miércoles, 16 de diciembre de 2020

El sentido de la vida

 

FROM DARWIN TO DERRIDA
SELFISH GENES, SOCIAL SELVES, AND THE MEANINGS OF LIFE
David Haig
MIT Press, 2020
512 págs.

En un momento de la famosa escena del bar de la película Malditos bastardos, de Quentin Tarantino, unos oficiales nazis y unos espías americanos camuflados de nazis deciden jugar a «adivina quién soy». Anotan personajes en unas tarjetas, las intercambian y cada uno se pone una sobre la cabeza, de manera que todos pueden verla menos su portador. En la del oficial nazi que empieza el juego se lee «King Kong». La respuesta afirmativa a sus preguntas —«¿He visitado América?», «¿Fui en un barco?», «¿Me llevaron encadenado?», «¿Me exhibieron encadenado al llegar?»— le llevan a concluir que es la historia de los negros en América. Cuando le dicen que se equivoca, afirma rotundamente: «Entonces debo ser King Kong».

Desde muy al principio, los realizadores de la película King Kong de 1933 salieron al paso de numerosas críticas que veían en la película una alegoría del tráfico de esclavos: tan solo se trataba, aseguraban, de una película de aventuras. «Para mí», declararía Tarantino al respecto en una entrevista, «es muy obvio. ¡Por supuesto que King Kong es una metáfora del comercio de esclavos! No estoy diciendo que los realizadores lo hicieran a propósito, pero esa es la película que hicieron, lo tuvieran en mente o no». La legitimidad de interpretar una obra artística de una forma diferente a como la concibió su creador es un debate antiguo, y el punto de vista de Tarantino es el de la escuela filosófica posmoderna de Jacques Derrida. También es el de David Haig, biólogo evolutivo de Harvard, para interpretar la biología.

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Para Haig, la biología se vuelve incomprensible, o al menos su descripción resulta incompleta, si insistimos en dejar al margen la función, la cual desempeña en biología el papel de significado. Todo parte, nos dice, de la brecha que Francis Bacon abrió en el conocimiento con su obra de 1605 El avance del saber. Aristóteles clasificó las causas en cuatro tipos: material, efectiva, formal y final. Sin embargo, Bacon denuncia las dos últimas como perjudiciales para el avance de la ciencia. Nada aporta, por ejemplo, decir que las cosas caen porque su fin es acercarse al centro de la Tierra. La ciencia debe ser explicada únicamente a partir de causas materiales y efectivas [véase «Naturaleza y finalidad», por Héctor Velázquez Fernández; Investigación y Ciencia, mayo de 2015].

El impacto de Francis Bacon en el pensamiento posterior llevó a la división del conocimiento en ciencias y humanidades, abarcando estas últimas todas las disciplinas en las que la finalidad constituye una explicación legítima. La biología quedó así en tierra de nadie. Por un lado, aspiraba a ser una ciencia; por otro, sus explicaciones son teleológicas porque recurren una y otra vez a la función, a la finalidad. De esta ambigüedad vino a rescatarla Darwin con la selección natural: no hace falta pensar, como Lamarck, que la función hace al órgano; un proceso ciego de azar y selección conduce al mismo resultado. La biología es, pues, una ciencia.

Y, sin embargo, Haig defiende que, sin negar nada de lo anterior, prescindir de la finalidad (función) en biología solo produce explicaciones a medias. Por ejemplo, resulta perfectamente legítimo sostener que el corazón es una bomba hidráulica y explicar de forma pormenorizada cada paso evolutivo que ha llevado a su aparición. Pero el corazón solo adquiere su pleno sentido en el contexto de un organismo que necesita llevar oxígeno y nutrientes a todas sus células. Los mecanismos de bombeo que mueven el corazón son los elementos de información de los que se vale la selección natural para encontrar un significado: un sistema de bombeo que mueva la sangre a todas partes. Y podría haber hallado cualquier otro, pero el contexto —el ambiente— determina el significado. Por sí mismos, unos mecanismos de bombeo no son un corazón. Del mismo modo, una proteína que cambia de configuración cuando sobre ella incide un fotón puede convertirse en un detector de luz o acabar generando un mecanismo de visión. La configuración es la información, que puede usarse de infinidad de formas. Lo que hace que acabe formando parte de un protoojo es interpretarla como detector de luz.

Haig ilustra su tesis con otro ejemplo precioso, los transposones. Un transposón es un segmento de ADN que se transcribe a una cadena de ARN capaz de hacer dos cosas: sintetizar ciertas proteínas y servir de «molde» para regenerar la cadena de ADN original, que luego esas mismas proteínas se encargarán de introducir en algún otro lugar del genoma. ¿Qué es el transposón, el ADN, el ARN o acaso las proteínas?

Lo único que podemos afirmar sin equivocarnos es que hay un elemento informativo que se materializa, ora de una forma, ora de otra. Pero todo este mecanismo no existe de forma aislada, sino en el contexto del genoma, donde hay procesos que reparan la cadena de ADN buscando y eliminando errores o parásitos. Y es entonces cuando se revela su significado: el mecanismo que lo forma le permite escapar de su aniquilación saltando de un sitio a otro del genoma. ¿No tiene más sentido, pues, describir el transposón como un mecanismo cuyo fin es cambiar constantemente de lugar en una huida perpetua de su aniquilación? ¿Dejamos de hacer ciencia si lo hacemos? ¿O más bien tenemos que aceptar que las causas finales existen gracias a la selección natural?

