Acaban de cumplirse 1 945 años de una de las catástrofes naturales más recordadas de todos los tiempos: la erupción del Vesubio, acaecida el 24 de agosto del año 79 de nuestra era. El desastre duró sólo un día, pero sus efectos –la emisión de gases, material piroplástico, cenizas y nubes ardientes– fueron devastadores y asolaron las ciudades de Pompeya y Herculano.
Uno de los mejores relatos de observadores directos del cataclismo es el de Plinio el Joven, quien se encontraba en Miseno, al otro extremo del golfo de Nápoles, con su madre y su tío, Plinio el Viejo.
La primera en alertar del fenómeno fue su madre al ver una gran nube con un aspecto inusual. Plinio el Joven explica:
“La apariencia general se puede describir como si fuera un pino piñonero, ya que se elevó una gran copa sobre una especie de tronco y luego se dividió en ramas”.
La descripción es tan precisa que, en su honor, a las erupciones volcánicas con esas características se les llama plinianas.
El texto de Plinio el Joven responde al interés del historiador Tácito de conocer los detalles de la muerte de Plinio el Viejo. En una carta, el joven cuenta cómo su tío, tras recibir una petición de rescate desde Pompeya, dispuso que las naves a su cargo –era comandante de flota en Miseno– partieran a socorrer a las víctimas.
Al llegar a Pompeya, mostró una calma y una templanza extraordinarias: “Estaba bastante animado, o al menos fingía estarlo, lo que no era menos valiente”, cuenta el sobrino. Y que hasta se echó una siesta en mitad de la erupción. Pero, cuando los gases y el calor se hicieron insoportables, pidió un vaso de agua y al poco se desvaneció, para no volver a despertarse.
Posiblemente el valor de Plinio el Viejo y sus hombres tuviera que ver con que un buen número de pompeyanos lograron escapar de Pompeya tras producirse la erupción. Los arqueólogos sugieren que los habitantes de la ciudad eran muchos más que los restos encontrados en las excavaciones arqueológicas.
Plinio el Joven concluye su carta diciendo: “Mientras tanto, mi madre y yo estuvimos en Miseno. Pero esto no tiene ningún interés histórico y usted sólo quería enterarse de la muerte de mi tío. No añadiré más”.
Un merecido reconocimiento
Abandonemos el Vesubio y volvamos al tiempo presente. Posiblemente ha escuchado cómo alguien, al hablar de su empresa, de un proyecto o de una anécdota, elogia a otros y les atribuye el mérito de los logros alcanzados, disminuyendo u ocultando su propia contribución. ¿No le parece una actitud noble, como la del joven Plinio?
Reconocer el mérito de otros es una muestra de generosidad y magnanimidad, y una virtud que favorece el liderazgo. Aunque, a veces, esta conducta no tenga el reconocimiento debido e incluso se considere una conducta ingenua. El elogio a los demás ayuda a conectar con los otros y a generar empatía, y es una muestra de elegancia personal.
Por el contrario, la mezquindad en el elogio y el atribuirse méritos ajenos genera rechazo y desconfianza.
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¿Comenzar de cero?
Cuando se incorpora un nuevo directivo a un proyecto empresarial es sano partir de cero, hacer tabula rasa y poner en suspenso todo lo que se ha hecho antes. De este modo, se pueden generar nuevas ideas, estimular la innovación, cuestionar prejuicios o ideas preconcebidas, y formular propuestas a partir del pensamiento lateral.
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Sin embargo, en organizaciones grandes, con una historia consolidada, es aconsejable que los sucesores designados no echen por la borda el acervo y la cultura acumuladas. Pocas grandes empresas han sobrevivido a los vuelcos dramáticos de su estrategia.
Denotan cierto complejo de inferioridad los nuevos directivos que practican la crítica afilada, e incluso la negación de los logros alcanzados por quienes les precedieron. Es una manifestación del complejo de Mesías que, salvo que el nuevo responsable entre a resolver una situación verdaderamente caótica, suele ser infundado.
¿Dejar huella?
Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, planteaba que en las sociedades (podemos incluir a las empresas), conforme sus miembros maduran y crecen, surge la necesidad de matar al padre: de liberarse de la tutela de los mayores y romper con lo que representan, defienden o creen.
La interpretación de Freud se ha cuestionado y resulta excesiva pero, en el entorno de las organizaciones, es frecuente que los ascendidos quieran despegarse de sus predecesores, distinguirse de lo anterior, marcar su propio estilo. En definitiva, emanciparse y disociarse de lo previo.
De ahí que los nuevos directivos, cuando quieren estampar su huella con rapidez, toman decisiones como cambiar el logotipo, las propuestas estratégicas o la organización corporativa, o hacen movimientos en los puestos de confianza. Con la excepción de los cambios de personas, las demás variaciones suelen ser más cosméticas que reales.
Sacar fuerzas de flaqueza
Tampoco es deseable caer en el extremo contrario, una suerte de síndrome de Rebeca (por la novela Rebeca, de Daphne Du Maurier, llevada al cine en 1940 por Alfred Hitchcock). En la obra, la joven protagonista se casa con un aristócrata viudo y taciturno. Al llegar a Manderley, el castillo familiar, se siente abrumada por la impronta que dejó Rebeca, la anterior señora de la casa, en la mansión, los objetos y las personas que en ella viven. Ante tamaño desafío, la joven esposa se muestra insegura, apocada y torpe, lo que hace peligrar su matrimonio. No desvelo el resto de la historia.
Algunos directivos noveles, especialmente si carecen de experiencia, también pueden experimentar inseguridad. Sobre todo si suceden a un profesional que ha dejado una huella positiva en la organización. En estos casos es mejor intentar restar importancia a estos sentimientos, que son normales, no tratar de convertirse en una copia de los antecesores, pero menos aún querer anular su memoria.
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