Publicado por José Manuel Sánchez Ron
Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº3 especial Verne y su tiempo
(Viene de la primera parte)
París, la «capital del mundo»
Tratándose de Julio Verne y de la ciencia, no hay mejor lugar por el que empezar que por París, en tiempos «la capital del mundo», o una de sus capitales (del mundo y de la ciencia), la ciudad en la que Verne, que nació en Nantes, se instaló por primera vez en 1847 y en la que vivió la mayor parte del tiempo hasta que en 1872 se marchó a Amiens, donde había nacido su esposa. París, la ciudad que le ha honrado dando su nombre a una calle, la rue Jules Verne, la ciudad en la que todavía se pueden visitar algunas librerías especializadas en primeras ediciones de sus libros (mi favorita es la Librairie Monte Cristo, en el 5, rue de l’Odéon). París, la ciudad en la que trabajaron algunos de mis científicos más queridos: Lavoisier, Laplace, Claude Bernard, Louis Pasteur —cuyo Instituto y maravillosa tumba en uno de los sótanos no visitaré esta vez—, Henri Poincaré o los Curie.
No hay, por supuesto, imagen más asociada a París que la Torre Eiffel. Es su símbolo. En mi viaje imaginario con Verne en la memoria, la visitó una vez más. En esta ocasión hago lo que antes no hice: subir al segundo piso, donde he reservado una mesa para comer en el restaurante «Jules Verne». Mientras como, pienso si Verne viajaría de Amiens a París para estar presente el día, el 31 de marzo de 1889, que se inauguró aquel mastodonte de 330 metros, construido para la Exposición Universal que se celebró aquel año, una exposición planeada para celebrar el centenario de la Revolución francesa. ¿Sería, al menos, uno de los 32 millones de personas que la visitaron? ¿Conocería al ingeniero Gustave Eiffel que ideó la torre? De lo que estoy seguro es de que, si la visitó alguna vez, se debió emocionar cuando descubriera, grabados en los pretiles de la primera línea de balcones, justo encima del primer arco, 72 nombres de científicos (18 por fachada), entre los que figuran algunos a los que, supongo, respetó especialmente: Lavoisier, Laplace, Lagrange, Cauchy, Coulomb, Coriolis, Arago, Le Verrier, Foucault o Gay-Lussac.
Mientras permanezco en el Campo de Marte, la zona donde está ubicada la Torre Eiffel, recuerdo un acontecimiento al que sin duda Verne, el autor de Cinco semanas en globo, habría deseado asistir, uno que tuvo lugar el 27 de agosto de 1783. Aquel día, imitando pruebas anteriores realizadas por los hermanos Joseph-Michely Jacques-Étienne Montgolfier, un profesor de Física, Jacques Césare Charles, soltó un globo relleno de hidrógeno, sin ningún pasajero. Entre los espectadores que asistieron a aquella demostración se encontraba nada más y nada menos que uno de los cinco hombres que, en 1776, habían redactado la Declaración de Independencia, de la que nació Estados Unidos: Benjamin Franklin.
Una vez preparada la Declaración de Independencia, el polifacético Franklin (fue impresor, editor, político, diplomático, inventor y muy notable científico) se trasladó a París —donde permaneció hasta 1785— como una especie de embajador de la nueva nación en ciernes; de lo que se trataba era de obtener el apoyo francés, sin el cual era difícil pensar que pudieran prosperar los deseos revolucionarios de las colonias inglesas norteamericanas. Unos meses después de haber presenciado la prueba de Charles, el 6 de noviembre, Franklin escribió una carta al presidente de la Royal Society de Londres el botánico sir Joseph Banks, dándole cuenta de lo que había visto:
El miércoles 27, el Sr. Charles, profesor de Filosofía Experimental en París, repitió el nuevo experimento aerostático, inventado por los Sres. Montgolfier de Annonay.
