La pandemia de covid-19, surgida a principios del año 2020, nos afectó a todos de múltiples maneras. También al colectivo de personas que nos dedicamos a la investigación. Muchos nos preguntamos qué podíamos hacer para contribuir a resolver ese tremendo problema sanitario a nivel planetario que progresaba sin control mientras se estaban desarrollando las primeras vacunas contra la covid-19 –que, recordemos, no estuvieron listas hasta finales de ese año–.
En enero de 2020 había muy pocos especialistas en el coronavirus SARS-CoV-2, pero surgieron por doquier propuestas para desarrollar nuevas vacunas e iniciativas innovadoras para investigarlo, detectarlo o combatirlo. Algunas de ellas, gestadas también en nuestro centro, el Centro Nacional de Biotecnología (CNB-CSIC).
¿Qué podíamos hacer nosotros? Mi laboratorio está especializado en genética, en enfermedades raras, en el desarrollo de modelos animales por edición genética con las herramientas CRISPR-Cas. Y mientras hablaba con Miguel Ángel Moreno Mateos, biólogo del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo (CABD), se nos ocurrió una idea que parecía estupenda, imbatible, destinada a funcionar sí o sí: usar los sistemas CRISPR para cortar el genoma del coronavirus y, así, lograr inactivar este agente infeccioso
Partíamos de que, aunque la mayoría de las herramientas CRISPR-Cas que conocemos cortan ADN guiadas por una pequeña molécula de ARN, también existen otros sistemas CRISPR-Cas que cortan ARN. Feng Zhang fue quien primero las descubrió y describió, llamándolas Cas13 e imaginando su aplicación en estrategias de diagnóstico genético.
Los sistemas CRISPR-Cas13 cortan moléculas de ARN guiadas, a su vez, por otra molécula de ARN. Dado que el genoma del coronavirus SARS-CoV-2 es una molécula de ARN, parecía sencillo: blanco y en botella.
Unas tijeras prometedoras
La idea de usar los nuevos sistemas CRISPR-Cas13 para cortar el genoma del coronavirus parecía buena. Pero no fuimos los únicos a quienes se les ocurrió. Esto sucede mucho en ciencia: somos muchos manejando la misma información y es natural que lleguemos a conclusiones similares más o menos a la vez.
En este caso, investigadores de Harvard y de Stanford plantearon o llevaron a cabo experimentos similares. Se postulaba el uso de la nucleasa Cas13d, la más específica de las Cas13 sobre el papel, para cortar únicamente el ARN del coronavirus, dejando intactos el resto de ARN mensajeros de las células. Explicamos públicamente el experimento antes de realizarlo, algo poco común antes de la pandemia.
Nuestro laboratorio, con Almudena Fernández como experta, tenía experiencia en los sistemas CRISPR, pero ni somos virólogos ni tampoco conocíamos en detalle el funcionamiento de los nuevos sistemas CRISPR-Cas13d. Por eso trabajamos con otros dos laboratorios –liderados uno por Dolores Rodríguez y Fernando Almazán, virólogos expertos y capaces de trabajar con el coronavirus SARS-CoV-2 en las condiciones de bioseguridad adecuadas, y el otro por Miguel Ángel Moreno Mateos, quien junto a Ismael Moreno, eran expertos en Cas13d y en el modelo animal de pez cebra, usado para validar los reactivos CRISPR– en un proyecto de investigación colaborativo que aportara novedades frente a lo que ya se había hecho.
Optamos por las ribonucleoproteínas (RNP). Apostamos por administrar a las células infectadas con el coronavirus un complejo RNP, formado por la proteína Cas13d y una molécula guía de ARN dirigida a las zonas del genoma del coronavirus que estuvieran más conservadas. Así intentábamos asegurarnos de que esta aproximación seguía siendo válida para todos los diferentes coronavirus que iban sucediéndose a medida que este virus iba evolucionando durante la pandemia.
Aprovechando datos de estudios previos publicados por el grupo de Stanford, decidimos diseñar guías contra las regiones evolutivamente más conservadas del genoma del coronavirus, los genes RdRP y N, que codifican dos proteínas del virus, la polimerasa y la nucleoproteína, respectivamente.
