Lo de las plumas y los dinosaurios es, por decirlo de alguna manera, una historia complicada. Los primeros indicios de que esos gigantescos bichos estaban emplumados datan de 1864; sin embargo, a nadie le importó demasiado. Y, en el fondo, esa es la explicación de que en nuestra cabeza un velocirraptor se parezca más a un lagarto asesino que a un pollo desbocado.
Un problema de imaginación. Porque, al principio, fue un problema de (falta de) imaginación. Basta con echarle un vistazo a las enormes esculturas de dinosaurios que instaló el gobierno británico en la nueva localización del 'Crystal Palace' de Londres en 1854 para ver que, por muy rigurosos que trataran de ser aquellos protopaleontólogos (y, por lo que sabemos, Benjamin Waterhouse Hawkins y Richard Owen lo intentaron), su trabajo se resumía en coger los huesos del registro fósil (los pocos que había) y ordenarlos como podían. A menudo, con otro animal vivo en mente.
A nadie se le pasó por la cabeza que esos enormes conjuntos de huesos tuvieran nada que ver con los pájaros y, por ende, a nadie se les ocurrió que eso de las plumas tuviera el menor de los sentidos. De hecho, no fue hasta que en las últimas dos décadas, las especies de dinosaurios emplumados empezaran a ser cada vez mayores en número cuando empezamos a tomarnos en serio el debate. Ahora, con muchos más descubrimientos encima de la mesa, es un debate superado.
Sí, los dinosaurios tuvieron plumas (o algo así). Es verdad, que no todos las tenían, pero la evidencia de los tejidos blandos de los últimos años ha roto con la imagen monolítica que teníamos de ellos. La discusión, ahora, tiene más que ver con cómo eran esas plumas.
Una extinción y yo con estas... ¿plumas? En el caso de los pterosaurios, por ejemplo, se ha debatido mucho si sus "pelajes esponjosos" (unas fibras similares a pelos llamadas 'picnofibras') característicos eran o no verdaderas plumas. Hoy se publica en 'Nature' un estudio de Maria McNamara, Aude Cincotta y su equipo en el que se analiza una cresta craneal muy bien conservada de un pterosaurio que vivió hace 113 millones de años en Brasil.
Y precisamente ahí han encontrado dos tipos de "plumas": unos monofilamentos pequeños y no ramificados, por un lado; y unas estructuras ramificadas más grandes que tienen un parecido bastante importante con las plumas de las aves modernas. A la luz de esto: la reconstrucción del Tupandactylus imperator es realmente sorprende.
Y más allá de lo visual, se trata de un hallazgo fundamental para ordenar evolutivamente la historia del plumaje, es cierto. Pero, aún y con todo, eso no es lo más interesante. Si nos hubiéramos quedado ahí, nos hubiéramos perdido una pieza clave.
Cuando las plumas no servían para volar. Lo más interesante es que en esa misma cresta craneal han podido examinar las estructuras productoras de pigmento (melanosomas) que tenían esos pterosaurios. Por su forma, todo parece indicar que proporcionaban color a las plumas de la misma forma que lo hacen las aves en la actualidad.
Y digo que es lo más interesante porque, aunque parece claro que en estos animales las plumas no se usaban para volar, sí es cierto que parecen tener una función clara de comunicación visual. Hablamos de una clave interpretativa que alumbra el origen y la selección de las plumas. Y resulta curiosísimo que el origen del plumaje sea realmente ese ('colorear' los animales) y que solo más tarde ganara sentido a nivel práctico. Toda una oda de la Naturaleza a la (aparente) inutilidad.
Imagen | Bob Nicholls
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