Con lo que en Inglaterra se llama seda aceitosa, y aquí Tafetán gommée, se formó un globo hueco de 12 de pies de diámetro, habiendo sido impregnada la seda con una solución de goma elástica en, como se dice, aceite de linaza. Las partes se pegaron con la goma mientras estaban húmedas, y parte de esta se pasó después por las junturas, para hacer que fuese lo más hermético posible.
Después se lo rellenó con gas inflamable que se produjo echando aceite de vitriolo sobre limaduras de hierro, hasta que se vio que tenía una tendencia a ascender tan fuerte como para poder levantar un peso de 39 libras, además de su propio peso, que era de 25 libras y del peso del aire que contenía.
Se le llevó temprano por la mañana al Campo de Marte, un lugar en el que a veces se realizan revistas militares, en la parte que se halla entre la Escuela Militar y el río. Allí se le mantuvo abajo sujetándolo con una cuerda, hasta las 4 de la tarde, cuando se dejó que se elevase, pero manteniéndolo aún atado a tierra. Antes de esa hora, se tuvo cuidado de reemplazar la parte de gas inflamable, o de su fuerza, que se había perdido, inyectando más.
Se supone que se reunieron no menos de 50 000 personas para ver el experimento. El Campo de Marte estaba rodeado de multitudes y había un gran número de personas en el lado opuesto del río.
A las 5 en punto se avisó a los espectadores disparando dos cañones, y se cortó la cuerda. Y se vio al globo elevarse. Hacía un poco de viento, pero no era muy fuerte. Lo había mojado algo de lluvia, de manera que relucía, dándole una apariencia agradable. Disminuyó en su tamaño aparente según iba elevándose, hasta que penetró en las nubes, cuando me pareció apenas mayor que una naranja, y pronto se hizo invisible, al ocultarlo las nubes.
La multitud de disgregó, todos muy satisfechos y muy felices con el éxito del experimento, y entreteniéndose con conversaciones sobre las posibles aplicaciones que se le puede dar, algunas de las cuales eran muy extravagantes. Pero posiblemente abra el camino a algunos descubrimientos en filosofía natural que ahora no imaginamos.
Abandono el Campo de Marte y me dirijo a uno de mis lugares favoritos en París, aunque, después de la profunda remodelación que sufrió en la década de 1990, ya no lo es tanto, no importa que ahora sea más «didáctico» y esté más ordenado: el viejo Conservatoire des Arts et Métiers (Conservatorio de Artes y Oficios), hoy Musée des Arts et Métiers. Fundado a iniciativa del abad constitucional Henri Grégoire, que logró que la Convención decidiera el 10 de octubre de 1794 crear un «depósito público de maquinas, modelos, utensilios, diseños, descripciones y libros de todas las clases de artes y oficios», se escogió como sede el antiguo priorato benedictino de Saint-Martin-des-Champs. No me extrañaría que Verne hubiera pasado muchas horas y días en este Conservatoire, deteniéndose, por supuesto, en su famoso péndulo de Foucault, que cuelga de la bóveda y sirve para demostrar la rotación de la Tierra, pero dedicándose sobre todo a estudiar la maravillosa y apelotonada colección de instrumentos y aparatos científicos y tecnológicos (en torno a 80 000), con la idea de que alimentasen su imaginación. El laboratorio de Lavoisier, el gabinete del abad Nollet, el aparato fotográfico de Daguerre, los relojes marinos de Ferdinand Berthoud, astrolabios, máquinas de vapor, autómatas y mil artilugios más, coparían la atención y el tiempo de Verne.
