones de transmisión sexual, desencadenadas por diversos virus, bacterias y hongos. 

Tampoco hay que olvidar los factores genéticos y las patologías derivadas de ellos. El envejecimiento de los ovarios, el daño testicular asociado a varicocele (dilatación de las venas del escroto), la endometriosis, el síndrome del ovario poliquístico o el aborto espontáneo de repetición son solo algunos ejemplos de estos trastornos que dificultan la reproducción. Y todos tienen un punto en común: la inflamación desempeña un papel muy importante.

Y aquí llega el inflamasoma

La inflamación es una respuesta inmunitaria normal de una parte de nuestro cuerpo a una herida, lesión o infección. Este proceso suele acabar al poco de producirse el daño, ya que en caso de mantenerse durante un tiempo prolongado puede ocasionarnos los inconvenientes ya conocidos de las enfermedades inflamatorias crónicas. 

Hoy se sabe que mantener el equilibrio entre los mediadores que promueven y evitan la inflamación es fundamental para mantener una fertilidad efectiva.

Teniendo en cuenta las bases moleculares de todos los procesos inflamatorios que pueden afectar a nuestra capacidad de reproducirnos, la contribución del inflamasoma es la que más inadvertida ha pasado durante años. Hablamos de un complejo formado por el ensamblaje de muchas proteínas que se encuentra en el citosol, el líquido interno de nuestras células.

El inflamasoma forma parte de nuestro sistema inmunológico innato, y su función es activarse cuando reconoce señales de daño o infección e iniciar procesos inflamatorios como respuesta. Clasificado en distintos tipos según cuál sea la proteína “sensora” que identifica dichas señales, el NLRP3 es el más conocido y estudiado.

Puesto que los inflamasomas juegan un papel fundamental en la iniciación de las respuestas inflamatorias, cualquier alteración en su funcionamiento puede llevar al desarrollo de enfermedades. Y son precisamente esos desequilibrios en la actividad del NLRP3 los que se han asociado a la aparición de dolencias inflamatorias, como las anteriormente citadas, que afectan a nuestra fertilidad. 

La activación excesiva de este inflamasoma produce piroptosis, un tipo de muerte celular programada en respuesta a patógenos intracelulares que genera una gran cantidad de factores proinflamatorios. 

Cuando el NLRP3 “sobreactúa”

Diversos estudios han puesto de manifiesto que la “sobreactuación” del inflamasoma NLRP3 juega un papel importante en varios procesos relacionados con la reproducción, como los siguientes: 

En resumen, el inflamasoma desempeña un papel fundamental en el origen de muchos trastornos inflamatorios asociados con un aumento de la infertilidad, tanto en hombres como en mujeres. Entender cómo actúan estos elementos del sistema inmunológico será esencial para buscar nuevas dianas terapéuticas y tratamientos.

lunes, 17 de abril de 2023

En busca de yetis y bigfoots: huellas, actores de Hollywood y cacas en la mochila

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yetis y bigfoots
Detalle de mural tibetano que muestra un ‘migo’ o yeti, finales del siglo XIX. (DP)

Hay hasta pelis de dibujos animados. Sobre el yeti, digo. Y merchandising, muñequitos, canciones, pósteres. Vamos, que no debo explicarles de qué vamos a hablar, porque este bicho alto, bípedo y maloliente (me refiero al yeti, no a ese en quién todos ustedes piensan) ya forma parte de la cultura popular. En calidad de mito pop, de leyenda colorista, de material para sueños y relatos. Pero hay gente que cree en estas cosas. Gente. Sí, gente. Y, algunos, con más pasta y menos sesera, incluso fueron a buscar yetis. Ya ven, como quien sale a cazar perdices. Con resultados pobres, añadimos (los del yeti, las perdices ya tal).

