viernes, 30 de agosto de 2024

martes, 27 de agosto de 2024

Cómo reconocer la labor de los que nos preceden: el ejemplo de Plinio el Joven tras el desastre del Vesubio

 Acaban de cumplirse 1 945 años de una de las catástrofes naturales más recordadas de todos los tiempos: la erupción del Vesubio, acaecida el 24 de agosto del año 79 de nuestra era. El desastre duró sólo un día, pero sus efectos –la emisión de gases, material piroplástico, cenizas y nubes ardientes– fueron devastadores y asolaron las ciudades de Pompeya y Herculano. 

Uno de los mejores relatos de observadores directos del cataclismo es el de Plinio el Joven, quien se encontraba en Miseno, al otro extremo del golfo de Nápoles, con su madre y su tío, Plinio el Viejo

La primera en alertar del fenómeno fue su madre al ver una gran nube con un aspecto inusual. Plinio el Joven explica: 

“La apariencia general se puede describir como si fuera un pino piñonero, ya que se elevó una gran copa sobre una especie de tronco y luego se dividió en ramas”. 

La descripción es tan precisa que, en su honor, a las erupciones volcánicas con esas características se les llama plinianas.

El texto de Plinio el Joven responde al interés del historiador Tácito de conocer los detalles de la muerte de Plinio el Viejo. En una carta, el joven cuenta cómo su tío, tras recibir una petición de rescate desde Pompeya, dispuso que las naves a su cargo –era comandante de flota en Miseno– partieran a socorrer a las víctimas. 

Al llegar a Pompeya, mostró una calma y una templanza extraordinarias: “Estaba bastante animado, o al menos fingía estarlo, lo que no era menos valiente”, cuenta el sobrino. Y que hasta se echó una siesta en mitad de la erupción. Pero, cuando los gases y el calor se hicieron insoportables, pidió un vaso de agua y al poco se desvaneció, para no volver a despertarse.

Posiblemente el valor de Plinio el Viejo y sus hombres tuviera que ver con que un buen número de pompeyanos lograron escapar de Pompeya tras producirse la erupción. Los arqueólogos sugieren que los habitantes de la ciudad eran muchos más que los restos encontrados en las excavaciones arqueológicas.

Plinio el Joven concluye su carta diciendo: “Mientras tanto, mi madre y yo estuvimos en Miseno. Pero esto no tiene ningún interés histórico y usted sólo quería enterarse de la muerte de mi tío. No añadiré más”.


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Un merecido reconocimiento

Abandonemos el Vesubio y volvamos al tiempo presente. Posiblemente ha escuchado cómo alguien, al hablar de su empresa, de un proyecto o de una anécdota, elogia a otros y les atribuye el mérito de los logros alcanzados, disminuyendo u ocultando su propia contribución. ¿No le parece una actitud noble, como la del joven Plinio?

Reconocer el mérito de otros es una muestra de generosidad y magnanimidad, y una virtud que favorece el liderazgo. Aunque, a veces, esta conducta no tenga el reconocimiento debido e incluso se considere una conducta ingenua. El elogio a los demás ayuda a conectar con los otros y a generar empatía, y es una muestra de elegancia personal. 

Por el contrario, la mezquindad en el elogio y el atribuirse méritos ajenos genera rechazo y desconfianza.


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¿Comenzar de cero?

Cuando se incorpora un nuevo directivo a un proyecto empresarial es sano partir de cero, hacer tabula rasa y poner en suspenso todo lo que se ha hecho antes. De este modo, se pueden generar nuevas ideas, estimular la innovación, cuestionar prejuicios o ideas preconcebidas, y formular propuestas a partir del pensamiento lateral. 


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Sin embargo, en organizaciones grandes, con una historia consolidada, es aconsejable que los sucesores designados no echen por la borda el acervo y la cultura acumuladas. Pocas grandes empresas han sobrevivido a los vuelcos dramáticos de su estrategia.

Denotan cierto complejo de inferioridad los nuevos directivos que practican la crítica afilada, e incluso la negación de los logros alcanzados por quienes les precedieron. Es una manifestación del complejo de Mesías que, salvo que el nuevo responsable entre a resolver una situación verdaderamente caótica, suele ser infundado. 

