Albert Einstein dijo una vez que solo dos cosas podían ser infinitas: el universo y la estupidez humana. Y —añadió— en lo referente al universo no estaba seguro.
Al oír esto solemos reír entre dientes, o al menos sonreír. No nos ofende. Ello se debe a que el nombre de Einstein evoca la imagen de un sabio de otra época, entrañable y cálido. Vemos al genio científico bondadoso, de pelo enloquecido, cuyos icónicos retratos (montando en bicicleta, sacando la lengua o mirándonos con ojos penetrantes) se encuentran vivamente grabados en nuestra memoria cultural colectiva. Einstein se ha convertido en el símbolo de la pureza y el poder de la exploración científica.
Para la comunidad científica, Einstein saltó a la fama en 1905, su annus mirabilis. En Berna, en los ratos libres que le dejaba su trabajo de ocho horas al día y seis días a la semana en la oficina de patentes suiza, escribió cuatro artículos que cambiarían el rumbo de la física. En marzo de ese año argumentó que la luz, descrita hasta entonces como una onda, se componía en realidad de partículas (hoy llamadas fotones), una idea que supuso el pistoletazo de salida para la mecánica cuántica. Dos meses después sus cálculos ofrecieron predicciones comprobables de la hipótesis atómica; estas se vieron confirmadas experimentalmente más tarde, lo que corroboró la idea de que la materia se componía de átomos. En junio completó la teoría especial de la relatividad, la cual implicaba que el espacio y el tiempo se comportaban como nunca nadie había imaginado; en esencia, que las distancias, velocidades y duraciones dependían del observador. Y, en septiembre, derivó una consecuencia de la relatividad especial que acabaría por convertirse en la ecuación más famosa del mundo: E = mc2.
La ciencia suele progresar poco a poco. Las contribuciones que alertan de que se avecina una convulsión radical no se suceden con frecuencia. Pero, en esa ocasión, un solo hombre hizo que los timbres sonasen cuatro veces en un solo año; un asombroso aluvión de intuición creativa. Casi de inmediato, los círculos científicos dominantes entendieron que aquellos trabajos estaban agitando los fundamentos de la realidad. Pero, para el público general, Einstein no era todavía Einstein.
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La relatividad especial había establecido que nada podía viajar más rápido que la luz. El enfrentamiento con la teoría de la gravedad de Newton estaba servido, ya que en ella la atracción gravitatoria ejercía su influencia a través del espacio de manera instantánea. Motivado por esa amenazante contradicción, Einstein procedió sin miramientos a reescribir las reglas centenarias de la gravedad newtoniana, una tarea abrumadora que incluso sus más fervientes defensores consideraron quijotesca. Max Planck, el decano de la ciencia alemana, clamó: «Como viejo amigo suyo, debo aconsejarle en contra. [...] No lo logrará. Y, aunque lo lograse, nadie le creería». Como alguien que nunca cede ante la autoridad, Einstein obvió la advertencia. Y siguió haciéndolo durante casi una década.
Por fin, en 1915 anunció la teoría general de la relatividad. Esta reformulaba la gravedad basándose en una nueva y asombrosa noción: que el espacio y el tiempo se deforman y se curvan. No es que la Tierra aprese la taza que resbala de nuestra mano y tire de ella hasta llevarla a un prematuro fin en el suelo. Antes bien, el planeta comba el entorno circundante y hace que la taza se deslice a lo largo de una rampa espaciotemporal que la dirige hacia el suelo. La gravedad, proclamó Einstein, se encuentra tallada en la geometría del universo.
En los cien años que han pasado desde entonces, físicos e historiadores han ido componiendo pieza a pieza un relato coherente pero complejo de su génesis [véase «Einstein y la invención de la realidad», por Walter Isaacson, en este mismo número]. En alguno de mis escritos para el gran público he tenido el placer de trazar el ascenso de Einstein, desde unas elegantes maniobras y unos pasos en falso hasta la cima final. Lejos de desmitificar sus saltos creativos, examinar con detenimiento aquel proceso solo añade más brillo a la extraordinaria novedad y abrumadora belleza de su propuesta.
El 6 de noviembre de 1919, cuatro años después de completar la relatividad general, numerosos periódicos de todo el mundo anunciaron con entusiasmo las recién publicadas mediciones astronómicas que establecían que las posiciones de las estrellas eran ligeramente diferentes de lo que predecían las leyes de Newton. Los resultados confirmaron triunfalmente la teoría de Einstein y, de la noche a la mañana, lo convirtieron en un icono: el hombre que derrocó a Newton y que, en el camino, situó a la humanidad un paso de gigante más cerca de las verdades eternas de la naturaleza [véase «Einstein, Lorentz, Eddington, Weyl y la relatividad general», por José Manuel Sánchez Ron].
