No sabemos cuándo fue el primer correo, pero sí sabemos que hubo uno. Sí sabemos que ocurrió al principio de 2010. Un oscuro editor de una oscura revista científica recibió un email. Lo firmaba Clare Francis.
En los siguientes meses y años, Clare Francis escribió muchos correos. Eran quejas escuetas. A veces, crípticas; a veces, cristalinas. Pero todas tenían algo en común: señalaban casos de fraude, manipulación y mala praxis científica. ¿Quién era Clare Francis?
Me llamo Francis, Clare Francis
Para 2011, Clare Francis era responsable de más de la mitad de solicitudes de investigación en las principales revistas científicas. En los siguientes tres años, Francis envió correos electrónicos a, al menos, cien editores. Según Diane Sullenberger, editora ejecutiva de PNAS, calculaba que ya por aquella época el 80% de las acusaciones las firmaba ella.
Para entonces ya era evidente que Clare Francis no existía. Tenía que ser un pseudónimo detrás del que se escondía alguien. Posiblemente, mucha gente. Y muchos intereses. Según explicaban los editores, Francis también era siempre sinónimo de frustración: muchas veces las acusaciones les llevaban a callejones sin salida. Otras no, claro. De ahí el debate.
Las motivaciones de Clare pasaron a primer plano. ¿Qué buscaba(n)? ¿Por qué enviaba(n) esos correos? ¿Por qué esparcía(n) rumores falsos? Muchos editores se cansaron. En 2011, Wiley, una de las grandes editoriales del mundo, respondió a una denuncia de Francis diciendo que no podía "garantizar que todas las denuncias anónimas que se nos envíen serán investigadas". Clare, fuera quién fuera, lo hizo público.
Síntomas de un mal mayor
En 2010, la psicología social se rompía en mil pedazos. Lo llamamos 'crisis de la replicación' porque fue ese el lugar donde vimos que todo empezaba a fallar: de repente, los estudios no se replicaban. No era solo un problema de la psicología, pero sus características particular la hicieron más frágil. Se trataba, ahora lo sabemos, de un síntoma.
En agosto de 2010, Ivan Oransky y Adam Marcus crearon el 'Retraction Watch', un blog que recopilaba todos los artículos científicos que se retractaban. Era un trabajo interesante: perseguir los estudios que se retiraban era muy difícil, pero era algo necesario. Oransky y Marcus iniciaron un trabajo poco agradecido, pero importante para la transparencia de la ciencia. Eran otro síntoma.
Como también lo era Clare Francis también lo era. No se entiende de otra forma que gran parte de las denuncias de plagio, fraude y mala praxis sean anónimas. A principios de la década, lo que teníamos entre manos era la tormenta perfecta: estudios que no se controlaban, denuncias que no se investigaban, retractaciones que no se publicitaban. ¿Qué podía salir mal?
La muerte de Francis
Todo, evidentemente. Cuando Francis hizo pública la carta de Roy Kaufman, el director legal de Wiley, aquello fue un escándalo. Seguramente, era uno de los escándalos que necesitaba la comunidad científica. Al principio, los correos de Clare se habían recibido con pavor en las redacciones. Al poco tiempo, como los anónimos se habían hecho muy abundantes y los falsos positivos habían crecido, nadie le hacía demasiado caso.
El escándalo de Wiley cambió todo eso, pero durante poco tiempo. Clare Francis estaba condenada morir. Las denuncias anónimas no son un buen sistema para controlar el fraude precisamente porque genera incentivos perversos. Pero este tipo de fenómenos son un termómetro muy preciso del estado de las comunidades donde nacen.
Las miles de denuncias de Francis se explican por intereses, sí; pero también por el miedo y la precariedad. Con el tiempo, la ciencia ha empezado a despertar y ha hecho algunos avances. Pocos. Hoy, sobre todo, Clare Francis es un recordatorio de todo lo que queda por hacer.
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