Acompáñennos, lectoras y lectores, por esta senda de happyflowerismo y cacas fosilizadas. Y vigilen a lo lejos, no vaya a asomarse un bigfoot…

La ventana indiscreta del Himalaya

Leyendas, susurros, relatos. Vamos, como en todos los lugares habidos y por haber. Solo que aquello era tan grande. Los Himalayas, nada menos, si es que allí entran yetis, bigfoots, los Detroit Pistons de 1990 (a hostias con los yetis acaban, y les canean) y hasta la nave de Thanos, miren lo grande que es todo aquello. Ah, también tenemos huellas, unas huellas misteriosísimas, unas huellas que descubrió Eric Shipton en 1951. Como Shipton era británico y como aquello fue expedición de reconocimiento en toda regla pues… se dio credibilidad al asunto. A ver, diversos museos dijeron que podían ser osos y nieve derretida, pero es tan fuerte la potencia del mito… Edmund Hillary, por su parte (si no les suena Edmund Hillary deberían leer menos sobre yetis) tenía el asunto meridianamente claro: es que Shipton es un cabrón chistoso, hombre de Dios, que habrá hecho eso con un piolet para echar las risas…

Bueno, de una forma u otra se acaban organizando cruzadas en busca del yeti en aquel tiempo. Hasta tres, por concretarles. Todo esto lo cuenta divinamente Ignacio Cabria en Así creamos monstruos. Las leyendas del yeti, el chupacabras y otros seres de la criptozoología (Luciérnaga, 2023), que es un viaje divertidísimo (y a ratos lisérgico) por la inocencia y las ganas de creer que tiene el género humano. Seguimos a Cabria aquí, igual que Ralph Izzard seguía al yeti (solo que Cabria sabe de lo que está hablando).

Este Izzard fue director en la primera gran intentona para encontrar al abominable. Año 1954, pasta del Daily Mail y más de trescientos porteadores. Al frente iba nuestro amigo Ralph, que era periodista, y yo no sé quién pudo creer que un periodista era lo más adecuado para rastrear huellas de homínidos. Tanto trabajo para nada…

Porque eso, nada: cuatro meses chupando frío en el monte y volvemos a la City. Oiga, querido Ralph, darling… ¿qué me trae? Porque me he dejado mis buenas libras. Y Ralph se ajusta el cuello, traga saliva. Mire, señor director, monstruo, campeón… pues hemos visto huellas en la nieve. Huellas. Sí, huellas, unas doce. Doce huellas en cuatro meses. Sí. Doce. Sí… bueno, eso y pelos, mire qué de pelos le traigo. Ah, y cagarrutas, también pillamos algunas cagarrutas. ¿Excrementos? Sí, eso… cagarrutas, cagarrutas de yeti. De yeti. A ver, de yeti, yeti… yo creo que son de yeti. Usted cree. Sí, yo creo. Vale… pase por contabilidad, para las dietas. Y no me hable más de monstruos, por favor.

Vale, la cosa ha quedado en «mira, no te puedo asegurar que exista el yeti, pero menudas vacaciones me tiré por Asia». Vamos, que pinta a fiasco y a lo siento mucho, no volverá a pasar. Pero hay un tipo que hace oídos sordos a esto, oídos sordos a las evidencias, oídos sordos al sentido común. Hay un tipo que se llama Tom Slick, y tiene más moral que el Alcoyano, y tiene, también, pasta para comprarse el Alcoyano (y el Manchester United). Es de Texas, y se forró haciendo agujeros en el suelo y sacando petróleo mientras pegaba tiros al aire (dramatización). Y le mola mucho, pero mucho, mucho, esto de la criptozoología, que es una afición como otra cualquiera.