Conseguir financiación tampoco fue fácil
Durante la primavera confinada de 2020, enviamos nuestra propuesta científica colaborativa a diversas agencias, fundaciones, instituciones y administraciones con la esperanza de que alguien nos financiara este proyecto de investigación. Nadie nos financió. No lo entendíamos. Nos parecía un proyecto novedoso e innovador.
Llamamos a muchas puertas, a muchas instituciones y fundaciones, sin éxito, hasta que remitimos nuestra propuesta a la Plataforma de Salud Global del CSIC, que finalmente seleccionó y financió nuestra idea con una modesta cantidad de dinero.
Poco antes del verano de 2020 pudimos ponernos manos a la obra y desarrollar nuestro proyecto de investigación colaborativa, que se unió a los muchos que ya se estaban desarrollando en el CNB.
Encallados
El proyecto tenía varias fases y estaba ideado para aprovechar las fortalezas de todos los laboratorios implicados. Parecía un proyecto destinado a triunfar. ¿Qué podía salir mal?
Pues un montón de cosas, como pudimos comprobar con el paso del tiempo. No hay proyectos sencillos. La biología siempre es más complicada de lo que uno imagina. Y cuando uno cree (ingenuamente) dominar todos los parámetros de un proyecto, siempre surgen aspectos inesperados que obligan a variar las estrategias iniciales y a explorar otros caminos, inicialmente no previstos. Así es la ciencia. Lo llamamos método científico.
Nos encontramos con problemas que no por sabidos dejaron de sorprendernos, y nos obligaron a investigar alternativas. El principal escollo al que nos enfrentamos fue decidir qué método o estrategia usaríamos para introducir los complejos de RNP (Cas13d + guía ARN) dentro de las células infectadas con los virus. Este proceso se conoce habitualmente como transfección. Para que los resultados fueran exitosos, debía producirse de forma robusta, reproducible y significativa, siendo capaces de transfectar un gran número de células.
Pero no ocurrió así. En ese paso, nos encallamos. No conseguimos introducir los sistemas CRISPR en las células en una proporción suficiente para que pudieran digerir los genomas de los coronavirus de forma significativa.
Lo que siguió fue un carrusel de pruebas de todo tipo para explorar sistemas de transfección alternativos, a partir de nuevas colaboraciones establecidas con científicos de diferentes instituciones del país, a cual más original, innovadora y prometedora. Pero esas múltiples pruebas también resultaron infructuosas. Nada funcionó. En alguna ocasión conseguimos una reducción algo importante en el número de virus, pero no fuimos capaces de reproducir este mismo resultado cuando repetimos el experimento.
Finalmente, en diciembre de 2022, dos años y medio después de haberlo iniciado, y tras varias prórrogas solicitadas al CSIC para seguir ejecutando el proyecto, decidimos ponerle punto final, sin haber obtenido los resultados esperados.
Los experimentos no siempre salen como uno espera
Efectivamente, los experimentos no siempre salen como uno espera. Esta es la parte con menos glamur de la ciencia. Nos encanta contar los éxitos, cuando los experimentos producen resultados espectaculares, y ocupan portadas de revistas y prensa. Pero por cada uno que produce estos resultados tan positivos hay muchos más que no funcionan según lo previsto, muchos más que no ven la luz y se archivan en un cajón.
Para muestra, un botón: nuestro proyecto para pararle los pies a la covid-19 se topó con un muro infranqueable que no logramos superar. Ni nosotros ni, por cierto, ningún otro laboratorio en el mundo –lo cual no sé si nos consuela, pero quizá explique la gran dificultad a la que nos enfrentábamos–.
La entrega de estos complejos proteicos con ARN a las células, las RNP con Cas13, sigue siendo el talón de Aquiles, el principal caballo de batalla.
Estamos todavía lejos del uso de la tecnología CRISPR como tratamiento antiviral.
Este artículo es una versión de otro artículo publicado por Lluís Montoliu en su blog GENÉTICA