lunes, 28 de diciembre de 2020

El Año de la Ciencia

 Katalin Karikó quizá gane algún día un premio Nobel, pero se ha pasado décadas sufriendo rechazos. Esta investigadora húngara pensaba en los noventa que una molécula de origen esquivo, el ARN, podría usarse para curar enfermedades como el cáncer, pero su idea provocaba la incredulidad de colegas e instituciones y no encontraba financiación. “Todas las noches estaba trabajando y pensaba: ‘Subvención, subvención, subvención’, y la respuesta siempre era: ‘No, no, no”, contaba hace poco a la revista Stat. Perdió su trabajo en la Universidad de Pensilvania (EE UU), pensó que no era lo suficientemente buena, quiso dejar la ciencia. Pero siguió investigando y, cuando en enero de este año se publicó la secuencia genética de un misterioso virus mortal que asolaba China, aplicó su idea a una posible vacuna. Diez meses después, la inmunización de la empresa en la que trabaja, la alemana BioNTech, se ha probado en 44.000 personas y es una de las grandes esperanzas para acabar con la pandemia mortal que ha arrasado las vidas de millones de ciudadanos, acostumbrados a vivir en sociedades avanzadas y acomodadas, y que jamás esperaron tanta muerte y desolación. En nuestras vidas, predecibles e hipertecnologizadas, ha irrumpido un virus que nos ha pillado desprevenidos y nos ha dejado sobrecogidos, desconcertados y asustados. Muchos ciudadanos se han preguntado cómo es posible que nadie nos avisara de que esto podía suceder. Pero científicos como Karikó sí nos avisaron. La cuestión es que nadie estaba escuchando.

Carl Sagan, astrofísico, divulgador, escritor y figura totémica de la ciencia, el escepticismo y la razón, lo dijo quizá mejor que nadie, y lo dijo varias veces: vivimos en una sociedad absolutamente dependiente de la ciencia y la tecnología, decía, y, sin embargo, nos las hemos arreglado para que casi nadie entienda la ciencia y la tecnología. Y esa es una receta clara para el desastre, concluía.

“La desconexión entre científicos y ciudadanos siempre ha existido”, reflexiona el escritor y también físico Agustín Fernández Mallo. “Creo que tiene que ver con una incorrecta educación, pero no tanto en los contenidos científicos como sí en la filosofía de la ciencia. Quizás ahí también tenemos parte de culpa el sistema social científico, que históricamente ha alentado la idea de que la ciencia es igual a la verdad”, añade. Y la ciencia es solo un método para acercarnos a esa verdad; eso sí, es el mejor que tenemos.

La Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología(FECYT) realiza cada dos años una encuesta sobre la percepción social de la ciencia en España. La última, de 2018, muestra que los españoles confían en la ciencia, pero no la comprenden: casi la mitad de los encuestados consideran que su educación científica es baja o muy baja. Y al 30% es un tema que les interesa poco o muy poco porque en su mayoría, aseguran, no la entienden.

Matilde Cañelles cree, como Fernández Mallo, que la desconexión entre científicos y ciudadanos no es exclusivamente achacable a la falta de formación de la sociedad. Esta investigadora del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS - CSIC) ha empleado mucho tiempo en estudiar los cambios en la percepción de la relevancia de la ciencia en la sociedad; ahora participa en un estudio multidisciplinar sobre la repercusión social de la covid. La experta explica que el éxito de una carrera científica se valora, cada vez más, analizando el número de ar­tículos que ha publicado un investigador en las revistas especializadas, lo que convierte esa publicación en la única manera de evaluar su trabajo y la que marca, en última instancia, la posibilidad de conseguir más fondos. En inglés lo llaman publish or perish, publica o perece. Y esto ha aislado a muchos científicos bajo toneladas de documentos y burocracias, y les ha hecho olvidar la necesidad de trasladar los resultados de sus investigaciones a la sociedad. “Se ha creado lo que los americanos llaman la rat race [carrera de ratas] por conseguir más y más artículos, más y más dinero, y un laboratorio más grande. Y se han perdido algunos valores, como la necesidad de hablar con los medios y los ciudadanos”, reflexiona Cañelles.

 Viaje al centro del cuerpo.  La micrografía electrónica de barrido en color (SEM) abre una perspectiva completamente nueva sobre nuestro cuerpo. En esta imagen se aprecian las células epiteliales que cubren la superficie de la lengua humana.
Viaje al centro del cuerpo. La micrografía electrónica de barrido en color (SEM) abre una perspectiva completamente nueva sobre nuestro cuerpo. En esta imagen se aprecian las células epiteliales que cubren la superficie de la lengua humana. 

Un problema añadido es que los largos y complejos tiempos y métodos de la ciencia casan mal con una sociedad acostumbrada a medir el éxito de un proyecto en el tiempo que se tarda en poner un tuit, y a valorar a los políticos en periodos de cuatro años. Como se observa claramente con el ejemplo de la vacuna de Katalin Karikó, un científico necesita decenas de años y una financiación sostenida en el tiempo para que sus investigaciones obtengan resultados. En España, la sangría de los fondos dedicados a ciencia en los últimos 10 años ha sido monumental y no tiene comparación con ninguna otra actividad: invertimos un 1,24% del PIB, menos que hace una década (1,40%), cuando el promedio europeo es del 2%. La carrera investigadora es un desastre, con doctores ultraformados que tienen sueldos mileuristas y ninguna perspectiva de tener una carrera estable; los laboratorios están ahogados por la falta de dinero y la burocracia; los mejores biólogos, físicos y matemáticos se van al extranjero o a la industria farmacéutica y la tecnológica. Aun así, cuando los científicos quisieron protestar por su situación, el año pasado, en Madrid, salieron a la calle solo 500 personas. “Hay una ceguera política, y también social, para darnos cuenta de que las inversiones a medio y largo plazo son inversiones también de ahora”, resume la directora del Departamento de Salud Pública y Medio Ambiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), María Neira.