Así que… apoquinar billetes y para el monte que nos vamos. Como somos yanquis (bueno, confederados, ya me entienden) y tenemos sentido de la publicidad, llamamos a esto «Expedición en busca del Animal X». Ojo. Animal X, como la Patrulla X, como los Expedientes X, como Mega Man X, como Jason X, que es la décima parte de Viernes 13, hay que echarle huevos para hacer una décima parte de cualquier cosa. Pasta de aburrir, sherpas, porteadores y resultados discretitos: caca y un pelo. Que se me hace poco, Tom Slick, se me hace poco. Pillaron testimonios de los nativos, y los nativos decían que el yeti era como un gorila, pero es que a los nativos les pagaban por contar cosas, y vete tú a saber si habían visto realmente gorilas o querían seguir pillando peculio, que los nativos, a esas alturas, te hubiesen señalado contentos una foto de Vince Neil vestido de Mamachicho.

Después hubo una segunda expedición patrocinada por Slick, que fue un poco como de risas, porque los soviéticos descubrieron que el propio Slick y Peter Byrne (Indiana Jones titular en aquellos asuntos) se sacaban un sobresueldo currando para la CIA. Y, bueno, ya saben cómo son de desconfiados los soviéticos. Vinieron a decir que si desde Estados Unidos aprovechaban todas estas chorradas del yeti para espiar por aquellas alturas. Finalmente no hubo que lamentar pérdidas humanas, pero el New York Times publicó esa información bastante contrito, y aún hoy los documentos de la CIA sobre aquellos viajes tienen más líneas tachadas que los exámenes de un influencer.

¿Les está gustando? Pues esperen, que aun queda lo mejor. El tercer viajecito. La mofa suprema. 

Aquí Slick ya va a calzón quitao. Nada de gastarme millones, una incursión de comandos, con Peter Byrne y su hermanuco. Y no reparen en malas artes. Guiño, guiño. No reparen en malas artes. Vamos, que me traigan la puta mano.

La puta mano en cuestión se guardaba desde hacía décadas en el monasterio de Pangboche, Nepal, y era reliquia gordísima, de las más sagradas por allí. Ah, también tenían una cabellera del abominable, porque ya puestos… El origen estaba en un tal Sangwa Dorje, lama que se retiró a meditar a cierta cueva sin wifi (por aquello de la concentración) y fue alimentado en aquel sitio por algunos yetis buenos (que también hay). Cuando uno de ellos murió, Dorje conservó su manuca y su pelo a modo de reliquia, y construyó un monasterio con el único fin de custodiarlas. Vamos, que allí estaban las cosas, como jamones a medio curar.

Objetivo claro: el robo. Lo primero es fácil, porque los lamas no ven programas de la tele y no saben de la epidemia de okupaciones que hay por zonas aisladas, así que no tenían ni alarmas, ni habían contratado a nazis de gimnasio para defender el asunto, ni na de na. Tíos confiadetes. ¿Me dejas ver esa mano?, dijo Byrne. Toma, toma… oye, ¿me devuelve la mano? ¿Qué mano? Ese tono. En realidad fue peor, porque, como sacarse la mano entera parecía chungo, nuestro admirable Peter cortó un par de dedos, que eso sí es ir a mala baba.

Vale, ahora llega lo peliagudo: ¿cómo sacamos esto de Asia? Cruzar Nepal hasta India guay, pero luego debemos volar a los Estados Unidos. Slick habla con un colega suyo. Mira Jimmy, que tengo unos dedos, que si puedes meterlos en el equipaje… sí, unos dedos, como lo oyes. Jimmy es James Stewart (este giro no se lo esperaban), y Jimmy acepta, porque es bastante aficionado a las magufadas (y porque estaría pedo, seguramente). Así que todo arreglao. Quién va a hurgarle en la maleta a James Stewart. Que es el puto James Stewart, tío.

