Reconstruir el pasado es tarea compleja y resbaladiza. No importa qué vertiente de ese pasado nos interese, ya sea la política, económica, social, científica, religiosa… Es seguro que el tiempo borrará innumerables detalles, que acaso serían muy relevantes a la hora de entender qué y por qué sucedió lo que ocurrió. El pasado es como el agua que se arroja sobre una malla: deja un recuerdo al humedecerla pero el agua la atraviesa perdiéndose inexorablemente.
Los historiadores se basan sobre todo en fuentes escritas publicadas (o que aparecen inscritas en monumentos, templos, restos arqueológicos o lápidas). Pero existe otro tipo de fuente: las correspondencias. Las cartas (hoy convertidas la mayoría en correos electrónicos) no buscan una audiencia extensa, sino que suelen estar dirigidas a un único destinatario. Y tienen la inapreciable virtud de que pueden reflejar mejor, de forma más espontánea, los pensamientos y situaciones vitales del autor. No es posible entender realmente lo que hicieron y pretendieron los grandes científicos, aquellos responsables de los cambios de dirección o rupturas científicas, sin acceder a sus correspondencias privadas, algo no siempre posible, bien porque sus cartas no se conservaron, bien porque no se han localizado o porque permanecen sin publicar, inaccesibles salvo para unos pocos privilegiados (habitualmente sus descendientes). Por supuesto, también son importantes los cuadernos de notas o los informes, pero estos carecen de una de las características de las cartas, que no son sino un diálogo entre personas, del que podemos sentirnos partícipes. Con este artículo inauguro «Correspondencias», una nueva sección de Investigación y Ciencia que pretende resaltar esta faceta de la historia de la ciencia, ofreciendo y comentando en cada número una o varias cartas de un científico.
En la bibliografía perteneciente a la historia de la ciencia abundan las ediciones de correspondencias. Algunas se hallan todavía en curso de publicación, como la de Charles Darwin, cuyo primer volumen, que cubría el período 1821-1836, apareció en 1985; en octubre de 2017 se publicó el volumen 25 (893 páginas), que se limitaba a las cartas que Darwin envió o recibió en 1877. Como murió en 1882, quedan todavía cinco años de vida del autor de El origen de las especies (1859) para completar la serie. De los colosos de la ciencia de todos los tiempos, posiblemente haya sido Darwin el corresponsal más prolífico: de las cartas que escribió o recibió se conservan unas 14.000, y debieron existir muchas más que se han perdido. Semejante actividad se vio facilitada por la eficacia del sistema postal inglés: a mediados del siglo XIX, en Inglaterra se despachaban 600 millones de cartas al año, distribuidas (once repartos diarios) por 25.000 carteros.
Para comenzar esta sección he elegido a Louis Pasteur (1822-1895), uno de los nombres importantes de la historia, no ya de la ciencia únicamente, sino de la humanidad: es considerado uno de sus grandes benefactores. Su obra cubre diversos campos y fenómenos: destaca la estereoquímica, disciplina que estudia las formas tridimensionales alternativas de las moléculas a la que dedicó su tesis doctoral (1847) y en la que continuó trabajando hasta 1857; también la fermentación y la generación espontánea, que demostró que no existía (1857-1865); las enfermedades del gusano de seda (1865-1870); la elaboración de la cerveza (1871-1876), y las enfermedades infecciosas (1876-1895).
En 1880, tras aislar el microorganismo responsable del cólera de las gallinas (un mal que podía matar hasta el 90 por ciento de un gallinero), Pasteur consiguió disminuir su virulencia siguiendo la técnica que había desarrollado Edward Jenner en 1798; esto es, inyectando en las gallinas microbios debilitados. Estimulado por los resultados favorables que obtenía, aplicó el principio de la debilitación de los gérmenes para preparar vacunas contra la rabia, enfermedad infecciosa mortal, que afecta a los perros pero que también pueden contraer (mediante mordeduras de estos) las personas. Sus primeros estudios en este campo comenzaron en diciembre de 1880, cuando un veterinario le llevó dos perros rabiosos y le pidió su opinión. Solo había experimentado con perros cuando en julio de 1885 le llevaron un niño de nueve años, Joseph Meister, que había sido mordido por un perro rabioso. A pesar de no ser médico, Pasteur aceptó el desafío y experimentó la vacuna en el niño. Fue un éxito. Había nacido la vacunación moderna (la única gran modificación que se produciría posteriormente fue la introducción de vacunas obtenidas por ingeniería genética, que se iniciaron en 1983 y cuyo primer producto comercializado fue la vacuna contra la hepatitis B, en 1986).