La falta de atención e interés público por la ciencia se muestra fácilmente con un ejemplo muy simple. El Centro Nacional de Epidemiología es el encargado de vigilar nuestra salud pública y controlar las enfermedades que pueden afectar a los ciudadanos. En el organismo trabajaban 100 personas en 2008. Tras los recortes provocados por la crisis económica, este año, cuando llegó a España la mayor pandemia del siglo XXI, eran tan solo 64. Ahora, unos meses después, el centro se ha reforzado y tiene 77 trabajadores, pero aún siguen siendo menos, en plena crisis sanitaria, que hace 12 años.

Así que la ciencia ha seguido trabajando con medios cada vez más limitados, y ante la indiferencia general, y cuando los virólogos y epidemiólogos avisaron de que en algún momento llegaría una pandemia global provocada por un virus, nadie escuchó. Hay libros y reportajes que cuesta releer sin estremecerse. Hasta ahora habíamos “esquivado la bala”, como ha dicho Keiji Fukuda, exjefe de epidemiología de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Atlanta (CDC, el centro de referencia de EE UU en materia de salud pública). Gracias a una combinación de preparación (especialmente en los países de Extremo Oriente) y buena suerte, ni el SARS en 2002, ni la gripe porcina en 2009, ni el ébola en 2014, ni el zika en 2016 fueron pandemias completas. Pero cuando el 11 de marzo de 2020 la OMS declaraba que la covid causada por el virus SARS-CoV-2 era una pandemia, la atención de todo el planeta, hasta el momento centrada en peleas políticas, partidos de fútbol, raperos o series de televisión, se giró hacia la ciencia. Y la ciencia estaba preparada.

Desde su posición privilegiada en la OMS, María Neira reflexiona: “Si hemos tenido una vacuna en 10 meses es porque ya había grupos de científicos, con sueldos no exactamente millonarios, que llevaban tiempo trabajando en ello. No es que estuvieran poco preparados. Es que eran pobres. La comunidad científica estaba trabajando en esto, con recursos exiguos y buena voluntad, pero, si no hubiera sido por eso, no estaríamos aquí”.

La carrera científica por conseguir fármacos que mitiguen la gravedad de la enfermedad y vacunas que la erradiquen ha sido monumental, no tiene precedentes y arrancó en cuanto China notificó, en diciembre del año pasado, los primeros casos de una neumonía atípica de origen desconocido. Ignacio López-Goñi, catedrático de Microbiología de la Universidad de Navarra y divulgador científico, lo resume en su apasionante libro Preparados para la próxima pandemia (Destino): en tan solo unos días se identificó al causante, un coronavirus. El 13 de enero ya estaba disponible en la web de la OMS el protocolo para la técnica de la PCR para detectar el virus y en mayo ya había 270 test diagnósticos distintos. En unos meses, científicos de todo el planeta secuenciaron más de 90.000 genomas de pacientes repartidos por todo el mundo, para así conocer mejor el patógeno y ver cómo y en qué circunstancias muta. En seis meses se publicaron 40.000 artículos científicos sobre el SARS-CoV-2, cuando sobre el primer coronavirus, el SARS, se escribieron unos 1.000. Se han probado decenas de tratamientos distintos (antivirales, antiinflamatorios, plasma de pacientes recuperados…) y la OMS puso en marcha un programa, Solidaridad, por el que 400 hospitales de 35 países han compartido los datos sobre la eficacia de todos esos medicamentos. Y finalmente está la gran esperanza, el único camino de regreso a la vida anterior, la vacuna. Hay 125 candidatos y 3 de ellos están en el mercado menos de un año después de que se identificara esa misteriosa neumonía en China. Nunca, en la historia, se había logrado este hito tan rápido. Las vacunas tardan decenas de años en desarrollarse y para algunos virus, como el VIH, ni siquiera existen.

 Cuestión de nariz.  Virus como el SARS-CoV-2 penetran en el organismo humano por orificios como la nariz. En la imagen, una sección a través del revestimiento epitelial de la cavidad nasal humana.
Cuestión de nariz. Virus como el SARS-CoV-2 penetran en el organismo humano por orificios como la nariz. En la imagen, una sección a través del revestimiento epitelial de la cavidad nasal humana. 

La ciencia ha hecho un esfuerzo brutal al margen de la falta de interés ciudadano, los recortes, los sueldos miserables o la inestabilidad de la carrera investigadora. María Neira reflexiona sobre su experiencia en la OMS estos meses: “Hemos batido récords en la colaboración entre expertos. Nunca había visto nada así; no puedo decirle ningún nombre de un científico que hayamos llamado, aunque fuera para citarle unas horas después o a las tres de la madrugada, que nos dijera que no. Y esto ha ocurrido además hablando de cuestiones donde hay muchos intereses comerciales también. Esta ha sido una de las cosas que más nos han emocionado a mis colegas y a mí: esa generosidad, la colaboración altruista y muy consciente del momento histórico en el que estamos metidos”. La ciencia, a pesar de todo, ha respondido, sí. Pero no sin costes.