Pero, además, Einstein era perfecto para la prensa. Aunque bizquease ante los focos y de labios afuera expresara un ardiente deseo de soledad, sabía cómo atraer el interés del mundo hacia sus misteriosos pero trascendentales dominios. Soltaba frases ingeniosas («Soy un pacifista militante») y gozaba interpretando el papel del genio de genios desconcertado. En el estreno de Luces de la ciudad, mientras las cámaras disparaban sobre la alfombra roja, Charlie Chaplin le susurró a Einstein algo así como: «La gente me aclama porque todos me entienden, y a usted, porque no le entiende nadie». A Einstein le sentaba bien aquel papel. Y el público, harto de la Primera Guerra Mundial, le recibió con los brazos abiertos.
Mientras Einstein planeaba sobre la sociedad, sus ideas sobre la relatividad, al menos en su versión más ampliamente divulgada, parecían concordar con otras convulsiones culturales. Si James Joyce y T. S. Eliot astillaban la frase, Pablo Picasso y Marcel Duchamp escindían el lienzo, y Arnold Schoenberg e Igor Stravinski hacían añicos la escala, Einstein rompió las amarras que hasta entonces habían atado el espacio y el tiempo a los modelos obsoletos de la realidad.
Algunos han ido más lejos y han presentado a Einstein como la inspiración central del movimiento vanguardista del siglo XX, el manantial científico que obligó a repensar la cultura. Aunque resulta romántico creer que las verdades de la naturaleza generaron una ola que barrió los polvorientos vestigios de una cultura atrincherada, nunca he encontrado pruebas convincentes que unan esas convulsiones a la ciencia de Einstein. Una interpretación errónea pero muy extendida de la relatividad —que elimina toda verdad objetiva— ha sido la responsable de que, numerosas veces, el ámbito de la cultura haya evocado de manera injustificada las teorías del físico alemán. Curiosamente, los gustos del propio Einstein eran poco originales: prefería a Bach y a Mozart antes que a los compositores modernos y renunció al regalo de un mobiliario de la Bauhaus porque le agradaba más el clásico y manido que ya poseía.
Con todo, es justo decir que a principios del siglo XX no faltaron las ideas revolucionarias, muchas de las cuales sin duda se entremezclaron. Y que, por supuesto, Einstein fue un gran ejemplo de cómo el abandono de las premisas tradicionales permite descubrir paisajes nuevos y arrebatadores.
Un siglo después, los paisajes revelados por Einstein siguen siendo sorprendentemente vibrantes y fértiles. De la relatividad general nació en los años veinte la cosmología moderna, el estudio del origen y la evolución del universo como un todo. Sin que mediara relación entre ellos, el matemático ruso Aleksandr Friedmann y el físico y sacerdote belga Georges Lemaître se valieron de las ecuaciones de Einstein para deducir la expansión del universo. En un principio Einstein se resistió a aceptarla, e incluso modificó sus ecuaciones a fin de que diesen cabida a un universo estático, para lo cual introdujo la vituperada constante cosmológica. Sin embargo, las observaciones posteriores de Edwin Hubble demostraron que las galaxias se alejaban unas de otras, tras lo cual Einstein recuperó sus ecuaciones originales y aceptó que el universo se hinchaba. Sin embargo, que el cosmos se expandiese significaba que en el pasado tuvo que ser cada vez menor, lo que implicaba que tuvo que partir de una mota primordial, un «átomo primigenio», como lo llamó Lemaître. Así nació la teoría de la gran explosión.
En los años que han pasado desde entonces, la teoría de la gran explosión se ha desarrollado de manera sustancial (hoy la versión más aceptada incorpora la hipótesis de la inflación cósmica) y, gracias a diversas mejoras, ha superado todo un abanico de pruebas observacionales. Una de ellas, que en 2011 sería reconocida con el premio Nobel de física, mostró que en los últimos 7000 millones de años el universo no solo se ha estado expandiendo, sino que lo ha hecho de forma acelerada. ¿La mejor explicación? Una gran explosión ampliada con una versión de la constante cosmológica que Einstein acabó desechando. ¿La lección? Tras esperar lo suficiente, incluso algunas de sus ideas que se juzgaron equivocadas acabarían resultando correctas [véase «Los errores de Einstein», por Lawrence M. Krauss, en este mismo número].