¿Dejar huella?

Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, planteaba que en las sociedades (podemos incluir a las empresas), conforme sus miembros maduran y crecen, surge la necesidad de matar al padre: de liberarse de la tutela de los mayores y romper con lo que representan, defienden o creen.

La interpretación de Freud se ha cuestionado y resulta excesiva pero, en el entorno de las organizaciones, es frecuente que los ascendidos quieran despegarse de sus predecesores, distinguirse de lo anterior, marcar su propio estilo. En definitiva, emanciparse y disociarse de lo previo.

De ahí que los nuevos directivos, cuando quieren estampar su huella con rapidez, toman decisiones como cambiar el logotipo, las propuestas estratégicas o la organización corporativa, o hacen movimientos en los puestos de confianza. Con la excepción de los cambios de personas, las demás variaciones suelen ser más cosméticas que reales.

Sacar fuerzas de flaqueza

Tampoco es deseable caer en el extremo contrario, una suerte de síndrome de Rebeca (por la novela Rebeca, de Daphne Du Maurier, llevada al cine en 1940 por Alfred Hitchcock). En la obra, la joven protagonista se casa con un aristócrata viudo y taciturno. Al llegar a Manderley, el castillo familiar, se siente abrumada por la impronta que dejó Rebeca, la anterior señora de la casa, en la mansión, los objetos y las personas que en ella viven. Ante tamaño desafío, la joven esposa se muestra insegura, apocada y torpe, lo que hace peligrar su matrimonio. No desvelo el resto de la historia.

Algunos directivos noveles, especialmente si carecen de experiencia, también pueden experimentar inseguridad. Sobre todo si suceden a un profesional que ha dejado una huella positiva en la organización. En estos casos es mejor intentar restar importancia a estos sentimientos, que son normales, no tratar de convertirse en una copia de los antecesores, pero menos aún querer anular su memoria.

Las mujeres sin las que la ciencia actual no sería posible: las científicas más importantes de la historia

 Con el paso del tiempo la presencia de mujeres en las áreas STEM (acrónimo inglés para designar ciencia, tecnología, ingeniería y medicina) ha ido en aumento. Pero si nos preguntan por mujeres científicas reseñables de la historia es habitual que al nombre de Marie Curie le surja escasa compañía.

Sin embargo no han sido pocas las mujeres que han contribuido notables avances a diversas áreas de la ciencia a lo largo de la historia.

De hecho podemos encontrar ejemplos en la antigüedad grecorromana. Tanto que el nombre más antiguo de esta lista está envuelto en el misterio. Se trata de María la Judía, también conocida como María la Hebrea o Miriam la Profetisa. Es muy poco lo que sabemos de esta protocientífica de la antigüedad. Se estima que vivió entre los siglos I y III de nuestra era y tenemos constancia de su existencia por el interés que en ella mostraron los alquimistas de la edad antigua.

Sus aportaciones a la ciencia habrían sido diversas, pero podemos destacar dos. El primero es de corte popular: María la Judía es la María a la que nos referimos cuando hablamos del “baño María”. La segunda es de calado científico, ya que las fuentes con las que contamos le atribuyen el descubrimiento de la fórmula del ácido clorhídrico.

Hipatia de Alejandría no solo fue una de las primeras científicas de las que tenemos constancia, la matemática helénica se convirtió en una mártir de la ciencia al ser torturada y ejecutada a mediados de la década del 410 de nuestra era.

Las contribuciones de Hipatia no se adscribían a la matemática. Además de aportar nuevos símbolos algebráicos que facilitaban la comunicación del saber en este campo, la científica temprana también se dedicó a la astronomía, a través del estudio del trabajo de Tolomeo.

La vida de Hipatia fue llevada al cine en 2009, algo que no ha pasado con la siguiente protagonista: Lise Meitner. Es más, pese a sus contribuciones a los eventos descritos en la reciente Oppenheimer, la trama del film pasó de puntillas sobre la “madre de la bomba atómica”. Junto con Otto Hahn, esta alemana demostró la divisibilidad de los núcleos de uranio y la consiguiente liberación de energía. Es decir, la fisión nuclear.