“Hasta ahora, lo que le llegaba a la sociedad, a través de los medios de comunicación, es el producto final de la ciencia, pero en estos meses lo que se ha visto es cómo funciona la ciencia, las tripas. Y lo que ha quedado, a veces, es mucha inquietud”, opina López-Goñi, que con su cuenta en Twitter (@microBIOblog) llega a casi 58.000 personas. El primer problema es que la sociedad, y también los políticos, suelen pedir soluciones rápidas y contundentes a problemas complejos y cambiantes, como es la lucha contra un virus mortal. “Y la ciencia no tiene respuestas inmediatas ni certezas, sobre todo en temas de biología. Siempre, nunca… son términos que no puedes usar”, dice el microbiólogo. Y además “hemos visto las vergüenzas de la ciencia”.

Los científicos publican los resultados de sus investigaciones en revistas especializadas que son revisadas por otros científicos. Ese proceso normalmente dura meses, pero la pandemia no espera. Por eso, este año se han publicado decenas de miles de preprints, estudios sin confirmar, de utilidad para la comunidad investigadora, pero que han sido publicados en medios de comunicación y redes sociales como verdades contrastadas cuando no lo estaban. También se ha reducido a la mitad el tiempo de revisión de las revistas médicas, de 120 días de media a 60. Y ha habido ejemplos sangrantes de ciencia mal hecha. Es muy conocido el caso de un artículo científico sin revisar que aseguraba en enero haber encontrado un “sospechoso” vínculo entre el virus del sida y el coronavirus, sugiriendo que estas coincidencias no “eran de naturaleza fortuita” y abriendo la puerta a la idea de que el virus de la covid podría haber sido creado deliberadamente en un laboratorio. El artículo fue retirado dos días después, pero fue descargado por 200.000 personas y lo difundieron más de 23.000 tuits.

Hay mala ciencia que además ha traído jugosos beneficios en Bolsa a las empresas que han jugado a ofrecer información sin contrastar sobre sus medicamentos o sus vacunas. En el momento en el que se escribe este reportaje, ninguna de las tres empresas que han puesto su vacuna ya a disposición de los Gobiernos de todo el mundo (AstraZeneca, Pfizer y Moderna) ha dado a conocer los resultados de sus investigaciones a la comunidad científica.

Pero probablemente el mejor ejemplo del lío en el que se ha visto metida la comunicación de la ciencia durante la pandemia ha sido el de la hidroxicloroquina. Este medicamento, que ha sido utilizado desde hace décadas para la terapia de enfermedades como el paludismo, fue identificado al principio de la pandemia como uno de los posibles tratamientos contra la covid. También fue defendido por personajes como el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, o el estadounidense, Donald Trump, lo que despertó la atención mundial hacia el fármaco, hasta el punto de que hubo problemas de abastecimiento en todo el planeta. Sin embargo, cuando la prestigiosa revista The Lancet publicó un estudio en mayo sugiriendo que aumentaba el riesgo de muerte, ese simple fármaco para la malaria quedó desacreditado, tiznado también por la defensa que habían realizado dos presidentes populistas y que no son precisamente amantes de la ciencia. Y sin embargo ese estudio, publicado en una revista muy prestigiosa, fue finalmente retractado, así que relevantes médicos e investigadores pidieron que les dejaran seguir investigando. Finalmente, la OMS aseguró en octubre que la hidroxicloroquina no salva vidas, pero los resultados de su estudio tampoco se han publicado aún. Todo este confuso batiburrillo de estudios y comunicados ha trasladado confusión a la ciudadanía, que en este momento probablemente no sabe ya si la hidroxicloroquina mata o salva.

 Objetivo: pulmón.  Micrografía electrónica de barrido (SEM) en color de los alvéolos de un pulmón. Son los lugares donde se intercambian gases entre el aire del saco y la sangre de los capilares adyacentes.
Objetivo: pulmón. Micrografía electrónica de barrido (SEM) en color de los alvéolos de un pulmón. Son los lugares donde se intercambian gases entre el aire del saco y la sangre de los capilares adyacentes. 

“Con la información científica cada vez más polarizada, retorcida y exagerada, hay una creciente preocupación de que la ciencia esté siendo representada al público de una manera que puede causar confusión, expectativas inapropiadas y erosión de la confianza pública”, reconoce en un interesante informe, titulado Tenemos que hacerlo mejor, la organización Royal Society de Canadá. La arrogancia de algunos científicos mediáticos y tuiteros en hablar de un tema sobre el que no han investigado, y hacerlo además con contundencia (“cuanto más seguro esté alguien sobre la covid-19, menos debería usted confiar en él”, como dice un editorial de la revista British Medical Journal), ha terminado de añadir ruido y desconcierto a un mundo, el de la comunicación de la ciencia, que no está precisamente sobrado de prestigio y referentes. ¿Cuánto dura la inmunidad de la covid? ¿Son más peligrosas las mutaciones del virus? ¿Qué está ocurriendo en las escuelas para que no haya grandes contagios? Lo cierto es que no lo sabemos, y quizá ha llegado el momento de reconocerlo. “La certeza es el reverso del conocimiento”, dice ese mismo editorial. “Conviene insistir en que la ciencia produce resultados válidos para el mundo precisamente porque admite desde el principio que puede ser refutada, que no tiene por qué ser verdad siempre; es decir, es crítica consigo misma y se va autocorrigiendo. Lo único que nunca puede ser refutado son las religiones o las ideologías fundamentadas en alguna fe”, explica Fernández Mallo.

 Fibras que protegen. Micrografía electrónica de barrido en color (SEM) de una sección transversal a través de una mascarilla de tipo FFP2, que filtra el 94% de las partículas del aire. Es una de las recomendadas para la protección contra la covid-19.
Fibras que protegen.Micrografía electrónica de barrido en color (SEM) de una sección transversal a través de una mascarilla de tipo FFP2, que filtra el 94% de las partículas del aire. Es una de las recomendadas para la protección contra la covid-19. 