Final: los dedos acaban en Londres, los dedos se analizan, los dedos son de seres humanos. Seres humanos difuntos y curaditos, pero seres humanos. Menuda aventura para trincar el índice y el meñique de tu primo Sebastián.

yetis y bigfoots
Supuesto cuero cabelludo de un yeti, en el monasterio Khumjung, en Nepal. Foto: Nmnogueira (CC)

Estuve en California y te traje el disco de Guns N’ Roses (y pelos de bigfoot)

Tom Slick echa cuentas. A ver, me estoy gastando fortunones en el Himalaya y solo he conseguido souvenirs del todo a cien. Vamos, que marcha el asunto regular. Yo desisto, tío, desisto, que le den al yeti. Me quedo en casita. Tom Slick desiste. Y, por eso, a Tom Slick le viene fenómeno lo del bigfoot, que le cae mucho más cercuca.

Bluff Creek está en California, y allí vieron un bigfoot. Pero lo vieron bien visto, oigan. Bueno, vieron sus huellas. Y el sitio se llamaba «Bluff», así que no me fiaría yo demasiado. Bueno, que alguien encontró huellas. Huellas grandes. Huellas grandes de un pie grande. ¿Lo van pillando? Esa zona tenía una etnografía del misterio curiosa, porque curraban madereros bastante bragados, y gustaban de acojonar a novatillos y fortachones con ínfulas. Que las huellas de Bluff Creek fuesen halladas por Raymond Wallace no debería ayudar al asunto, como veremos.

Porque Wallace… oh, tío, Wallace. Wallace era el bromista mayor del reino, Wallace intentaría sacar dólares de un tarro vacío diciendo que allí estaba atrapado el duende invisible. Wallace capturó un bigfoot (cachorro, que comen menos) y lo puso a la venta por el milloncejo de dólares. Eso sí, no podías echarle un vistazo hasta después de transaccionar. Nadie picó, y él dejó al bicho en los bosques, porque le dio penita y Liberad a Willy tampoco era tan mala. Ah, luego grabó aullidos de bigfoot en una gruta, y los puso de fondo vocal en cierto disco de música country, porque aquello sí era el auténtico espíritu estadounidense. De forma totalmente inesperada, las ventas no lo petaron mucho. 

Y este, amigos, es el origen del bigfoot… 

Ay.

Pero explica tú eso a Slick, que ya está a tope con lo de encontrar homínidos, pero mejor homínidos cerca de casa, que me está subiendo mogollón el tema gastos. Y, bueno, que a Slick le suena música celestial todo aquello del yeti norteamericano, porque abarata costes, y él sigue así, erre que erre, con los de los monstruos abominables, y patrocina una cosa que le dicen Expedición del Pacífico Noroeste por el septentrión californiano, a la que acuden, como invitados, el all-stars de los cazamonstruos (debían ser curiosas charlas después de la cena). Es el año 1960 y aun faltan seis hasta la Liga para el Descubrimiento Espiritual de Timothy Leary, así que no echen las culpas al LSD.

¿Resultados? Discretos. Discretos pero graciosos. Encontraron pelos, piel. Y caca, siempre se encuentra caca. Lo mejor es que esa caca era caca de alce, y el alce es una especie alóctona en California. Les traduzco: que alguien en aquella expedición hizo todo el viaje con cagarrutas bien gordas en la mochila. Para que luego fuesen halladas y todos dijesen oh, mira, el bigfoot, somos ricos y famosos. No me negarán que es una maravilla. Ah, al poco tiempo la expedición se suspende, porque los «señores del misterio» tenían desacuerdos sobre estrategias, filosofías y cuántas copas de whisky hacen falta para ver homínidos grandotes.

Slick fallece en un accidente aéreo dos años más tarde. Con él terminan aquellas primeras aventuras para encontrar yetis y bigfoots. Tan idealistas, tan inocentes.

Tan golfas.

yetis y bigfoots
Imagen de 1967 de un supuesto avistamiento de un bigfoot en California, extraída de la falsificada grabación de Claudia Ackley.