Esta historia, la del valor y pericia de Pasteur al atreverse a tratar a Joseph Meister, se ha repetido y repetirá, justificadamente, miles de veces, pero aquí, y recurriendo a dos de las cartas que escribió, veremos otra faceta, la de sus temores y precauciones. Disponemos de su correspondencia gracias a los esfuerzos que hizo por localizarla y reunirla uno de sus yernos. Nos referimos al escritor y primer biógrafo de Pasteur René Vallery-Radot, marido de Marie-Louise, una de las cuatro hijas de Pasteur (tuvo también un hijo). Continuó esa tarea Pasteur-Vallery-Radot (así firmaba), hijo de René, quién fue responsable de la publicación, en cuatro volúmenes, de la correspondencia de su abuelo.
El 14 de diciembre de 1884, Pasteur escribía a un inidentificado «X» (Correspondance, vol. 3, págs. 445-446):
Señor y muy respetado colega,
Lamento profundamente no poder decirle que me traiga a París ese querido niño. No me atrevo todavía a intentar nada con el hombre. Un fracaso comprometería todo el futuro posible. ¡Ah!, si toda mordedura de un perro rabioso implicase fatalmente la muerte por la rabia, yo no dudaría. Mis experiencias de intentos por conseguir el estado refractario sobre los perros después de la mordedura van bien; pero tengo todavía muy pocos resultados. Desde hace cinco meses me he visto muy retrasado debido a dificultades imprevistas, felizmente superadas, gracias a una instalación que debe permitirme multiplicar a partir de enero mis pruebas de profilaxis.
Resumido, este es el estado de mis estudios:
Usted me dirá: aquí están veinticinco perros, ¿puede usted asegurarme que si yo hago que les muerdan perros rabiosos, podría, sin lugar a dudas, hacer a los veinticinco refractarios a la rabia antes que se desarrolle el mal, como consecuencia de la mordedura? Y yo me vería obligado a responder que no puedo contestar que ninguno de los veinticinco no sufra algún accidente de vacunación. Es solamente cuando yo pueda decir que soy capaz de vacunar con seguridad después de la mordedura a un número cualquiera de perros mordidos, cuando me atreveré a pasar al hombre. Y todavía mi mano temblará, porque lo que es posible para los perros puede no serlo para el hombre. De todas maneras, no tendré ya escrúpulos científicos.
Reciba, señor, la seguridad de mis sentimientos muy distinguidos.
L. Pasteur
Que la familia del niño no se alarme excesivamente. ¡Hay tantas mordeduras, incluso no cauterizadas, que no tienen un fin fatal! La cauterización después de 24 horas puede ser muy útil y eficaz.
No olvide, se lo ruego, escribirme cómo se porta el niño en un mes, en seis semanas y ulteriormente en dos o tres meses.
En los meses siguientes Pasteur continuó experimentando con perros. Seguía sin atreverse con personas. Una carta que escribió el 12 de junio de 1885 al alcalde de Levier (Doubs), quien le había escrito preguntándole si consentiría en cuidar a dos habitantes de esa localidad a los que había mordido un perro rabioso, así lo muestra (Correspondance, vol. 4, págs. 21-22):
Señor,
He recibido su carta de ayer, 11 de junio, relativa a ese niño y a su padre, mordidos los dos por un perro rabioso y sobre lo que habría que hacer.
Siento mucho informarle que todavía no puedo intentar llevar el estado refractario a la rabia a los seres humanos. Lo hago fácilmente con perros, incluso después de que han sido mordidos. No me encuentro lejos de osar hacerlo sobre el hombre pero el punto en que se hallan mis investigaciones no me permite todavía actuar sobre el hombre.
Diga con claridad a esas bravas gentes que la mordedura de un perro rábico está lejos de anunciar siempre el mal. Tienen más de 80 buenas posibilidades sobre 100 de no adquirirlo.