La mala ciencia, mezclada con la necesidad de certezas por parte de los políticos y la población en un asunto en el que no las hay, ha generado mucho ruido alrededor de la ciencia: conspiraciones, noticias falsas, movimientos antivacunas y antimascarillas, desconfianza… “Yo creí que había visto todo tipo de epidemias, y las he visto horribles”, reflexiona María Neira desde la OMS. “Pero esta tiene componentes irracionales, de politización alta, de comunicación cacofónica, de infodemia, incluso de reacciones apocalípticas. Hay que volver a la serenidad y al liderazgo, que no quiere decir adoctrinar. Mucha gente ahora quizá se siente vulnerable y no se siente liderada”.

La buena noticia es que la ciencia está mejor preparada que nunca para ayudar a los líderes políticos a hacer su trabajo, o sea, a liderar. El Gobierno ha aumentado un 60% la inversión en ciencia, la mayor subida que ha habido nunca en nuestro país. Las donaciones al mayor centro de investigación español, el CSIC, pasaron de los exiguos 460.000 euros de 2019 y a los 11,3 millones de euros que registraba a principios de diciembre. El Instituto de Salud Carlos III, sobre el que ha recaído gran parte de la gestión de esta pandemia, recibió durante los últimos 15 años, desde 2005 hasta 2020, 740.000 euros. En 2020 se han superado los 1,2 millones de euros, en su mayor parte de personas jurídicas. Pero personas físicas han donado a una entidad prácticamente desconocida para el gran público hasta esta pandemia más de 11.000 euros. Y en el caso del CSIC, 177.340 euros han sido donados por ciudadanos anónimos. Es un fenómeno desconocido en España. Además, algunos científicos en universidades, como López-Goñi, aseguran que han aumentado las matriculaciones en carreras de Biología, Bioquímica y Medicina, aunque aún no hay datos oficiales. La atención mundial está, sí, fijada sobre la ciencia. ¿Pero se mantendrá?

“La ciencia es una inversión estratégica, inteligente y, al mismo tiempo, de sentido común. Es obvio, es tan básico que no debería ni discutirse. De esta hay que salir pensando que la ciencia no es que nos salve la vida, es que te la prepara para ser mucho mejor”, dice contundente María Neira. Ella y otros expertos creen que la próxima cita para comprobar si la ciencia se mantiene en el interés de ciudadanos y políticos es lo que la OMS llama Una Salud; es decir, la necesidad de reflexionar sobre la conexión de nuestra salud y la del planeta. Porque de lo que nadie tiene dudas es de que vendrá otro virus mortal, que a su vez provocará otra pandemia. La cuestión es si habremos aprovechado el tiempo para prepararnos.

“Además de reforzar los sistemas de respuesta y de vigilancia epidemiológica, tenemos que pensar en cómo tratamos los factores de riesgo, y eso no lo estamos haciendo bien. Ahora estamos concentrados en apagar este fuego, pero ¿qué pasó para que se provocara? Y eso lo sabemos muy bien, aunque lo estamos posponiendo”, dice Neira. La experta cita como riesgos que no estamos afrontando la contaminación del aire, el uso de energías fósiles, las ciudades en que vivimos, “donde el coche es el rey y nosotros somos ciudadanos de segunda”, y un estilo de vida sedentario que aumenta factores de riesgo como la hipertensión, la diabetes y la obesidad. “La sociedad nos va a pedir que reduzcamos la vulnerabilidad y va a exigir a los gobernantes que se ocupen de reducir esos riesgos, vengan de donde vengan, y de protegernos mejor”, añade.

Y en esa reducción de riesgos es clave el mantenimiento de los científicos como figuras centrales en el asesoramiento a los políticos cuando llegue el momento de volver a tomar decisiones complejas. “Hemos tardado muchos meses en implementar canales para capilarizar ese conocimiento científico”, dice el sociólogo Pep Lobera, que forma parte de uno de esos comités, el que asesora al Gobierno sobre la estrategia de las vacunas. “Esta crisis es un golpe muy fuerte, pero no será el último. Y si no tenemos canales para que ese conocimiento permee hacia la toma de decisiones en contextos de incertidumbre, no se podrán improvisar”, añade. Y además es el momento de reforzar la comunicación entre científicos y ciudadanos, y para eso es fundamental, cree, “ser muy transparentes, muy receptivos, no generar falsas esperanzas, escuchar las inquietudes de los que las tienen y no despreciarlos con que les falta cultura científica”, una frase que es pronunciada en demasiadas ocasiones por algunos científicos muy mediáticos. “Hace falta humildad”, concluye Lobera.

El año 2021 será fundamental en la historia de la ciencia y la confianza pública en ella: si la mayor parte de la población quiere inmunizarse, si las vacunas contra la covid funcionan bien y si las conspiraciones no triunfan, la confianza en la investigación se habrá reforzado y, muy probablemente, la sociedad no permitirá que la atención desaparezca. Lobera, que es uno de los que más han investigado las fortalezas y carencias de la cultura científica en España, cree que en esto el país parte con una ventaja y una desventaja. El factor positivo es que estamos en unos niveles de confianza en los científicos, en el funcionamiento de la ciencia y en las vacunas muy elevados respecto a otros países. En una encuesta publicada en septiembre por el Pew Research Center, de Estados Unidos, el 91% de los españoles se muestran de acuerdo con que hay que gastar fondos gubernamentales en ciencia (es el mayor porcentaje de todos los estudiados) y somos, después de indios y australianos, los que más confiamos en los investigadores. Los datos coinciden con las encuestas que se realizan en España y que colocan a los científicos siempre entre los profesionales más admirados, con médicos y maestros.