Meitner fue olvidada por el cine y por el comité del Premio Nobel, que en en 1944 recibió el galardón en la disciplina de química. Pero no es la única. Otro ejemplo importante es el de Jocelyn Bell Burnell. Esta británica nacida en 1943 fue la primera en observar un púlsar, un tipo de estrella de neutrones que se caracteriza por emitir “pulsos” regulares de ondas de radio.

Bell, entonces doctoranda, ideó junto con su supervisor de tesis una antena de radio que fue la que captaría por primera vez este tipo de objetos. El descubrimiento valió un premio Nobel, pero Bell no se encontraba entre los premiados. Como nota curiosa, una observación posterior del púlsar descubierto, PSR B1919+21, acabó ilustrando una de las portadas más famosas de la música: el Unknown Pleasures de Joy Division.

La lista de las “ignoradas” por la academia Sueca tiene más miembros. Como el de Chien-Shiung Wu. Los conocimientos de esta científica nacida en China también contribuyeron al advenimiento de la “era nuclear”.

La llamada “primera dama de la física” realizó diversas aportaciones pero quizás la más significativa fuera el experimento que lleva su nombre, el “experimento de Wu”. El experimento demostró que la conservación de paridad no era universal ya que no se observaba en la interacción nuclear fuerte. Una prueba de que a veces los avances científicos se dan por la obliteración de algunas ideas preconcebidas muy asentadas. El experimento valió de nuevo un Nobel, no para la científica.

Mujeres y tecnología

La aportación de las mujeres en el ámbito tecnológico es también digno de reseña. En este sentido seguramente el primer nombre que nos venga a la cabeza sea el de Augusta Ada Byron, la Condesa de Lovelace. La hija de Lord Byron no destacó en las letras sino en las ciencias, sino que se alió con Charles Babbage para crear una “máquina analítica”. La aportación de Lovelace a esta protocomputación fue significativa: a ella le debemos el algoritmo.

Otra mujer que dejaría su impronta en la era de la información sería Grace Hopper, “Amazing Grace”. Durante la II Guerra Mundial, Hopper formó parte del programa informático Harvard Mark I, pero su aportación a la ciencia iría más lejos, todo gracias a su labor en el desarrollo del primer compilador y el lenguaje de programación COBOL. Un lenguaje con 65 años a sus espaldas pero aún en uso.

También aportó su granito de arena al esfuerzo bélico la actriz e ingeniera de origen austriaco Hedy Lamarr. Lamarr ayudó a los aliados en distintos frentes, pero el más significativo sería el de las comunicaciones. El trabajo de Lamarr serviría a los aliados para guardar el secreto de sus telecomunicaciones y, décadas después, serviría de base para una aplicación bien distinta: el desarrollo del WiFi.

Podemos cerrar esta compilación de mujeres que han escrito la historia de la ciencia con la que quizás sea la entrada más reciente: Katalin Karikó. A diferencia de otras de sus compañeras en esta lista, Karikó si recibiría el galardón de la academia sueca. Su aportación a la ciencia: el desarrollo de las vacunas basadas en el ARN mensajero, una tecnología que no solo aceleraría el fin de la pandemia de Covid sino que ha abierto innumerables nuevos frentes en la lucha contra enfermedades tan diversas como el cáncer.

¿En qué idioma hablan nuestras células?

 La RAE define “lenguaje” como la “facultad del ser humano de expresarse y comunicarse con los demás a través del sonido articulado o de otros sistemas de signos”.

Y entonces, ¿cómo aceptamos que unas entidades minúsculas como las células, que constituyen la unidad básica estructural y funcional de los seres vivos, se pueden comunicar entre ellas? Pues porque la ciencia nos lo ha demostrado mediante diferentes técnicas de biología molecular y en multitud de contextos fisiopatológicos.

