El éxito entre la comunidad científica es proporcional al número de publicaciones que se realizan en revistas de alto índice de impacto, que son aquellas más influyentes y respetadas. El secreto está en realizar investigaciones que obtengan una buena cantidad de resultados y, si son concluyentes, mejor. Pero, tal como dijo Venkri Ramakrishnan, investigador y premio Nobel en Fisiología y Medicina, «en ciencia, el 99% de las veces, las cosas no salen bien».
Dado que los contratos y los salarios pueden depender de lo que se publica,hay personas dispuestas a maquillar los resultados o incluso a forzar su investigación hasta los límites del fraude. Por ejemplo, esta semana salió a la luz el caso del investigador Anil Potti, quien había asegurado hace años haber conseguido un revolucionario hallazgo para combatir el cáncer, que incluso podría salvar 10.000 vidas al año, cuando en realidad su «milagro» no estaba basado en evidencias científicas sino en una burda mentira. Pero, la historia de la ciencia ya ha dejado fraudes aún más escandalosos.
Quizás el caso más famoso es el del investigador surcoreano Hwang Woo-suk, quien fue condenado a dos años de cárcel por cometer uno de los mayores fraudes de la historia de la ciencia: Woo-suk y su equipo engañaron al mundo en 2004 al anunciar que habían conseguido clonar por primera vez embriones humanos. La comunidad científica dio por buena y aplaudió la asombrosa noticia, que fue publicada en la revista «Science», una de las más prestigiosas, y difundida por medios de comunicación de todo el mundo. Pero tal avance era simple y llanamente mentira.
Un cráneo de mentira
Si la Biología sufrió la treta de Woo-suk, la Paleontología también fue víctima de la falta de escrúpulos. En una disciplina que se construye a partir de restos fósiles fragmentados y mal conservados para intentar reconstruir la evolución de los seres vivos, a un médico y paleoantropólogo se le ocurrió que una forma de encontrar al eslabón perdido entre monos y hombres era construir un cráneo fraudulento con trozos de orangután, de chimpancé y de humano. El falso cráneo, que perteneció al supuesto hombre de Piltdown, encontrado en 1912, fue aún más modificado para tener aspecto simiesco: los dientes habían sido limados para darles apariencia humana, y envejecidos en una solución de hierro y ácido crómico. Unas pruebas científicas desvelaron el timo... ¡en 1949! Se dice que el «padre» de la idea fue el médico y paleoantropólogo aficionado Charles Dawson.
Enterrar restos y luego descubrirlos
La Arqueología también es sensible a la creatividad de los farsantes. El arqueólogo japonés Sinichi Fujimura se ganó el prestigio internacional por descubrir las cerámicas más antiguas de su país, de unos 40.000 años, y ya en 2000 aseguró haber encontrado cerca de la localidad de Tsukidate utensilios y agujeros que soportaban pilares de 600.000 años, lo que demostraba la presencia humana en el archipiélago en aquella época. Nada de eso. El científico colocaba de madrugada los artefactos prehistóricos que desenterraban sus colaboradores durante el día. Por suerte, unos reporteros le pillaron con las manos en la masa y el científico tuvo que llorar su culpa públicamente. Luego incluso aseguró que «el diablo» le impulsaba a hacerlo.
El farsante que se pegó un tiro
Paul Kammerer, uno de los biólogos más importantes de la primera mitad del siglo XX y al que se le conocía como el nuevo Darwin, creía firmemente que las habilidades de los animales se pasan a sus descendientes y se empeñó en demostrarlo. El vienés habituó a los sapos parteros a aparearse en el agua (como lo hacen las ranas). Resulta que, en esas circunstancias, a los machos les salen unas diminutas espinas en sus patas traseras para agarrarse mejor a la espalda mojada de las hembras. Kammerer aseguraba que a la progenie de estos sapos les salían las mismas espinitas, una investigación que echaba por tierra la teoría de la evolución y que se mereció su publicación en «Nature». Un colega descubrió que las características de los sapos no eran naturales y que Kammerer les había inyectado tinta china en sus patas. El biólogo no pudo soportar la vergüenza y se pegó un tiro.
La expansión cósmica que se quedó en polvo
Una hipótesis sostiene que, durante una fracción de segundo, el Universo se expandió de forma exponencial. Esta idea adquirió más importancia, cuando en marzo de 2014 un amplio equipo de investigadores, liderados por el Centro Harvard-Smithsonian para la Astrofísica, anunciaba la primera detección de las ondas gravitacionales, una supuesta prueba de que hace 13.800 millones de años, tras el Big Bang, se produjo esa rápida expansión.
Los resultados era dignos de un premio Nobel, pero los días pasaron y aumentaron las dudas. Aunque al principio eminentes científicos se congratularon de la noticia, poco después del anuncio comenzaron a surgir las voces críticas, que sostenían que se podía haber confundido el «santo grial» con el simple y vulgar polvo cósmico.
Meses después, los científicos responsables de la brillante publicación reconocieron que hacían falta más estudios para confirmar su otrora genial hallazgo. Lo que fue al principio un jarro de agua fría, también fue un toque de atención hacia la necesidad de no precipitarse en el anuncio de los grandes descubrimientos.
¿Cómo se evitan los fraudes?
En una era en la que la investigación es motor de progreso y es capaz de tener repercusiones globales, las consecuencias de los engaños y los fraudes también lo son. Por ello, existen multitud de organismos encargados de verificar la integridad de las publicaciones científicas, ya sea a nivel de país, como la Oficina por la Integridad de las Investigaciones de Estados Unidos, o a nivel de instituciones, como es el caso del Comité de Integridad científica del Instituto de Salud Carlos III.
Además, de forma habitual el trabajo de los investigadores es filtrado por las revistas científicas que publican sus estudios. A diferencia de las revistas convencionales, para poder publicar un artículo en una de estas revistas el trabajo ha de pasar una revisión por parte de un equipo de científicos que tienen que analizar si el diseño del estudio es correcto, si los resultados pueden reproducirse o si el trabajo es relevante.
Cuando no es así, se pueden pedir modificaciones y experimentos adicionales antes de publicar el artículo. En otros casos, el estudio puede ser rechazado directamente.
Una vez publicado, pueden pasar años antes de detectarse un error o un fraude, debido a que, en muchos casos las investigaciones son arduas y complejas. Pero, con el paso de las semanas, la comunidad científica accede al artículo y reproduce los experimentos para comprobar que funcionen, o bien hacen sus propios experimentos para ver si concuerdan con los resultados publicados. Si la publicación es buena y rigurosa, permanece en el tiempo, y otros autores se apoyan sobre sus hombros y la emplean como punto de partida.
Moraleja
El conocimiento científico es, en general, provisional. Lo que se sabe está siempre sujeto a revisión y a nuevas investigaciones que digan lo contrario. Solo en algunos casos las hipótesis provisionales se convierten en teorías más asentadas. Esto, dicho de otro modo, implica que nunca se deja de aprender.
Con todo, el trabajo científico es víctima de las mismas tentaciones que afectan a cualquier persona y a cualquier otra actividad. Tal como dijo Richard Smith, ex editor del British Medical Journal (BMJ), sería una ingenuidad pensar que la investigación es una excepción a las faltas que el hombre comete en otras actividades.
ABC.es
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