El factor en contra es que vivimos en uno de los lugares más polarizados políticamente. Mascarillas sí o no, salud o economía, PCR o antígenos; hasta los debates más técnicos han servido para polarizar a la población. “Y hay una relación preocupante entre la erosión de la confianza social en la ciencia, y en la política, y la emergencia de partidos populistas con líderes carismáticos, proféticos. Es un año muy importante para hacer las cosas bien”, añade Lobera. Siempre y cuando, claro, las inversiones se mantengan y no desaparezcan cuando los focos de la covid se apaguen: “Hay que estar financiando investigación de calidad siempre, para que cuando venga la crisis, y nunca sabes por dónde te va a venir, tengas conocimientos suficientes en los que apoyarte para poder hacer los descubrimientos o generar las metodologías que te van a ayudar”, resume Cañelles.

Gracias a la ciencia ya no hay viruela y estamos a punto de erradicar la polio, la dracunculiasis, la hepatitis C, el sarampión o la rubeola, reflexiona López-Goñi en su libro. Gracias a la ciencia ya no hay peste ni leprosos por las calles de Europa. Gracias a la ciencia el sida es una enfermedad crónica. Gracias a la ciencia muchos cánceres se pueden curar. Para solucionar esta y futuras pandemias, y hasta que a alguien se le ocurra un método mejor, el único camino que tenemos es escuchar, comprender, defender y financiar a las Katalin Karikó del mundo; escuchar, comprender, defender y financiar la ciencia.

Fernandez de Las para el País

Las casualidades no existen, ¡son la física!

 PABLO G. PÉREZ GONZÁLEZ

Hace dos días, tres planetas del Sistema Solar se alinearon y pudimos disfrutar de cómo Saturno y Júpiter entraron en Gran Conjunción y se vieron en el cielo de noche lo más cerca que han estado en los últimos 400 años. No vamos a hablar aquí de que si fue un evento único, que en cierta manera no lo fue porque una conjunción de planetas es algo muy común, aunque en este caso la conjunción ha sido muy próxima. Tampoco nos interesa hoy si esto ya pasó o no en el año 7 AC y habría sido una reedición de la Estrella de Belén. Nos vamos a centrar en lo que se puede aprender de este tipo de eventos, aspectos importantes que escapan de una descripción sencilla y superficial, de hecho muchos de ellos solo han sido explicados después de siglos de estudio.

¿Por qué da la casualidad de que hemos tenido una conjunción de Júpiter y Saturno? Hay múltiples aspectos que se entrelazan para que tal evento se produzca. Para ver Júpiter y Saturno muy cerca en el cielo, la Tierra y esos 2 planetas deben estar alineados, debe poder trazarse una recta que pase muy cerca de los 3 astros. Esto acontece periódicamente, lo que implica que el movimiento relativo de los 3 astros es cíclico, se repite con cierta frecuencia. Hoy en el colegio adquirimos conocimientos básicos de física y sabemos que la Tierra, Júpiter y Saturno giran alrededor del Sol, cada uno con un periodo diferente, por el efecto de la fuerza gravitatoria. “Hasta un niño lo sabe”, se podría decir, pero ese conocimiento nos costó milenios adquirirlo. Nuestro modelo físico del Sistema Solar no llegó hasta este punto hasta pasada la Edad Media, con modelos heliocéntricos como los de Copérnico y descripciones matemáticas como las de Kepler o teorías físicas como las de Newton. Sin embargo, el movimiento de los astros en el Sistema Solar hoy sabemos que dista bastante de esa visión sencilla de planetas girando alrededor del Sol. Por ejemplo, no giramos alrededor del Sol, sino del centro de masas del Sistema Solar (que está cerca del Sol). Además, ese centro de masas, el llamado baricentro, no está fijo en el espacio porque todos los astros del Sistema Solar se mueven e influyen en su posición. Consecuentemente, los planetas no giran en órbitas sencillas, casi circulares o ligeramente elípticas como las que describió Kepler, sino que van variando su recorrido continuamente y nunca cierran una curva perfecta. Los estudios de dinámica planetaria son hoy bastante precisos, incluyendo hasta efectos relativistas como los de la órbita de Mercurio.

Los ocho planetas están prácticamente en el mismo plano, como si fuera un tiovivo, y eso provoca que las alineaciones de planetas sean más frecuentes que lo que serían en un Sistema Solar tridimensional

Pero no solo es necesario que haya un movimiento periódico de los planetas alrededor del Sol para tener conjunciones tan comunes como la que observamos estos días. Todos los planetas giran alrededor del Sol, pero además todos están más o menos en el mismo plano, que corta la esfera celeste en lo que se conoce como la eclíptica. El Sistema Solar interno, donde están los planetas, es una estructura bastante bidimensional (plana). Cada planeta podría girar en distintos planos, como si fueran abejas alrededor de un panal. Pero no, los ocho planetas están prácticamente en el mismo plano, como si fuera un tiovivo, y eso provoca que las alineaciones de planetas sean más frecuentes que lo que serían en un Sistema Solar tridimensional. De hecho, Júpiter y Saturno se alinean cada 20 años, cuando el rápido Júpiter, cuyo año dura 12 terrestres, alcanza (desde nuestro punto de vista) al más lento Saturno, cuyo año dura 29 terrestres. ¿Casualidad? No, no existen las casualidades, todo tiene un origen en procesos físicos y el que exista un plano eclíptico debe tener una explicación.