Que no hagan nada, que no se dediquen a ningún remedio. No hay ninguno.
En su lugar, haga que un médico vigile atentamente a las personas a fin de identificar los menores cambios de carácter, excitación nerviosa, dolores de cabeza… y que me envíen un telegrama con las señales.
La muerte es invencible cuando comienzan los primeros síntomas, en general después de seis semanas, o dos meses. No existe entonces ningún escrúpulo para actuar y yo intentaré cualquier cosa sin dudar, aunque sepa que en este momento es muy tarde para que funcione.
Estoy desolado por no poder decir que haga venir a estas personas, pero la prudencia me ha aconsejado que los métodos muy simples que empleo no habrán recibido el perfeccionamiento que espero.
Reciba, Señor, la seguridad de mi consideración muy distinguida
L. Pasteur
Los consejos de Pasteur se siguieron y los afectados, vigilados cuidadosamente, no presentaron ninguna señal de la infecciosa rábica. Menos de un mes después, el 6 de julio, Pasteur llevaba a cabo la primera vacunación antirrábica de la historia.
El éxito obtenido con Meister atrajo al laboratorio de Pasteur a personas no solo de Francia, sino también de otras partes del mundo (sobre todo de Europa). El contenido de una carta que envió al cirujano y fisiólogo inglés Victor Horsley en agosto de 1886 nos da idea de la magnitud de ese éxito (Horsley viajó a París en 1886, como secretario de una comisión establecida por el Gobierno británico para estudiar los procedimientos de Pasteur en la inmunización contra la rabia; los experimentos que posteriormente realizó Horsley confirmaron el descubrimiento y método de Pasteur, como señaló en un informe posterior) (Correspondance, vol. 4, págs. 94-95):
Al 22 de agosto de 1886, han sido tratados en mi laboratorio preventivamente contra la rabia, después de mordeduras por animales que tenían rabia o que se sospechaba que la tenían:
Mortalidad
Francia y Argelia.... 1324...... 4, Pelletier, Peytel, Lagut, Clédières
Inglaterra................. 68...... 0
Austria-Hungría......... 43...... 0
Alemania.................... 9...... 0
América.................... 18...... 0
Brasil......................... 2...... 0
Bélgica..................... 50...... 0
España..................... 75...... 2, Guardia Ribes (13 años) y Pita (70años)
Grecia...................... 10...... 0
Portugal................... 24...... 0
Holanda................... 14...... 1, Meulenick (13 años)
Italia..................... 138...... 0
Rusia.................... 186...... 8, de lobos sobre 50 tratados
4, de perros sobre 136 tratados
Rumania................. 20...... 2
Suiza....................... 2...... 0
Turquía.................... 2...... 0
Bombay................... 1...... 0
Total...... 1986..... 21, de los cuales 8 lo fueron por lobos.
Y el resto (13) por perros
Esto representa una mortalidad de alrededor del 1 por 100, incluyendo las mordeduras de lobos. Y una mortalidad de alrededor del 1 por 150 por mordeduras de perros.
Si no consideramos más que los 1324 tratados de Francia y Argelia, con 4 muertos, la proporción es de 1 muerto por cada 330. De manera que la proporción más baja de muertes por rabia sobre 100 mordidos que habían osado invocar las personas hostiles al descubrimiento, del 5 por ciento, es completamente errónea. En cualquier caso, incluso con esta misma proporción del 5 por 100, los 1324 mordidos de Francia y Argelia habrían correspondido a 65 muertos.
En mi comunicación del 1 de marzo de 1886 [«Résultats de l’application de la méthode pour prévenir la rage après morsure»], dí la proporción de 16 muertos por 100 mordidos. Mi convicción es que esta proporción no es exacta todavía y que es demasiado reducida. Con esta estimación, los 1324 mordidos de Francia y Argelia habrían producido 112 muertos por rabia.
En definitiva, la eficacia del método es tal que solo en 4 casos ha sido ineficaz en tratamiento.
La difusión del método de Pasteur fue tal que en 1907 al menos 51 institutos, distribuidos por Europa, Asia, América y África, utilizaban ya vacunas contra la rabia.