Hay una historia que cuenta Luciano de Samósata en la que Arquímedes, valiéndose del uso de espejos ustorios, quema las naves del general romano Marcelo. Parece ser que el ingenio de Arquímedes sembró el terror y la paranoia entre los soldados romanos y que cada vez que estos veían una cuerda o una viga desnuda, asociaban su imagen con un arma mortífera, fruto de la inventiva del científico griego. No era para menos.
Sin ir más lejos, Plutarco nos cuenta que Arquímedes empleó su ingenio para hundir barcos con toda suerte de proyectiles lanzados por máquinarias que fueron trabajadas a base de palancas y poleas. A decir de Plutarco, eran máquinas que Arquímedes “había diseñado e inventado como simples pasatiempos de geometría; de conformidad con el deseo y demanda del rey Hierón”. Con todo, Plutarco no hace alusión alguna al uso de espejos inflamables que incendiasen los navíos aprovechando la luz solar.
De igual manera, tampoco se hace alusión a los espejos ustorios en los escritos de Plinio el viejo o de Tito Livio, por lo cual, se ha supuesto que la historia de los espejos no es más que una fábula, producto de la mente fantástica de Luciano de Samósata, maestro de la sátira al que se le suele citar como el padre de la ciencia ficción.
A lo largo y ancho de la historia, el uso de los espejos inflamables por parte de Arquímedes ha sido puesto en duda por algunos hombres de ciencia, dando lugar a una extensa disputa que llega hasta nuestros días. Vamos a hacer la relación de experimentos empezando por Athanasius Kircher, que fue un jesuita alemán de espíritu enciclopédico.
Reconocido como uno de los científicos más importantes de la época barroca, Kircher se empeñó en demostrar que la historia que narraba Luciano de Samósata referida a Arquímedes era cierta y que Arquímedes incendió las naves de Marcelo con ayuda de los espejos inflamables. Para ello Kircher fue hasta Siracusa y demostró, con ayuda de cinco espejos, que se podía obtener una temperatura lo suficientemente alta para quemar las naves a una distancia de sólo treinta pasos.
Años después, en 1637, Descartes viene a decirnos en su Dióptrica algo así como que sólo los ignorantes pueden creer estas cosas pues quemar un barco a distancia con ayuda de espejos es materialmente imposible. Pero el Conde de Buffon, mostrando afinidad a la polémica, se empeñó en evidenciar lo contrario. Aprovechándose de su cargo como director de Le Jardin du Roi en Paris, el Conde de Buffon instaló un espejo ustorio gigante, consiguiendo que ardiera un leño situado a más de cincuenta metros. Posteriormente repitió el experimento y quemó una casa entera.
Ya en el siglo pasado, en 1973, el ingeniero griego Ioanis Sakka utilizaría como espejos una réplica de los escudos griegos utilizados en la segunda guerra púnica y que recubrió con una capa de bronce. Situándolos a cincuenta metros de distancia, consiguió incendiar la maqueta de una nave griega. Pero en 1977, el físico y matemático británico Dennis L. Sims , apoyándose en los trabajos de la British Fire Station acerca de la cantidad de energía suficiente para quemar una madera, demostró en un artículo que Arquímedes no poseía los medios para construir espejos que concentrasen la energía solar con finalidad bélica.
El asunto de los espejos de Arquímedes no acabaría aquí pues, llegando hasta nuestro siglo, un grupo de estudiantes del Instituto tecnológico de Massachusetts, en el año 2005, experimentaría de nuevo con espejos, proyectando la luz solar sobre la maqueta de un barco de la cual brotaron las llamas sólo en una parte. El incendio se consiguió cuando el barco estuvo inmóvil alrededor de diez minutos, lo que viene a demostrar que fue imposible que Arquímedes utilizase los citados espejos.
Con todo, la interpretación de los hechos acontecidos en Siracusa va a ser lo único que resuelva las contradicciones entre lo fabuloso y lo real. Por ello, llegados aquí, es fácil interpretar que, gracias al ingenio de Arquímedes, se acabaron quemando las naves de Marcelo con flechas de llamas o bolas de fuego lanzadas por ingeniosas maquinarias iguales a las que contaba Plutarco y que además de hundir los barcos, los incendiaban
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