Hay muchas más casualidades en el cosmos, a veces ni nos damos cuenta y están ahí siempre. Los chinos hace un año lograron algo que nadie había hecho hasta ahora (salvo que haya sido logrado antes por proyectos militares y sea material clasificado), posando una sonda en la superficie de la Luna. Sí, los estadounidenses pusieron al primer humano en nuestro satélite, pero la Apollo XI y todas sus hermanas alunizaron en la cara visible. Aproximadamente un tercio de nuestro satélite nunca apunta hacia la Tierra, es lo que se conoce como la “cara oculta” de la Luna, aunque erróneamente algunos la llaman la cara oscura, y ahí acaban de llegar los chinos hace solo un año. Hacia nuestro planeta siempre dan los mismos mares (las zonas más grises) y zonas altas (las zonas blanquecinas). ¿Cómo se explica esto? Bueno, pues porque el tiempo que tarda la Luna en dar una vuelta alrededor de la Tierra, unos 27 y un tercio de día, es muy parecido al tiempo que tarda la Luna en girar en torno a su eje, 27 días. Uno compensa el otro y parte de la Luna nunca apunta hacia nosotros. ¿Habrá que creer en las casualidades? No. Hay una explicación física, lo que se conoce como acoplamiento de marea.

El acoplamiento de órbitas no es nada inusual. Hubiera sido interesante saber cómo Galileo y sus jueces hubieran interpretado este fenómeno cuando el gran astrónomo italiano usó los 4 satélites más grandes de Júpiter, los hoy llamados galileanos, para demostrar que no todo tenía que girar alrededor de la Tierra, que nuestro lugar en el universo es más modesto que lo que muchas veces nos creemos. Gracias a su telescopio Galileo logró por primera vez observar que había 4 astros que cambiaban regularmente de posición alrededor del gran planeta. Parece que le costó solo 3 meses darse cuenta de que debían ser satélites de Júpiter parecidos a la Luna para nosotros, que giraban en torno al gigante gaseoso. Hoy nos parece normal, pero es algo nada fácil de imaginar y defender cuando hasta ese momento todo se consideraba que giraba en torno a la Tierra, que era el centro del universo, por algo debíamos estar nosotros en ella. El hecho que nos interesa en este caso es que las 3 lunas galileanas más internas, Ío, Europa y Ganimedes, fácilmente visibles hoy con telescopios de aficionado o prismáticos, están en una resonancia que es resultado de un acoplamiento de marea. Ío tarda 1.769 días en dar una vuelta a Júpiter, Europa 3.551 días y Ganimedes 7.155 días. Eso significa que, con una precisión menor que un 1%, por cada 4 vueltas a Júpiter que da Ío, Europa da 2 y Ganimedes da 1. Calisto, la cuarta luna, va más a su bola.

Hay muchos más ejemplos de acoplamiento de órbitas o resonancias: Mercurio, Plutón y Caronte, Neptuno y Plutón, incluso el movimiento de la Tierra se ve influenciado por la Luna (no solo al revés). El roce hace el cariño, y aunque explícitamente no nos rozamos mucho entre astros (que se lo cuenten a los dinosaurios), el campo gravitatorio nos ha mantenido unidos durante 4.500 millones de años. Ha habido una eternidad para conectarnos en formas que parecen inverosímiles, pero no son nada casuales.

Pablo G. Pérez González es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)

Patricia Sánchez Blázquez es profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM)

Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de 1 átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo.

Por qué la vacuna de la covid-19 es la mayor proeza científica de la histori

 Es 27 de diciembre de 2020 y acabo de firmar, en calidad de responsable legal de mi padre, el consentimiento para que le sea administrada la vacuna de la covid-19. Ese acto mínimo es la llave para que culmine, en la persona de un anciano de 86 años interno en una residencia, un proceso que comenzó hace casi un año y que, sin temor a exagerar, puede ser considerado una verdadera proeza científica, muy probablemente la mayor de la historia.

No se ha alcanzado aún la meta final. Queda por delante un camino largo lleno de amenazas. Son miles de millones las personas que han de ser vacunadas, y pueden surgir dificultades aún. Hay quienes, por diferentes razones, prefieren no hacerlo. 

No sabemos aún cuál será el alcance de las campañas de vacunación, si llegarán hasta los últimos rincones del planeta o cuándo llegarán. No sabemos cuánto tiempo necesitarán los fabricantes para producir los miles de millones de dosis que serán necesarias, ni cuántos los miles de personas que morirán o enfermarán gravemente pocos días o semanas antes de recibir la vacuna. No sabemos si las variantes genéticas del SARS-CoV-2 que surjan le conferirán defensas frente a las vacunas que se administren. Tampoco si las vacunas, además de proteger a quienes la reciben, impedirán también que puedan contagiar a otros. Y, por último, no sabemos si tendrán efectos secundarios de alguna consideración cuando se vacune a millones de personas. 

Pero ninguna de esas amenazas, por reales que sean, pueden empañar el logro que supone la vacunación, con las máximas garantías que se pueden ofrecer, de millones de personas en los primeros meses de 2021, un año después del comienzo de la peor pandemia a que se ha enfrentado la humanidad desde hace un siglo.

Lea información sobre COVID-19 escrita por especialistas.

Por dimensiones, que no por su carácter o motivación, podemos citar dos antecedentes de esta empresa. El primero es el proyecto Manhattan. Permitió a los norteamericanos disponer, en pocos años, de la bomba atómica. Durante su desarrollo (1942-1947) llegó a involucrar a 130 000 personas y se le dedicó el equivalente a 70 000 millones de dólares actuales, aunque solo el 10 % de esa cantidad se destinó al desarrollo y producción de armamento. 

El segundo, más tecnológico que científico, fue el programa Apolo, gracias al cual en seis ocasiones seres humanos pisaron la superficie lunar. El programa se prolongó durante más de una década (1961-1972) y conllevó una inversión de 170 000 millones de dólares.

