Pero donde realmente las Reglas y Consejos delatan anacrónicamente su verdadera época de publicación es en la sección, dentro del mismo apartado sobre la familia, dedicada a la... ¡elección de la compañera! Cajal empieza declarando que se trata de un punto importantísimo, porque los atributos de la esposa del investigador son cruciales para el éxito de la obra científica. Afirma que demasiadas veces la ciencia ha perdido hombres geniales y entregados porque una mujer les quebró voluntad y vocación, anteponiendo la misión del hogar (o la del ganar) a la del saber. Todo esto intercalando pinceladas que colorean a "la mujer" como ser a menudo frívolo y caprichoso, frecuentemente interesado al privilegio e insensible hacia el progreso. Sigue proporcionando una clasificación tipológica de las mujeres, para que el hombre de ciencia reflexione sobre su crucial elección. Apartándose por un momento del perfil espontáneamente machista de su época, en primer lugar nombra a la mujer intelectual y a la mujer sabia, que trabajan conjuntamente con el marido en la obra de investigación. Sería la pareja perfecta, admite, pero lamenta que desafortunadamente en aquella España de entonces había pocas o ninguna (los buenos ejemplos venían de Francia o de Alemania), y por este retraso del progreso social los científicos españoles no tenían este tipo de elección. La mujer opulenta, sin embargo, puede representar un serio problema para el científico, a no ser que fuera una de aquellas rarísima herederas ricas que deciden apoyar con sus recursos el progreso científico. Casi peor la mujer artista o literata, perenne perturbación y disgusto para el hombre de ciencia a causa de su perpetua condición de inmodesta exhibición ("La mujer es siempre un poco teatral, pero la literata o la artista están siempre en escena."). Con este percal, al pobre científico no le quedaba más que una elección segura y decente: la mujer hacendosa, "económica, dotada de salud física y mental, adornada de optimismo y buen carácter, con instrucción bastante para comprender y alentar al esposo, con la pasión necesaria para creer en él y soñar con la hora de triunfo". El principio era sencillo: la mejor esposa del científico, según Cajal, es una mujer que se ocupa de todas las posibles incumbencias de gestión (hogar, hijos, economía, etc.) dejando que el investigador pueda desarrollar su compromiso sin tener que atender a la logística de lo cotidiano. Al fin y al cabo es el mismo papel que, siempre según Cajal, tiene que desempeñar también la administración institucional, en pura teoría destinada a despreocupar el científico de todo problema de gestión y de papeleo necesario para la organización de la ciencia. Don Santiago se quedaría horrorizado al descubrir, hoy en día, cómo funciona la administración científica, y al enterarse que en muchos casos se han invertido las partes, convirtiendo la investigación en una excusa para cebar a la administración y para encubrir las maniobras de comerciantes y gestores. Pero, ¿qué opinaría Cajal ahora del papel de la mujer? Desde luego, aunque su catalogación femenina nos parece hoy en día más que desentonada, no podemos pensar en utilizar literalmente la misma palabra machismo para las barbaries paletas de nuestra sociedad actual y para las perspectivas del siglo XIX. El trasfondo y los mecanismos son muy parecidos o incluso los mismos, pero el entorno es totalmente diferente, y el resultado no se puede medir con la misma métrica.
Lamentablemente, después de tantos años de represión de las mujeres y de las persecuciones en nombre de las discriminaciones sexuales, ahora hemos reaccionado pasando de un extremo a otro: para lidiar con las diferencias no hemos encontrado mejor remedio que negar su existencia. Es decir, aceptar las diferencias parece que sea todavía una etapa que, a nuestra sociedad, le cuesta mucho alcanzar. Seguimos pensando que las únicas dos alternativas son igual o peor, y "diferente" parece no ser una opción. Confundimos igualdad de derechos y diversidad biológica o, como decía Theodosius Dobzhansky en un excelente libro de los años setenta, confundimos diversidad genética e igualdad humana.
