Alexander Graham Bell, uno de los científicos más eminentes de nuestra historia, decía: "Nunca andes por el camino trazado pues él te conducirá únicamente a donde otros ya fueron". En ciencia, a veces, hay que arriesgarse. Eso implica las críticas, el escepticismo y el rechazo. Otras, sencillamente, la falta de resultados.
Como consecuencia, la ciencia puede avanzar por vías que jamás habríamos imaginado. Tanto si es productivo, como si no, algunos experimentos dan mucho que hablar, creando situaciones impactantes o llamativas de las que aprender. Estos son algunos ejemplos dados por la historia de la ciencia.
La rana que levitaba
Viajemos a 1998. El físico Andre K. Geim publicaba por entonces un estudio titulado "El magnetismo de todo el mundo", basado en uno de los estudios más extraños que jamás se hayan hecho. Y es que Geim hizo levitar una pequeña rana viva en un potentísimo electroimán.
Básicamente, lo que hizo Geim fue convertir a la ranita en una especie de levitrón vivo para demostrar que toda la materia, incluyendo la orgánica de la que estamos hechos, es capaz de reaccionar ante los campos magnéticos. El fenómeno físico es relativamente simple de explicar: el campo magnético generado sobre las moléculas magnéticas del cuerpo de la rana (básicamente el agua) permite anular la fuerza de la gravedad.
De esta manera, al ser un campo tan intenso, esta flota en el enorme imán. ¿Y por qué una rana? Además de este animal, el equipo consiguió hacer levitar una bellota o unos mililitros de agua. Pero el escoger a la rana, según explicaba el propio Geim, atiende a la respuesta: "¿Y por qué no?".
El experimento fue tan llamativo que le valió a Geim y el equipo un premio Ig Noble
El experimento fue tan llamativo que le valió a Geim y el equipo un premio Ig Noble, dados a las investigaciones que "primero hacen reír a la gente, y luego le hacen pensar". Este estudio, por cierto, es el que más nos ha acercado nunca a la antigravedad, real, y la rana salió completamente ilesa del experimento. ¿Podremos aplicarlo algún día a los seres humanos?
Sería bonito, pero muy difícil debido a nuestro peso y la energía que necesitaríamos para generar un campo magnético adecuado. Pero quién sabe. El propio Andre Geim ganó años después, en 2010, el premio Nobel de Física por sus estudios sobre el grafeno. Así que tan disparatados no deben ser sus experimentos.
El experimento más largo de la historia
A Thomas Parnell, de la Universidad de Queensland en Brisbane, Australia, le debemos el que ha sido titulado como el "experimento de la gota de brea" o el más largo de la historia. Este experimento fue diseñado por el profesor para demostrar que algunas sustancias que consideramos como sólidas, en realidad, son fluidos altamente viscosos.
Esto ocurre con la brea. En 1927, el profesor dispuso un embudo especial con brea caliente y la dejó solidificar durante tres años, sin que nada la molestase. En 1930, Parnell cortó el cuello del embudo, dando comienzo a la medición del experimento. Y no fue hasta diez años después que cayó la primera gota de brea sobre la placa de Petri.
Por ahora se han formado y caído varias gotas de esta sustancia, habiendo superado el experimento a su creador, quien murió en 1948, y a su principal observador, el profesor John Mainstone, que falleció en 1990. La octava gota cayó el 28 de noviembre del año 2000.
Según se calcula, la brea es unas 2,3 x 10^11 (casi un billón) de veces más densa viscosa que el agua, pero sigue siendo un fluido. Curiosamente, el hecho de que se colocara aire acondicionado en 1988 ha alargado el tiempo de goteo de la brea, haciendo el experimento aún más largo. Por cierto, tanto Parnell como Mainstone ganaron un premio Ig Noblel por este experimento que nos demuestra que la frontera entre sólidos y fluidos no es tan clara como parece.
El peso del alma
Probablemente ya conozcas la peregrina idea de que el alma pesa 21 gramos. Hasta hay una película '21 gramos' donde aparecen Benicio del Toro o Sean Penn, entre otros, hablando de esta idea. Lo más interesante es que tiene una base científica. Si nos remontamos a principios del Siglo XX veremos que un profesor llamado Duncan MacDougall se dedicó durante casi una década a demostrar la existencia del alma científicamente.
Según este médico, el alma es una entidad que tiene una parte material, como casi todo. Su fundamentación era claramente cristiana, identificando el alma como el elemento teológico católico. Para MacDougall el alma existía en el cuerpo y, por tanto, tenía que tener unas variables físicas, como el peso. De hecho, si el alma iba a parar al cielo o el infierno, por tanto, se perdería su peso en el proceso de la muerte.
¿Y cómo se mide eso? MacDougall diseñó una cama especial capaz de calcular el peso con una precisión de centésimas de onza (casi 0,30 gramos). Con su ingenio, MacDougall hizo sus experimentos con seis ancianos enfermos, en un hogar para personas mayores. El resultado fue publicado en la prestigiosa American Society for Psychical Research, indicando que el peso del alma corresponde a 21 gramos.