La breve historia de la vacuna de la covid-19 empezó el 31 de diciembre de 2019, cuando responsables sanitarios de Wuhan (China) informaron de 27 casos de una neumonía desconocida. El 8 de enero siguiente se informó de que el causante era un nuevo coronavirus. Dos días después ya se había hecho pública su secuencia genómica. En febrero varias empresas farmacéuticas pusieron en marcha sendos proyectos de vacunas. En China, las primeras fueron CanSino Biologics, Sinovac Biotech y la estatal Sinopharm; en los Estados Unidos, Moderna e Inovio Pharmaceuticals; en Europa, BioNTech, una empresa biotecnológica alemana desarrolló una candidata que más adelante compartiría con Pfizer; un grupo de la Universidad de Oxford creó una vacuna al que se sumó AstraZeneca; Janssen y Sanofi Pasteur también lanzaron sus propios proyectos.

A mediados de abril se supo que la vacuna de SinoVac Biotech era eficaz con monos. El 20 de ese mismo mes, cinco empresas ya testaban su vacunas en ensayos clínicos, y había más de 70 candidatas en desarrollo preclínico. A finales de julio, las vacunas de Moderna y de Pfizer-BioNTech, ambas basadas en ARN mensajero, empezaron los ensayos de eficacia. Los proyectos chinos, paradójicamente, perdieron la delantera debido al éxito con el que se contuvo la pandemia en aquel país, lo que obligó a reclutar voluntarios en otros.

Durante el mes de noviembre, se anunció que unas pocas vacunas tenían una eficacia superior al 90 %. Todos los plazos, desde la aparición de los casos de neumonía en diciembre de 2019 hasta las autorizaciones, por las agencias reguladoras, de las vacunas en diciembre de 2020, han sido los más cortos, con gran diferencia, que haya habido nunca.

Desde que se anunció el brote de la enfermedad miles de científicos, biomédicos y de otras áreas, de todo el mundo se pusieron a investigar en temas relativos a la covid-19, compartiendo información en un grado nunca visto. La cooperación se ha producido, en su mayor parte, haciendo uso de redes informales, sin necesidad de que mediasen acuerdos formales entre países o instituciones.

Los resultados de esa actividad investigadora se han plasmado en la publicación, hasta primeros de diciembre, de 84 180 artículos científicos relacionados con la covid-19 (a razón de 260 diarios). 

Para dotar a esa cifra del significado que merece, hagamos una comparación: el número total de los publicados desde que existen las revistas científicas sobre el cáncer de pulmón es, aproximadamente, de 350 000; de sida-VIH, 165 000; de gripe, 135 000; y de malaria, 100 000. En tan solo once meses se ha publicado un volumen de artículos sobre covid-19 equivalente a casi el 60 % de todos los publicados sobre la gripe.

El número de firmantes (autores únicos) de los artículos sobre la covid-19 asciende a 322 279, cifra que triplica en tan solo 11 meses la de los participantes en el proyecto Manhattan al cabo de cinco años. Si nos limitamos a quienes han intervenido en el desarrollo de las vacunas, y puesto que en este momento hay 162 candidatas (de las que 52 se encuentran en ensayos clínicos), una estimación conservadora arroja un número de 65 000 participantes (personal científico y sanitario) en todo el mundo, lo que equivale a la mitad de todo el personal involucrado en el proyecto Manhattan.

El esfuerzo económico también ha sido enorme. Solo la administración norteamericana ha destinado más de 10 000 millones de dólares a las compañías farmacéuticas para el diseño y producción de vacunas. Si a esa cantidad sumásemos los recursos invertidos por China, Japón, Rusia, Reino Unido y la Unión Europea, la cantidad total se aproximaría quizás a la inversión realizada en el proyecto Manhattan, aunque solo el 10 % de aquel se destinase a diseño y producción de armamento.

A hombros de gigantes

Además de las inversiones económicas y la dedicación de centenares de miles de personas, la vacuna para el SARS-CoV-2 se ha beneficiado de algunas circunstancias favorables que resumo a continuación. 

La investigación de hace unos años para el desarrollo de las vacunas contra el SARS-CoV-1 y el MERS-CoV ha permitido omitir pasos preliminares. Los ensayos de fase I y II se iniciaron de forma casi simultánea adaptando procedimientos ya existentes. Los de fase III comenzaron después del análisis intermedio de los resultados de las anteriores, cubriendo etapas de ensayos clínicos en paralelo. 

Varias vacunas se empezaron a producir a gran escala, asumiendo el riesgo de que finalmente no resultasen efectivas y se perdiese la inversión. Y las agencias públicas de medicamentos, mientras tanto, han ido haciendo una evaluación continua de estas vacunas para contar con todas las garantías de eficacia y seguridad.

Una conjunción extraordinaria de factores ha permitido que esta empresa científica cursase a una velocidad asombrosa. Nunca se habían desarrollado a la vez tantas vacunas contra un mismo patógeno. Nunca tantas personas se habían involucrado en un gran proyecto científico en tan poco tiempo. Nunca se había alcanzado un grado tal de colaboración, incluso entre competidores. Nunca se habían desarrollado tantos ensayos clínicos a la vez para probar la eficacia de tantas vacunas. Y nunca antes se habían destinado tantos recursos y tanta inteligencia a combatir una enfermedad en tan corto espacio de tiempo.