Esas cacas misteriosas de las que usted me habla

Claro, el problema es cuando nosotros metemos aquí elementos científicos. Mensurables. Esa forma de trabajar que viene de la Ilustración y que usted, joven que se informa en Tuiter, desconoce bastante. Y, miren, tiene su aquel. Sobre todo con el estudio del ADN, que ahora permita averiguar (déjenme hacer maximalismos en lo minimalista) a qué bicho en cuestión corresponde qué mechón de pelo.

Y aquí la cosa se pone jodida para los crédulos. Lo cuenta Bryan Sykes, profesor de Genética Humana en Oxford, que es algo así como un youtuber de los listos o alguien que sale en los programas de la tele. Sí, esos con músico rollo «tirurí, tirurí». Bueno, pues a Sykes le mandan montones de muestras cada año. Que si cabellos, que si uñas, que si manos, porque todo el mundo parece guardarse en casita restos de bigfoot, yetis y cosas de esas. En el 2000, dice, recibió tres envíos desde Bután. Tres envíos que demostraban, por encima de cualquier duda, la existencia del yeti, que allí llaman migoi. Eran un pellejo, un tronco donde se había rascao la espalda (como mi padre en la huerta) y un pelo. Los dos primeros… ositos locales. El tercero arrojó resultado confuso, porque venía podrido, pero podrido, podrido. Algunos vieron allí un atisbo de victoria magufa…

Así que se han seguido metiendo cosucas al microscopio (o como se hagan estos asuntos). ¿Yeti de Nepal? Caballo. ¿Sasquatch en el Yukón? Cabellitos de visón. Melba Ketchum, veterinaria que estaba detrás del Proyecto Genoma del Sasquatch (lo juro) publicó poco después una secuencia de ADN que parecía hibridar al ser humano con otra especie de homínido. El problema es que publicó eso en una página web, que no es sitio para publicar estas cosas, Melba, no es sitio para publicar estas cosas. Vamos, como si Fleming te hubiese contado lo de la penicilina en el chat de Terra (el chat de Terra, que se vea que somos modernos).

Hay más cosas. Proyectos de Colaboración entre Oxford y el Zoológico de Lausana. Sorpresa… nada. Los primeros analizaron hasta treinta y siete muestras de pelo yetiesco. Allí había osos, perros y lobos, vacas, caballos, ciervos, mapaches, ovejas y hasta puercoespines. Que, misterio sobre misterio, habría que ver quién coño guarda pelos de puercoespín en su casa (salvo filias rarísimas que no son objeto de este artículo). 

Peor fue para los científicos en la Universidad de Buffalo, porque ellos tuvieron que meter mano a pelos, sí, pero también a huesos, a pieles, a colmillos y, oh sí, a heces. Heces. Heces de yeti. Cagarrutas que alguien vio tiradas allí, en mitad del Himalaya y pensó, oye, mira, guay, me las llevo a mi casa, que van a quedar maravillosamente sobre la televisión. Y nada. Pero nada de nada. Que perros y osos. Hurgar en la mierda para que sea perros y osos. 

Qué duro es magufear, amigos. 

sic transit gloria mundi

Un gen “robado” a las bacterias nos dio el sentido de la vista

¿Conoce el libro El relojero ciego de Richard Dawkins? Quizás no sea tan famoso como su gran éxito El gen egoísta, pero es una buena lectura si le interesa el tema de la evolución de los seres vivos. 

En su primera parte, Dawkins se dedica a explicar la solución a uno de los asuntos que más inquietaba a Charles Darwin: el origen evolutivo de algo tan complejo como el ojo a partir de la acumulación progresiva de pequeños cambios heredables. En sus páginas explica cómo los diferentes animales han resuelto de diversas maneras ese problema, desde el órgano de visión del calamar hasta el de los seres humanos.

Un reciente artículo publicado por el grupo de Matthew Daugherty, profesor de la Universidad de California en San Diego, explica el origen evolutivo de uno de esos “pequeños cambios”. Y paradójicamente podría ser definido como un “gran robo”. 

