Al abordar el origen de la vida nos enfrentamos a una de las cuestiones más importantes y espinosas que el hombre, en particular si es científico, se plantea. Otras afectan también a los orígenes: el del universo, el de la consciencia o el de la propia humanidad. Hasta hace no tanto, todos ellos fueron dominios reservados a la especulación filosófica, por más que hubiera incursiones más o menos anecdóticas de la ciencia. Esta comenzó a interesarse de una manera sistemática por el origen de la vida a mediados del siglo XX, tras el descubrimiento de la estructura helicoidal del ADN.
A medida que se ha ido avanzado en su solución, el problema se ha complicado cada vez más. Los científicos se percataron de que no era suficiente con crear la materia prima de la vida. Necesitaban explicar cómo se conjugaron esos componentes y cómo evolucionaron hasta formarse las primeras células. La vida no requería solo los ingredientes correctos, sino también las herramientas moleculares debidas. En las postrimerías de los años sesenta, Francis Crick, Carl Woese y Leslie Orgel propusieron, cada uno por su cuenta, que el ARN podría desempeñar ambas funciones. Lo que terminó por llamarse el «mundo de ARN» es la hipótesis que sostiene que el ARN existió mucho antes que el ADN, catalizaba su propia reproducción y ayudó al advenimiento de la vida [véase«Origen de la vida sobre la Tierra», por Leslie E. Orgel; Investigación y Ciencia, diciembre de 1994]. Otros le negaron ese privilegio al ARN y primaron diversos escenarios de síntesis de las biomoléculas fundamentales; presentaron un mundo peptídico, uno lipídico o el metabolismo para explicar el origen de la vida. A la postre, las opiniones convergen en dos corrientes principales: el mundo de ARN (o «genes primero»), que aportó la información genética y sirvió de catalizador enzimático; y el denominado «metabolismo primero», que apela a la existencia de catalizadores metálicos sencillos, hallados en los minerales y creadores de una sopa de bloques orgánicos de construcción que habrían dado origen a otras biomoléculas [véase «El origen de la vida», por Robert Shapiro, Investigación y Ciencia, agosto de 2007; y «El origen de la vida», por Alonso Ricardo y Jack Szostak, Investigación y Ciencia, noviembre de 2009].
En un experimento realizado en 2014, Svatopluk Civiš, del Instituto de Química Física de Praga, y su equipo proyectaron un láser de un kilojulio sobre una solución de formamida que contenía también arcilla. En esa solución se quería representar la sopa química de la superficie de la Tierra inicial. Los pulsos láser, de un tercio de nanosegundo de duración, generaban una presión intensa, con picos de temperatura de 4200 grados Celsius y una cascada de radiación que incluía el ultravioleta y los rayos X. Tales eran las condiciones que cabría esperar cuando un cuerpo celeste, como un cometa o un asteroide, impactase contra el planeta. Las reacciones desencadenadas en el experimento, además de producir sustancias como ácido cianhídrico, monóxido de carbono, amoníaco y metanol, crearon las cuatro nucleobases del ARN. Con anterioridad se había demostrado que algunas clases de meteoritos contenían ya nucleobases; en particular, adenina y guanina. Pero el experimento de Civiš mostró que, además de liberar nucleobases, los cuerpos celestes podían crearlas al chocar contra el planeta.
La investigación sobre el origen de la vida se ha centrado a menudo en la síntesis química, sin prestar la atención requerida al entorno. El análisis bioenergético de los organismos primitivos sugiere que la vida comenzó en volcanes submarinos y chimeneas hidrotermales. Las reacciones químicas liberadoras de energía se encuentran en el corazón de los procesos vivos de todos los organismos. Esas reacciones bioenergéticas tienen miríadas de sustratos y productos, pero su subproducto capital es ahora el ATP (adenosín trifosfato), que es la principal moneda de energía metabólica. Las chimeneas hidrotermales revelan unos estrechísimos parecidos entre las reacciones geoquímicas liberadoras de energía y la fisiología de acetógenos y metanógenos. No es fácil desenredar el registro fósil de los primeros microorganismos, pero existe un acuerdo general en que la vida compleja emergió durante el Arcaico, hace entre 4000 y 2500 millones de años.
El origen de la vida continúa siendo un arcón de paradojas. Para que apareciera, hubo de darse una molécula genética (algo que se asemejara al ADN o al ARN) capaz de establecer las pautas de síntesis de proteínas, las moléculas funcionales de la vida. Pero las células modernas no pueden copiar ADN y ARN sin el concurso de las propias proteínas. Y lo que es peor, ninguna de estas moléculas puede acometer su tarea sin ácidos grasos, que aportan las membranas celulares necesarias para su confinamiento. En una complicación más del tipo de la del huevo y la gallina, las enzimas (codificadas por moléculas genéticas) son necesarias para sintetizar lípidos. Una aporía cuya solución se sugirió en 2015: de acuerdo con ella, un par de compuestos sencillos y que abundarían en la Tierra incipiente pudieron dar origen a una red de reacciones simples dotada de la facultad para producir las tres clases de biomoléculas (ácidos nucleicos, aminoácidos y lípidos). Aquel trabajo, dirigido por John Sutherland, de la Universidad de Cambridge, y publicado en Nature Chemistry, no demostraba que así hubiera empezado la vida, pero sí ayudaba a explicar un misterio clave, al avanzar una forma en la que casi todos los bloques de construcción de la vida pudieron conjugarse en un mismo episodio geológico.
Eric Smith y Harold J. Morowitz extienden el problema a un territorio no menos controvertido: ¿fue la vida un fenómeno inevitable? Dadas las condiciones singulares, físicas y químicas, requeridas para la aparición de la vida sobre la Tierra y los obstáculos inmensos que habría que vencer en aquel medio inhóspito, lo más que la comunidad científica se sentía dispuesta a aceptar era la concurrencia de un fenómeno azaroso, para no hablar de milagro. En cambio, en The origin and nature of life on Earth se sustituye el azar por la necesidad y se postula la inevitabilidad de la vida. La vida habría brotado del entorno, de la misma manera que los rayos liberan la acumulación de carga eléctrica en las nubes de tormentas. Y lo que emergió en la Tierra pudo haber sucedido en cualquier otro planeta similar [véase «El origen de la vida», por James Trefil, Harold J. Morowitz y Eric Smith; Investigación y Ciencia, septiembre de 2009].
Luis Alonso para IyC