Otra de las grandes consecuencias de la relatividad general había sido derivada aún antes, en un análisis efectuado por el astrónomo alemán Karl Schwarzschild en el frente ruso durante la Primera Guerra Mundial. En los momentos en que no estaba calculando trayectorias balísticas para la artillería, Schwarzschild dedujo la primera solución exacta de las ecuaciones de Einstein. Esta describía la manera en que un cuerpo esférico, como el Sol, deformaba el espaciotiempo circundante. Como producto secundario, aquel resultado reveló algo peculiar: si un objeto cualquiera se comprime lo suficiente (en el caso del Sol, haría falta convertirlo en una esfera de unos tres kilómetros de radio), el espaciotiempo en sus inmediaciones se deformará hasta tal punto que cualquier cosa que se aproxime demasiado, incluso la luz, quedará atrapada. En lenguaje moderno, la solución de Schwarzschild mostró la posibilidad de que existiesen los agujeros negros.
En su momento la idea se consideró descabellada, una rareza matemática que muchos vaticinaron irrelevante para describir la realidad física. Pero son las observaciones, y no las expectativas, las que dictan qué es cierto y qué no. Hoy los datos astronómicos han establecido que los agujeros negros existen y abundan en el universo. Se encuentran demasiado lejos para que, al menos por ahora, podamos estudiarlos por medios directos, pero como laboratorios teóricos resultan indispensables. Desde que Stephen Hawking efectuase sus influyentes cálculos en los años setenta, los físicos se han ido convenciendo cada vez más de que la naturaleza extrema de los agujeros negros hace de ellos un campo de pruebas idóneo para ir más allá de la relatividad general y, en particular, para fusionarla con la mecánica cuántica [véanse «Geometría y entrelazamiento cuántico», por Juan Maldacena y «La prueba del agujero negro», por Dimitrios Psaltis y Sheperd S. Doeleman, en este mismo número]. De hecho, uno de los debates más vivos de la física teórica actual versa sobre cómo deberíamos interpretar la frontera de un agujero negro (el horizonte de sucesos) y su interior a la luz de la mecánica cuántica [véase «Agujeros negros y muros de fuego», por Joseph Polchinski; Investigación y Ciencia, abril de 2015].
Todo lo anterior demuestra que las razones para celebrar cien años de relatividad general van mucho más allá del interés histórico. La teoría de Einstein se encuentra estrechamente entretejida con las investigaciones más innovadoras de la física actual.
¿Cómo lo hizo Einstein? ¿Cómo logró tantas aportaciones de una importancia tan duradera? Aunque cabe descartar que el físico alemán fuese el inspirador del cubismo o de la música atonal, Einstein es la razón por la que hoy somos capaces de imaginar que alguien, en la privacidad de su mente y mediante un gran esfuerzo del pensamiento, pueda descubrir verdades cósmicas. Como científico Einstein fue sociable, pero sus grandes logros llegaron en solitarios momentos de inspiración. ¿Se debieron esas intuiciones a que su cerebro gozaba de una arquitectura poco común? ¿A una perspectiva inconformista? ¿A una tenaz e intransigente capacidad de centrarse en un problema? Quizá. Sí. Probablemente. Por supuesto, no lo sabemos. Podemos especular tanto como queramos sobre cómo alguien pudo llegar a tal o cual idea, pero lo cierto es que la intuición y el pensamiento están moldeados por influencias demasiado numerosas para poder analizarlas.
Si prescindimos de las hipérboles, lo mejor que podemos decir es que Einstein tenía la mente adecuada y vivió en el momento idóneo para abordar una serie de problemas físicos de gran profundidad. Sus numerosas pero relativamente modestas contribuciones en las décadas que siguieron al descubrimiento de la relatividad general dan a entender que, después, la oportunidad de ese particular nexo intelectual que puso al servicio de la física había pasado.
A la vista de todos sus logros y de su incesante legado, nos sentimos impelidos a considerar otra pregunta especulativa: ¿habrá algún día otro Einstein? Si nos referimos a otro supergenio que haga avanzar la ciencia a pasos agigantados, la respuesta es con toda seguridad afirmativa. En el medio siglo posterior a su muerte ha habido, sin duda, científicos de esa naturaleza. Pero si nos referimos a un supergenio admirado no por sus logros en el deporte o en el espectáculo, sino como apasionante ejemplo de lo que puede lograr la mente humana, entonces la pregunta habremos de hacérnosla a nosotros mismos. La respuesta dependerá de qué atributos juzgue nuestra civilización como más queridos.
Investigación Y ciencia
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