Sin ese esfuerzo tan grande no se habría llegado a la situación en que nos encontramos hoy. Y sin embargo, tal esfuerzo no era, por sí solo, garantía de éxito. En 1971, el entonces presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, firmó la denominada National Cancer Act, una ley mediante la que se proponía acabar con el cáncer y destinó a ese objetivo el equivalente a unos 10 000 millones de dólares actuales. Han pasado 50 años desde entonces.

La razón por la que la denominada “guerra contra el cáncer” de Nixon se quedó muy lejos de cumplir sus objetivos es que había aspectos fundamentales de la biología de las células cancerosas que se desconocían aún. No había ocurrido lo mismo con el proyecto Manhattan o con el programa Apolo, porque en ambos casos se contaba con el conocimiento básico necesario para abordarlos.

Ese mismo factor, la ciencia básica, ha resultado clave en el desarrollo de la vacuna de la covid-19. Desde que en 1953 se desvelase la estructura del ADN, un volumen ingente de investigación ha permitido conocer la estructura y comportamiento de los virus, desentrañar el funcionamiento del sistema inmunitario humano, y desarrollar poderosas técnicas biotecnológicas, entre otros ingredientes esenciales de este logro. 

Es esta una importante lección de cara al futuro: la investigación básica puede ser requisito esencial para afrontar peligros para nuestra propia supervivencia que desconocemos hoy.

En días o semanas próximas vacunarán a mi padre y, con él, a miles de residentes más en centros sociosanitarios. Más adelante seremos otros los vacunados, hasta que gran parte de la población mundial se haya inmunizado. Subsisten dudas, surgirán problemas y aflorarán nuevos obstáculos a superar, pero la humanidad en su conjunto –miles de millones de personas– se beneficiará de los frutos de una empresa científica colectiva sin parangón.


Una versión de este artículo fue publicada en Cuaderno de Cultura Científica de la UPV/EHU.

martes, 22 de diciembre de 2020

Rivalidad entre Aguilas

 

Águila real (Aquila chrysaetos). [MANUEL OTERO PÉREZ]

Los programas de conservación de especies amenazadas suelen estar diseñados para resolver los problemas que las afectan, la mayoría de las veces derivados de las actividades humanas. Pero a menudo la funcionalidad de dichas especies en los ecosistemas no se conoce tan bien como los problemas que se pretenden corregir. Como consecuencia, las intervenciones destinadas a recuperarlas y protegerlas pueden acarrear efectos imprevistos en otros taxones.

Un ejemplo ilustrativo de este fenómeno lo ofrecen los programas de conservación en Andalucía del águila imperial ibérica (Aquila adalberti) y el águila-azor perdicera (Aquila fasciata), las dos clasificadas como especies vulnerables a la extinción. Dichos programas, dirigidos por la Consejería de Agricultura, Ganadería, Pesca y Desarrollo Sostenible de la Junta de Andalucía, están destinados a mejorar la supervivencia de estas aves principalmente mediante el control del uso ilegal de cebos envenenados (búsqueda y retirada del cebo con la ayuda de equipos caninos; programas de concienciación del colectivo cinegético, etcétera) y la corrección de tendidos eléctricos (protección con material aislante de los postes y de los cables para evitar la electrocución de las aves).

Las cordilleras béticas andaluzas son el escenario de la competencia entre el águila real y el águila-azor perdicera (<em>abajo</em>). Los programas de conservación llevados a cabo entre 1998 y 2020 están permitiendo la expansión del águila real desde sus refugios de montaña hacia zonas rurales, previamente ocupadas por la perdicera. [JESÚS BAUTISTA]
Las cordilleras béticas andaluzas son el escenario de la competencia entre el águila real y el águila-azor perdicera (abajo). Los programas de conservación llevados a cabo entre 1998 y 2020 están permitiendo la expansión del águila real desde sus refugios de montaña hacia zonas rurales, previamente ocupadas por la perdicera. [JESÚS BAUTISTA]

Águila-azor perdicera (<em>Aquila fasciata</em>). [MANUEL OTERO PÉREZ]
Águila-azor perdicera (Aquila fasciata). [MANUEL OTERO PÉREZ]

Estas actuaciones, que se iniciaron en 2002, han dado sus frutos, pero también han beneficiado a otras especies menos amenazadas, entre ellas el águila real (Aquila chrysaetos). Paradójicamente, su mayor supervivencia ha perjudicado al águila-azor perdicera. Durante un período de estudio de 26 años (1994-2020), la Asociación Wilder South, encargada de gran parte del seguimiento de las poblaciones de águila real y águila-azor perdicera en las Cordilleras Béticas, ha observado que han desaparecido o han sido desplazadas más del 10 por ciento de las parejas reproductoras de perdicera de la población bética andaluza, mientras que las de águila real han aumentado más del 60 por ciento, con 86 nuevas parejas.

Las dos rapaces constituyen un buen ejemplo de especies potencialmente competidoras. En la región mediterránea, los requerimientos ecológicos de ambas pueden solaparse en gran medida, sobre todo el hábitat de nidificación (básicamente, los cortados rocosos) y, en parte, la alimentación. Si estos recursos escasean, se produce una competencia entre las dos especies, en la que el  águila real, de mayor tamaño, tiene una posición ventajosa. Hemos observado agresiones y depredación de esta sobre la perdicera, así como la usurpación de sus nidos para criar. Otro factor que favorece la instalación de nuevas parejas de águila real es el abandono humano de las zonas rurales. La beneficia especialmente a ella porque la perdicera, mucho más tolerante a la presencia humana, ya ocupaba esas zonas.

Nuestras observaciones alientan a seguir estudiando la aparición de competencia derivada de la conservación, muy pocas veces documentada en este ámbito. Es imprescindible seguir de cerca la relación entre las dos águilas para poder adaptar las futuras actuaciones.