A lo largo de la historia moderna algunos científicos han cruzado la línea de la moralidad (unos solo un poco y otros la han perdido de vista) con la excusa de la investigación científica. ¿Realmente el fin justifica los medios?
Harry Frederick Harlow
En los años 70 utilizó bebés de macacos rhesus para provocarles depresión clínica. Durante 6 semanas dejó a los bebés rhesus en una jaula vertical de paredes resbaladizas, bautizada por el propio Harlow como el “agujero de la desesperación”. Un nombre absolutamente merecido pues a los pocos días los pobres macaquitos se acurrucaban quietos en una esquina. Al ser liberados mostraban inadaptación social y un comportamiento violento; la mayoría no se recuperaban jamás. Estudios de este estilo se realizaron con profusión entre los 1940 y 1960, sobre todo en uno de los centros de investigación con primates más importantes del mundo, el Yerkes National Primate Research Center de Atlanta (EEUU). La crueldad de sus estudios de privación es palmaria.
Por ejemplo, se mantenía durante casi tres años a chimpancés recién nacidos en un ambiente de total oscuridad mientras que a otros se les colocaba fundas en pies y manos para impedir su manejo durante dos años. Harlow y los científicos de Yerkes también realizaron experimentos de privación maternal donde sustituían a la madre por diabólicos dispositivos: cuando el bebé se garraba a lo que creía que era su madre, la "sustituta" se enfriaba, o aparecían púas por su "piel" o empezaba a mecerse con tal fuerza que los bebés chimpancés salían despedidos. ¿Realmente fue necesaria tanta crueldad para demostrar lo evidente, que si a un animal social se le priva de compañía aparecen comportamientos patológicos?
Wendell Johnson
En enero de 1939 este psicólogo norteamericano comenzó un infame experimento con 22 huérfanos de entre 5 y 15 años en Davenport, Iowa. Nadie informó a los chicos del Hogar para Huérfanos de Soldados de Iowa de lo que Johnson y su estudiante de doctorado Mary Tudor iban a hacer: convertirlos en tartamudos. Para ello los dividieron en dos grupos: uno era el de control, al que Tudor dio unas sesiones de terapia positiva, alabando su forma de hablar; a los del otro grupo se le criticaba cada pequeña imperfección de su habla, espetándoles que eran unos tartamudos incorregibles. De este modo Johnson pretendía probar su hipótesis del origen de la tartamudez: “está en el oído de los padres y no en la boca del niño”. Bautizado como el “estudio monstruo”, no produjo los resultados esperados y lo único que quedó de aquel experimento fue la tesis doctoral de Mary Tudor y los efectos psicológicos negativos creados gratuitamente en un grupo de chavales. Johnson jamás se tomó la molestia de deshacer los problemas psicológicos que les había creado. Un ejemplo del si te he visto no me acuerdo.
John C. Cutler
En 1932 la sección de enfermedades venéreas del Servicio Público de Salud estadounidense creó un grupo de estudio cuyo objetivo era monitorizar a un grupo de afroamericanos con sífilis no medicada durante 9 meses máximo. Y lo que iba a ser un estudio a corto plazo se convirtió en el más largo de la historia clínica: 40 años. Los investigadores reclutaron a 600 aparceros afroamericanos del condado de Acon, en Alabama, de los cuales 399 habían contraído la sífilis.
Los médicos, entre los que se encontraba Cutler, les informaron que iban a ser tratados de “mala sangre” de forma gratuita y que, además, se les iba a proporcionar comida los días que fueran examinados en el hospital del Instituto Tuskegee, que educaba a los jóvenes afroamericanos. También se les dijo que si morían el gobierno correría con los gastos del entierro, siempre y cuando aceptaran que les hicieran una autopsia. No es de extrañar que en las condiciones de extrema pobreza en que vivían estos hombres aceptaran sin pestañear. La realidad, de la cual nunca les informaron, es que les iban a dejar morir de sífilis para entender la evolución en todas sus fases de la enfermedad entre los afroamericanos.
Pero la falta absoluta de empatía de Cutler no se detuvo aquí. Entre 1946 y 1948, bajo su dirección y en colaboración con altos cargos gutemaltecos, se infectó deliberadamente de sífilis a 1500 personas entre soldados, reclusos y pacientes de los psiquiátricos de este país centroamericano. Para ello usaron prostitutas ya contagiadas e inyecciones directas del patógeno. El estudio contaba con la aprobación del Consejero Nacional de Sanidad del gobierno estadounidense. Si en el caso de Tuskegee los médicos no tuvieron conciencia de estar realizando algo moralmente reprobable, aquí los médicos implicados sí eran conscientes de ello, pues lo mantuvieron en secreto y jamás publicaron los resultados.
Josef Mengele
El uso de cobayas humanos en todo tipo de crueles experimentos no fue patrimonio exclusivo de los médicos nazis durante la II Guerra Mundial. Los soviéticos estuvieron haciendo lo propio en su Kamera desde 1921, una instalación de los servicios secretos soviéticos destinada a probar diferentes compuestos venenosos puntualmente administrados a los prisioneros de los Gulag. Por supuesto, su objetivo era la guerra química y bacteriológica y no la locura pseudogenética de Josef Mengele, el ángel de la muerte de Auschwitz, y su obsesión por demostrar genéticamente la supremacía de la “raza” aria. Experimentó con gemelos, a los que sometió a torturas como querer cambiarles el color de los ojos inyectándoles distintos reactivos químicos o coserlos para crear siameses. Los científicos nazis usaron prisioneros judíos para comprobar los límites de la resistencia humana: los introducían en tanques de agua helada durante tres horas, los encerraban en cámaras de baja presión para simular condiciones de gran altitud, sufrían vivisecciones y trasplantes de huesos sin anestesia.
El 9 de diciembre de 1946 se celebró en Nuremberg el “Juicio de los Médicos”, donde se juzgó a 31 criminales de guerra nazis por experimentar con humanos. Fueron condenados a muerte 22 de ellos.
Shiro Ishii
Ishii fue director del programa de armas biológicas japonés desde 1930. En 1936 se creó el Departamento de Prevención de Epidemias y Purificación de Agua, que sería más conocido como Unidad 731. Se estima que entre 1936 y 1942 de 3 000 a 12 000 hombres, mujeres y niños fueron mutilados, torturados y asesinados en pos de la investigación biomédica.
La barbarie alcanzó cotas inconcebibles: expusieron a los prisioneros a gas venenoso, les administraban descargas eléctricas para observar qué le sucedía al cuerpo, amputaban las extremidades para estudiar la pérdida de sangre, les quitaban parte del cerebro, los pulmones, el hígado, el estómago o unían el esófago directamente con los intestinos para estudiar cómo evolucionaban. Entre toda esta muestra de salvajadas resaltan las vivisecciones, que en la mayoría de las ocasiones se hacían sin anestesia. Incluso experimentaron con niños. Una de estas operaciones consistió en viviseccionar dos niñas adolescentes para quitarles el hígado, los riñones y el útero mientras estaban vivas. Solo cuando les sacó el corazón murieron. Según se confesaron algunos médicos japoneses, estos actos se hacían para mejorar sus conocimientos de anatomía.
Las atrocidades cometidas por los miembros de la Unidad 731 superaban con mucho a las de Mengele y sus adláteres, pero no se juzgó a ninguno de ellos. Shiro Ishii fue detenido por los norteamericanos y no tardó en negociar su inmunidad y la de su equipo a cambio de los archivos de sus investigaciones. El trato con el carnicero se cerró en 1948 y gracias a la protección del gobierno norteamericano vivió tranquilamente hasta 1959.
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