Desde la aparición de interruptores moleculares hasta la emergencia de códigos morales, todo cae dentro del paraguas darwiniano, y Haig dedica la primera parte de su libro a explicar este proceso en detalle. En lo esencial se alinea con Richard Dawkins cuando basa sus explicaciones en el mecanismo «egoísta» de los replicadores. Pero hay una diferencia esencial que, de algún modo, actualiza la idea original de Dawkins. Haig observa que, con frecuencia, los replicadores forman coaliciones cuando eso les confiere ventajas evolutivas, y, al compartir destino, convierten esas coaliciones en nuevas unidades de replicación, o correplicadores. Tales son los cromosomas (coaliciones de genes), las células (de cromosomas, proteínas y lípidos), los organismos pluricelulares, las comunidades ecológicas o la misma sociedad. La diferencia es importante, porque una coalición implica también un conflicto doble: entre los integrantes de la coalición por un lado, porque sus objetivos no siempre coinciden, y entre el correplicador y sus integrantes, porque a veces lo que beneficia al todo no beneficia a sus partes. Buena parte de la biología, la psicología o la sociología puede explicarse como resultado de estos conflictos.

Mucho se ha escrito sobre los conflictos entre las partes: la lucha entre los cromosomas X e Y, entre genes paternos y maternos, entre miembros de una camada, etcétera. Para ilustrar el conflicto entre el todo y sus partes, Haig recurre a la metáfora de Dawkins según la cual somos «robots pilotados por sus genes». Está claro, dice Haig, que no pueden pilotarnos como si fuéramos coches o aviones, porque hay una discrepancia enorme entre escalas temporales. Los genes solo pueden cambiar en tiempo evolutivo, mientras que los robots deben responder a situaciones en tiempo real. Podemos compararlo con una nave no tripulada que se envía a un planeta lejano. Debido al retraso de las señales, no puede ser manejada desde la Tierra. Así que lo más que pueden hacer los genes, al igual que los ingenieros de la nave, es dotar al robot de principios generales, instintos, deseos, etcétera, y dejar que sean autónomos. En este proceso han llegado incluso a diseñar algo tan complejo como un cerebro, capaz de solventar los conflictos que, de nuevo, se generan entre las distintas urgencias inducidas por diferentes grupos de genes. En función de la situación, el cerebro las sopesa y toma la «mejor» decisión posible. Y funciona bien para los genes... la mayor parte de las veces. Pero, en ocasiones, el robot se vuelve contra sus creadores. Por ejemplo, al sopesar entre el deseo sexual y la carga que supone criar hijos, el cerebro humano ha inventado los anticonceptivos. O como respuesta al conflicto entre la infertilidad y el deseo de tener hijos, ha inventado la adopción. Ninguna de estas soluciones beneficia a sus genes.

En alrededor de diez capítulos, Haig desciende a los detalles de la adaptación por selección natural explicando las diversas etapas evolutivas que van desde la aparición de los primeros genes hasta la emergencia de códigos morales en las sociedades, cubriendo de este modo, con una única herramienta metodológica, la brecha que separa las ciencias de las humanidades. Todo adquiere sentido a la luz de la evolución. El resto del libro es su parte más abstracta, aquella en la que trata de explicar el proceso de adaptación por mutación y selección como la traducción de información a significado. Significado que, a su vez, condiciona el tipo de información admisible, lo que crea un bucle de realimentación interpretable como intencionalidad. Algo similar a lo que ocurría en el juego de Malditos bastardos,pero con una variante: la tarjeta está vacía y las respuestas «sí» o «no» se dan al azar, con la única condición de que mantengan una coherencia con las respuestas anteriores. El proceso acabará convergiendo a una persona; la información al azar (las respuestas) está condicionada por el significado (las preguntas previas), y el resultado parece intencional. Sin duda, esta es la parte más dura de leer, aunque también la más interesante, filosófica e inspiradora.

From Darwin to Derrida no es un libro fácil. No es lectura de playa ni lo recomendaría para combatir el insomnio. Por otro lado, no está nada claro el perfil de su potencial lector. Parece escrito para su amigo Daniel Dennett —cuya magnífica introducción aconsejo releer al terminar el libro—, pero ¿cuántos «lectores Dennett» hay en el mundo? Y es que Haig no ha escrito un libro de divulgación, sino un profundo ensayo que requiere tanto familiaridad con la teoría evolutiva como aprecio por el razonamiento filosófico. Tampoco ha escogido el camino más sencillo. La primera parte del libro está muy condicionada por artículos que ya había publicado en otros medios y que ha reescrito y revisado para elaborar su gran argumento. Eso dificulta tener una perspectiva de conjunto, que uno no empieza a adquirir hasta cerca del final. Cada capítulo en sí discute un aspecto muy interesante del proceso evolutivo, pero a veces uno se pregunta qué relación guarda con los anteriores. No obstante, el propio Haig parece ser consciente de ello y, coherente con las ideas que defiende, él mismo afirma que el libro está escrito para producir en el lector la respuesta que busca. En otras palabras: el ensayo tiene una intenciónun propósito. Si el significado que los lectores extraigamos de él es ese o más bien otro que no estaba previsto es algo que queda en manos de la selección natural

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