Del Conservatoire-Musée, atravesando el Sena por la isla de la Cité y contemplando una vez más la impresionante fachada de la catedral de Notre Dame, mientras subo por el boulevard Saint-Michel, paso delante de la Sorbona. Pero no es ese mi destino, sino el Panthéon. En otro tiempo iglesia de Sainte-Geneviève, en 1791 la Asamblea Constituyente la convirtió en un monumento destinado a «recibir a los grandes hombres de la libertad francesa», destino que inauguró aquel mismo año Honoré Gabriel Riquetti, conde de Mirabeau, quien no obstante su condición aristócrata fue un revolucionario, aunque no tan puro como parecía: en 1794 su cuerpo fue retirado del Panthéon cuando se descubrieron los papeles del armario de hierro de Luis XVI, que probaban la familiaridad de Mirabeau con los reyes y que había percibido una pensión del soberano.
En cualquier caso, no le duró mucho al Panthéon el estatus que planearon los revolucionarios, ya que en 1806 Napoleón, el gran traidor de la Revolución francesa, lo devolvió al culto católico. Finalmente, en 1885, con ocasión del funeral de Victor Hugo el antiguo templo recuperó la función que le había sido asignada en 1793, ahora enunciada como aux grandes hommes la Patrie reconnaissante («la patria en reconocimiento a los grandes hombres»). Supongo que Verne visitaría este templo civil y laico, y que se detendría ante las tumba de Lagrange, el único científico que en su tiempo reposaba allí. Le habría agradado saber que ahora hay más, que la ciencia que él amó está representada por Marcellin Berthelot, Paul Painlevé, Paul Langevin, Jean Perrin, Gaspar Monge, Condorcet y el matrimonio Pierre y Marie Curie. Debió saber, asimismo, que aprovechando la altura del domo del edificio, en 1851 Leon Foucault hizo una demostración con su péndulo (un cable de 67 metros de longitud, del que colgaba una bola de hierro de 28 kilogramos).
Animado tras contemplar la tumba de Marie Curie, la única mujer enterrada entre «los grandes hombres de la patria», me dirijo al Institut Curie, situado muy cerca, en el 26 de la rue d’Ulm. Establecido en 1970, a partir de la fusión de dos organismos creados en vida de Marie Curie, el Instituto del Radio y la Fundación Curie, en él aún es posible visitar las salas en las que vivió y trabajó Marie. No recuerdo que Verne hablase de la radiactividad en alguna de sus novelas, y sin embargo, debió saber que Henri Becquerel la había descubierto en 1896, en París, y también que dos años después Marie y Pierre Curie encontraron dos nuevos elementos radiactivos a sumar al uranio, el polonio y el radio. Cuando en 1903, Becquerel y los Curie recibieron el Premio Nobel de Física, la radiactividad llegó a los periódicos: «No conocemos a nuestros científicos», se escribía en La Liberté del 15 de noviembre, «son los extranjeros los que nos los descubren».
Seguramente fue entonces cuando Verne descubrió la radiactividad y a los Curie, pero ya era un hombre mayor: falleció pronto, el 24 de marzo de 1904, con 76 años. Es una pena que no pudiese incorporar el hallazgo de la radiactividad a sus historias, que no la utilizase, por ejemplo, como medio de propulsión para el Nautilus de Veinte mil leguas de viaje submarino (1871) y de La isla misteriosa (1875), donde, por cierto, el submarino terminó sus días, en una cueva de la isla Lincoln, enterrado junto al capitán Nemo como consecuencia de la tremenda explosión volcánica que destruyó la isla.
Por cierto, aquellos que deseen profundizar en la historia de la radiactividad, visitando al mismo tiempo centros científicos parisinos, pueden ir al magnífico Muséum National d’Histoire Naturelle, ubicado en el Jardin des Plantes (Jardín Botánico), 36 rue Geoffroy Saint-Hilaire. Becquerel, como su padre y su abuelo, ocupaba una de las cátedras del Muséum y allí, en la dependencia que en el pasado había ocupado el gran naturalista Georges Cuvier, a la que se accede por la rue Cuvier, descubrió la radiactividad.