El vaivén del retinal y el retinol

Hace más de 500 millones de años, el ancestro de todos los vertebrados integró en su genoma un gen de una bacteria gracias a un proceso de transferencia genética horizontal. Ese gen evolucionó y dio lugar a la proteína de unión al retinoide interfotorreceptor (IRBP por sus siglas en inglés).

¿Para qué sirve la proteína IRBP? Nuestros ojos pueden sentir la luz gracias a unas células fotorreceptoras que contienen una molécula fotosensible llamada cis-retinal. Cuando un fotón incide sobre ella, experimenta una serie de cambios que la transforman en trans-retinal y luego en retinol. Entonces, la célula fotorreceptora manda una señal al cerebro. 

En ese momento, el retinol debe reciclarse. Para ello sale de la célula fotorreceptora y es empaquetado en la IRBP con destino a una célula del epitelio pigmentado de la retina, donde vuelve a convertirse en retinal. Desde allí, es empaquetado otra vez en la IRBP y viaja hasta la célula fotorreceptora con el fin de ser reutilizado. 

Resumiendo, la IRBP es un “mensajero” que lleva el retinal o el retinol a sus respectivos destinos. Sin IRBP no habría reciclaje ni, por tanto, visión. De hecho, algunas retinopatías están asociadas con la disminución de los niveles de esa proteína.

Figura adaptada a partir de la publicada en el artículo de Kalluraya et al. PNAS, 2023.















En el caso de los invertebrados, el proceso es muy distinto. La molécula fotosensible cis-retinal cambia a trans-retinal gracias a la luz azul. Y se recicla cuando la luz naranja transforma el trans-retinal otra vez en cis-retinal. Es decir, las moléculas fotosensibles no necesitan abandonar la célula fotorreceptora. El camino evolutivo del mecanismo molecular de la visión es completamente distinto entre invertebrados y vertebrados.

En busca del origen bacteriano

El peculiar parecido entre el gen que codifica para la IRBP humana y un gen que se encontraba en bacterias se conocía desde el año 2001, cuando fue secuenciado el genoma humano. Sin embargo, se pensaba que podría ser algún tipo de error en el análisis o una contaminación de la muestra con ADN bacteriano.

Matthew Daugherty no pensaba lo mismo. Lo que hizo su grupo fue buscar genes semejantes en el genoma de otras especies de vertebrados que no estuviera en otros grupos animales. Eso podría indicar un “salto” desde las bacterias a los animales. 

Es el caso del gen para la IRBP. Está presente en todos los vertebrados, desde la lamprea marina hasta los simios. Y las proteínas más parecidas a ella son las peptidasas bacterianas, cuya función consiste en reciclar otras proteínas mediante proteolisis. Gracias a este proceso, la peptidasa es capaz de degradar una proteína para reutilizar sus aminoácidos en la síntesis de nuevas proteínas. 

Cuando el gen bacteriano se transfirió al ancestro de los vertebrados sufrió una serie de modificaciones, que le hicieron perder su actividad proteolítica a cambio de ganar la función de unirse al retinal y el retinol. 

Una de las transformaciones fue una doble duplicación del gen. La peptidasa bacteriana es una proteína de 295 aminoácidos con un solo dominio funcional. ¿Qué significa eso? Las proteínas funcionan como herramientas, así que imaginemos que la peptidasa bacteriana fuera una navaja de una sola hoja. Con la doble duplicación pasó a tener 1 247 aminoácidos y cuatro dominios. Es decir, se transformó en una navaja suiza con cuatro herramientas distintas.

Así que tenemos una pieza más del rompecabezas que explica la formación del ojo, pero también plantea unos cuantos enigmas más. ¿Cuál fue el proceso de esa transferencia horizontal de genes entre una bacteria y el ancestro de los vertebrados? ¿Por qué solo afectó a las células involucradas en la visión? 

Como suele suceder en ciencia, cuando respondes una pregunta aparecen otras cien.