Sin embargo, si nos limitamos a los aspectos que incumben a la cognición o la neurobiología, hasta la fecha no hemos dado con ninguna diferencia contundente entre hombres y mujeres. Y se han buscado, literalmente, con lupa. Como siempre en ciencia, la ausencia de evidencia no es evidencia de la ausencia, pero tenemos que decir que por si acaso estas diferencias existen, tienen que ser muy sutiles o estar muy bien escondidas. Todas las diferencias cerebrales que hemos podido confirmar entre los dos géneros atañen siempre y solo al tamaño (el cerebro es más grande, en promedio, en los hombres), y a sus consecuentes proporciones, pero no a su organización o a sus procesos funcionales. Sí que hay un dato que se ha replicado muchas veces: los hombres tienen mejores capacidades visoespaciales, las mujeres mejores capacidades lingüísticas. Pero todavía no sabemos si son diferencias que vienen con el paquete evolutivo (quizás asociadas a algunas adaptaciones que optimizan los comportamientos físicos en los hombres y los sociales en las mujeres), o si son el resultado de un sesgo en el comportamiento debido a una cierta estructura social, que entrena a los dos sexos en actividades diferentes. Sea como sea, de todas formas hablamos una vez más de diferencias que no encajan en una escala de valores progresivos entre bueno y malo, mejor o peor (es decir, las capacidades visoespaciales no son mejores o peores que las lingüísticas, solo son... otras). Además todos los comportamientos humanos son complejos porque a la vez dependen de muchos factores, tanto genéticos como ambientales, así que las diferencias globales y promedias que se puedan encontrar entre grupos son tan nimias que, aunque interesantes para estudiar los mecanismos biológicos, no dejan espacio para prever capacidades o actitudes individuales partiendo de los parámetros biológicos (sexo, raza, o cábalas genéticas).
A pesar de todo esto, en muchos sectores de la investigación las mujeres siguen representando hoy en día una proporción menor del conjunto de los investigadores. Desde luego sigue habiendo actitudes machistas, pero nada comparable con lo que era hace solo algunas décadas. Y precisamente el entorno científico, en este sentido, es mucho más abierto que otros sectores donde la igualdad de género sigue sufriendo mucho más el tributo simiesco de las jerarquías sexuales. Entonces es posible que, además de residuos de machismo, haya también factores comportamentales asociados a diferentes intereses y prioridades. Por ejemplo, sabemos que la investigación, ya sea la de verdad o la del mercadeo, requiere cierto afán convulso que fácilmente se puede transformar en obsesión y en competición, en algunos casos en una competición extrema con los demás y con uno mismo. El logro, la cumbre, el reto, el desafío, y el triunfo del que habla a menudo Cajal en sus libros. Todo esto tiene componentes asociados a carácter y personalidad, que es posible sean en promedio diferentes entre los dos géneros. Esperamos encontrar una estadística del 50 % en un sector profesional porque nos olvidamos que existen diferencias, y estas diferencias tiran de la báscula. Como decían las feministas en los años setenta: igualdad como derecho, diversidad como valor.
De aquí, otra vez, volvemos a Dobzhansky, que dudando que existieran capacidades predeterminadas, se preguntaba de todas formas qué pasaría si alguien con un don para un aspecto específico no estuviese mínimamente interesado en aquella capacidad. ¿Qué pasa si el genio de la matemática odia la matemática y desea ser médico, granjero, o bailarín? ¿Una posible capacidad particular obliga al individuo a su destino? ¿Qué pasa cuando éxito y felicidad no van de acuerdo? Es un enfrentamiento entre el egoísmo del individuo y el egoísmo de la sociedad, ¡y casi es mejor no meterse en la trifulca y dejar que cada uno se arriesgue a decidir lo suyo! Así que es nuestro deber ofrecer a todos las mismas posibilidades, pero esto no quiere decir obligarles a aceptarlas. Comprometidos en eliminar los sesgos y los prejuicios en cualquier ámbito laboral, tampoco tenemos que agobiarnos si los hombres o las mujeres, en promedio, luego siguen elecciones diferentes. Hay que evitar confundir diferencias biológicas e igualdad moral. Firmemente, hay que rechazar cualquier forma de abuso (machista o hembrista, racista o clasista), no solo con la fuerza de la ley, sino también y sobre todo con la fuerza de la cultura. Pero hay también que saber descubrir las diferencias, aprender a aceptarlas, y a valorarlas. Solo conociendo las diferencias podremos saber cómo integrarlas, minimizando los conflictos y disfrutando de sus potencialidades.
Ramón y Cajal vivía en su época, pero esto no quiere decir que fuese hombre de su tiempo. Acabó su disertación sobre la mujer del investigador con una nota que, patentemente, contrastaba con el integrismo sexista de aquel entonces. Habló de la gloría del científico, una gloria que según él merece el científico tanto como su esposa, que con su dedicación, compromiso y sacrificios, hace "al fin posible la ejecución de la magna empresa", representando un "órgano mental complementario". Santiago y Silveria hicieron aquel camino juntos a lo largo de más de medio siglo, compartiendo éxitos y derrotas, forjando un equipo integrado que llegó a ganar un premio Nobel, y a proporcionarnos una de las teorías más robusta de la neurociencia contemporánea: la teoría de las neuronas de Cajal-Fañanás.
Emiliano Brunner
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