Las células se pueden comunicar, sí. Y lo hacen por medio de un proceso llamado señalización celular, intercambiando señales que pueden recorrer grandes distancias hasta su célula receptora –en el caso de la señalización endocrina– o actuar sobre células cercanas –en el caso de la señalización paracrina–. Existe, además, un tercer ejemplo de comunicación celular en el que la célula “habla” consigo misma: señalización autocrina. Los mensajes celulares determinan, en gran medida, si el cuerpo funciona correctamente o si se desarrollan enfermedades.

Miles de comunicaciones cada segundo

Cuando hablamos de células que se comunican, a la mayoría de nosotros nos viene a la mente una célula nerviosa, que emite impulsos para que respiremos, nos movamos o respondamos a estímulos externos. Pero el concepto va mucho más allá: todas las células de nuestro cuerpo son capaces de recibir o mandar mensajes y lo hacen de forma continua. Así, en nuestro cuerpo se producen miles de comunicaciones precisas y complejas cada segundo. 

No consuma noticias, entiéndalas.

Si nos imaginamos la situación, podemos pensar que dentro de nuestros tejidos, órganos y nuestro cuerpo en general hay muchísimo ruido, dado que tantísimas células se “hablan” a la vez. Entonces, ¿cómo es capaz una célula de filtrar cuáles son los mensajes a los que debe atender y reaccionar? 

Para comprender cómo funciona la “conversación celular” hay que tener en cuenta que tan importante es la presencia de estos mensajes como su ausencia. Dicho de otro modo, el silencio de las células también comunica. 

A la complejidad (y la belleza) de los procesos de señalización celular hay que sumarle que en nuestro cuerpo se producen tanto señales que inducen una respuesta celular como señales inhibitorias, que disminuyen o eliminan determinadas respuestas. Además, ciertos mensajes activan (o inhiben) vías de señalización secundarias a esta primera señal, convirtiendo el proceso en una red de “frases” y “palabras” interconectadas y/o dependientes las unas de las otras. 

El equilibrio necesario para que todas las comunicaciones entre células funcionen adecuadamente se mantiene a través de complejas redes de regulación intra y extracelulares. Que esa modulación funcione correctamente afecta a procesos tan fundamentales para nuestra salud como que una célula inmune reaccione de forma correcta frente a una infección, resolviéndola, o que, por el contrario, se produzca una reacción exagerada que mantenga un proceso inflamatorio crónico o excesivo, como los que se encuentran en la base de muchas enfermedades como patologías cardiovasculares, neurodegenerativas, oncológicas y autoinmunes. 

Para acabar de enredarlo todo, una misma señal celular puede tener significados diversos dependiendo de la célula que reciba el mensaje, así como del contexto.

El lenguaje de las células tumorales

Parece abrumador, sí, pero afortunadamente muchos investigadores han dedicado y dedican hoy en día sus esfuerzos y pasión al estudio de estos procesos. Es así como ahora sabemos, por ejemplo, que las células tumorales no sólo son capaces de “ignorar” los mensajes de muerte celular que reciben –cosa que les permite seguir creciendo y dividiéndose–, sino que también pueden comunicarse entre ellas o con otras células de su entorno para favorecer su supervivencia. 

También hay estudios que demuestran que células como las plaquetas pueden “decirles” a las células cancerosas, mediante dichas vías de señalización, que emprendan la llamada transición epitelio-mesenquimal que les permite incrementar su potencial invasivo y su malignidad.

¿Para qué nos sirve saber todo esto? Es fundamental, ya que el conocimiento de estos mensajes y redes de señalización celular nos ayuda a entender cómo se desarrollan y progresan las enfermedades. Y esto nos abre la puerta para poder tratarlas, detectarlas y prevenirlas de forma más eficiente. Estudiar la comunicación intercelular y su regulación puede contribuir a la identificación de dianas terapéuticas o biomarcadores que mejoren la calidad de vida de los pacientes y la sociedad en general.

¿Hasta qué punto podemos comprender, modular o intervenir en esas conversaciones celulares? ¿Podemos entender e identificar las “palabras” que utilizan nuestras células? El tiempo o, mejor dicho, la investigación biomédica nos lo dirá.