Debería, lo sé, continuar visitando otros lugares de París: por ejemplo, el Palais de la Découverte, creado para popularizar la ciencia por Jean Perrin, entonces secretario de Estado para la Investigación, que abrió sus puertas para la Exposición Universal de 1937, y también, claro, el Observatoire (entre la avenida Denfert-Rochereau, el bulevar Arago y los calles Cassini y Faubourg Saint-Jacques), el hogar parisino de la astronomía, la ciencia que tanto amó y utilizó Verne. Al menos, debería pasear por algunas de las innumerables calles dedicadas a científicos (no hay en el mundo ciudad más generosa con la ciencia que París); por las calles Descartes, Galileo, Newton, Huygens, Bernoulli, Euler, Fermat, d’Alembert, Lavoisier, Saint-Hilaire, Laplace, Lagrange, Buffon, Cuvier, Volta, Ampère, Gay-Lussac, Faraday, Darwin, Cauchy, Poincaré o Maurice y Louis de Broglie, por los bulevares Arago o Pasteur, por la avenida Edison, por la plaza Jean Perrin. Son tantos los lugares que avivan la memoria y el corazón del amante de la ciencia, que es imposible cumplir con siquiera una mínima parte. No hay tiempo para tanto.
Antes de abandonar esta vieja y maravillosa capital del mundo y de la ciencia, me paro a pensar —lo hago siempre que vengo aquí— cuántos medallones Arago he visto en esta visita. Los «medallones Arago», de bronce y 12 centímetros de diámetro, se extienden por el suelo de París siguiendo la traza del meridiano que pasa por el centro del Observatorio y que determina el eje de simetría del edificio, atravesando toda Francia, desde Dunkerque a Perpignan. Hasta que en 1884 fue destronado por el de Greenwich (Londres), para marinos, geógrafos y viajeros el meridiano de París constituyó el origen para establecer las longitudes. Su determinación, obra de los astrónomos Jean Picard y de los Cassini, padre (Jean-Dominique) e hijo (Jacques), comenzó en 1669 y terminó en 1718, siendo ampliada, por orden de la Convención, a partir de 1792 por Jean Baptiste Joseph Delambre y Pierre Méchain, con nuevas medidas entre Dunkerque y Barcelona, y posteriormente, 1806, por François Arago y Jean Baptiste Biot, encargados de prolongar el meridiano hasta las islas Baleares. Lo que la Convención quería era establecer, como medio de evitar abusos, un sistema universal de medidas, definir, en particular, el metro.
A iniciativa de la Asociación Arago, y con el apoyo del Estado y de la Villa de París, se decidió honrar la memoria de François Arago (1786-1853). Fue el artista neerlandés Jan Dibbets quien concibió un «monumento imaginario realizado sobre la traza de una línea imaginaria». La idea de este «monumento imaginario» se concretó en 1994 con una serie de medallones que se fijarían en diversos lugares del suelo de París a lo largo de la línea de su meridiano, cada uno con el nombre «ARAGO», una «N» señalando el norte y una «S» marcando el sur. Existen 120 de estos medallones. Es entretenido, e instructivo, buscarlos. En el Jardín de Luxemburgo, por ejemplo, entre la rue Auguste Comte y el Senado, hay diez; en diversos lugares de la avenida del Observatoire (en el número 4 está la Facultad de Farmacia) se hallan tres; en el Boulevard Saint Germain, delante de los números 125-127 y 152, se pueden encontrar dos; apropiadamente, en el pedestal de la estatua de Arago, en la esquina del Boulevard Arago y la plaza de l’Île.de-Sein, hay seis; y en la Cité Universitaire (donde está el colegio de España) se instalaron diez. Desgraciadamente, como he dicho la idea y su materialización son posteriores a Verne. Si hubieran existido en su tiempo, tal vez habría disfrutado paseando por París en su búsqueda. Entre otras razones porque alguna relación tuvo Julio con la familia Arago: Jacques Arago, explorador y hermano de François, le ayudó en sus estudios de astronomía, física, química y transportes.
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