Para hacer un experimento control, afirma en el paper, MacDouggall comprobó el peso con perros, obteniendo un cambio de cero, es decir, que los perros no tienen alma. Huelga decir que este planteamiento, en sí mismo, es sesgado y supone un origen místico y dogmático de una sustancia etérea que, además, es inexistente en otros seres vivos, por lo que es un mal planteamiento desde el primer punto de partida.
Por otro lado, los experimentos de MacDougall tienen serios problemas metodológicos, tal y como puede leerse en sus resultados (que no son consistentes en todas las mediciones), razón por la que el doctor exhortaba a realizar más pesados. Además del peso, MacDougall también dijo ser capaz de ver el alma de las personas a través de los "recientes" rayos X, cosa que nunca pudo probar con un estudio. El valor que le dio la comunidad científica y la sociedad a sus estudios solo se justifica a nivel social y de fe, pero en ningún caso a nivel científico.
Robert E. Cornish, reanimador (de perros)
La época de H. P. Lovecraft, allá a principios de siglo, fue increíblemente rica en inquietudes científicas. Acababa de aparecer la "radiación", las primeras teorías cosmológicas modernas, la física de partículas y la genética florecían... Y la idea de dominar la naturaleza a nuestro antojo estaba más cerca que nunca. El autor reflejó muchas de estas ideas en historias como la de Charles Dexter Ward o Herbert West, ambas relacionadas con la resucitación.
Historias que tienen mucho más de realidad de lo que creemos. Y si no que se lo digan a Robert E. Cornish, un doctor en medicina de California cuyos experimentos con perros también fueron probados en humanos. Estos experimentos consistían en devolver a la vida a los animales, recién muertos. La idea de Cornish es que el cuerpo es una maquinaria y si se puede recuperar el flujos sanguíneo normal, con ayuda de algunas sustancias estimulantes, se puede recuperar la vida.
Así que construyó una especie de balancín para hacer mover la sangre y, junto a unas inyecciones de anticoagulantes y epinefrina, trató de resucitar a algunas personas recién muertas por paro cardíaco, electrocución y ahogamiento. Huelga decir que sin éxito, lo que no le hizo cejar en su intento. Más tarde probó con perros, donde alcanzó el cenit de su éxito.
En una demostración pública, en 1934, Cornish asfixió a cinco perros y los mantuvo durante 10 minutos muertos
En una demostración pública, en 1934, Cornish asfixió a cinco perros y los mantuvo durante 10 minutos muertos. Tras esto, les administró su técnica de resucitación, tras lo que consiguió resucitar a dos de ellos, según indica la prensa de aquel entonces. Los perros, supuestamente, sobrevivieron durante meses, pero con importantes daños cerebrales.
Debido al éxito de su "técnica", Cornish trató de realizar el mismo procedimiento en un reo sujeto a la pena de muerte que se puso en contacto con el doctor para "donarle" su cuerpo. El Estado, sin embargo, no permitió que Cornish realizara el experimento por riesgo a que el reo inquiriese en el riesgo de "doble sanción", ya que resucitar no le eximía de su culpabilidad.
El hombre más rápido del mundo
A John Paul Stapp, la palabra "impactante" no debía resultarle demasiado extraña. A este médico militar le preocupaba la salud de los miembros de la fuerza aérea. En los años cuarenta, una época en la que la carrera espacial estaba terminando de perfilarse, todavía no sabíamos cuál era la fuerza máxima, en "gs" que puede resistir un cuerpo humano.
Así que a Stapp no se le ocurrió otra cosa que buscar la respuesta. En 1946, un bombardero B-17 modificado alcanzaba la estratosfera, a casi 14 kilómetros sobre la superficie. En la bodega de carga, en vez de bombas, había un hombre realizando experimentos: era el propio John Stapp, que se utilizó a sí mismo como conejillo de indias.
Este no fue ni el primero ni el último de sus experimentos, pero sí de los más importantes porque permitió conocer la altitud a la que podíamos viajar, perdiendo el miedo a lo que hay más allá de la superficie terrestre. El experimento más impactante de Stapp, sin embargo, es el conocido como "la bala humana". En el desierto de California, un motor de cohete situado en unos raíles y con una silla atada al frente se convirtió en la herramienta principal de su trabajo.
Stapp demostró que un ser humano, bien pertrechado, puede resistir hasta las 46,2 gs sentado en la silla del avión de manera adecuada
Por entonces se pensaba que el ser humano solo puede resistir, como máximo, unas 18 gs de fuerza antes de morir. Stapp demostró que un ser humano, bien pertrechado, puede resistir hasta las 46,2 gs sentado en la silla del avión de manera adecuada. Y nunca mejor dicho, porque fue el propio Stapp el sujeto del experimento.
Junto con otros voluntarios, Stapp probó numerosas veces su cohete experimental, alcanzando los 1.017 Km/h. Esto lo convierte, por el momento, en el hombre bala más rápido del mundo, pero lo más importante es que John Paul Stapp ayudó a marcar los límites, los procedimientos y las técnicas asociadas a las grandes fuerzas que sufren los aviadores. También ayudó a diseñar muchos de los primeros elementos de seguridad, como el cinturón triangular de los paracaídas y otros elementos que todavía se usan a día de hoy.
Santiago Campilllo