“La Ilustración fue un vuelo de Ícaro de la mente que se extendió por los siglos XVII y XVIII. Una visión del saber secular al servicio de los derechos del hombre y del progreso humano fue la mayor contribución de Occidente a la civilización. Inició la era moderna para todo el mundo; todos somos sus herederos.”(Edward O. Wilson, Consilience, 1998).
La cita de Wilson contiene tres elementos significativos. Alude, por un lado, al saber secular, por oposición al saber que durante los siglos anteriores y hasta el XVII y XVIII se había cultivado en monasterios y en universidades, cuyos enseñantes eran clérigos o estaban vinculados, de una u otra forma, a la Iglesia.
Era también un saber al servicio de los derechos humanos y del progreso. Los ilustrados fueron los que desarrollaron, en el terreno de la ética y el pensamiento político, las nociones sobre las que se asientan las sociedades democráticas modernas. Son principios y valores que, en lo sustancial, siguen siendo el fundamento de nuestro ordenamiento político. A eso se refiere con el tercer elemento: todos somos sus herederos.
La noción del saber al servicio de los seres humanos es importante, pues constituye, quizás, el elemento diferenciador con relación al propósito con el que se había cultivado el saber hasta entonces.
Se suele utilizar la expresión “revolución científica” para denominar a un periodo de especial relevancia en la historia de la ciencia, tanto por los descubrimientos que se realizaron en el mismo, como por haberse producido –supuestamente– un cambio radical en forma de creación de conocimiento, de hacer ciencia.
De acuerdo con una visión muy extendida, durante la Edad Media el conocimiento era heredero de la tradición greco-latina y se basaba, sobre todo, en el método hipotético-deductivo, tratando de hacer compatible razón y fe.
Según esa idea, la revolución científica -que ocurrió en la primera etapa de la Ilustración o, incluso, en las décadas anteriores- se habría basado en la adopción progresiva de la observación, el experimento, y la inducción, y el rechazo a la autoridad, al método deductivo y a la teoría.
Aunque no es este el lugar para abordar una discusión pormenorizada del particular, y resumiendo mucho, hoy se reconoce que la transición del pensamiento escolástico al empirismo y la inducción no fue un cambio tan marcado como se ha pretendido ni, mucho menos, revolucionario, puesto que ya en la Edad Media se hacían observaciones y “experimentos” y durante la Edad Moderna la teoría y el pensamiento hipotético-deductivo no dejaron de formar parte inseparable del modo en que se hacía ciencia en la realidad.
La utilidad de la ciencia
Pero hay un aspecto en el que no se suele incidir y que, sin embargo, marca con más nitidez que ningún otro la diferencia entre los dos periodos. Me refiero al propósito de la ciencia, a su utilidad.
Durante la Edad Media el desarrollo del conocimiento no obedecía a una intención explícita de obtener beneficio del mismo, de darle una utilidad. A partir del Renacimiento, sin embargo, el conocimiento científico empezó a ser considerado una herramienta al servicio de la nación. Es a Francis Bacon a quien se atribuye haber formulado esa idea de manera explícita: Knowledge is power. Así, según Popper, “Bacon es verdaderamente el padre espiritual de la ciencia moderna. No a causa de su filosofía de la ciencia y de su teoría de la inducción, sino porque se convirtió en el fundador y el profeta de la iglesia racionalista, una suerte de antiiglesia. Esa iglesia no se fundó sobre una roca, sino sobre la visión y la promesa de una sociedad científica e industrial, una sociedad basada en el dominio del hombre sobre la naturaleza. La promesa de Bacon es la promesa de la autoliberación de la humanidad a través del conocimiento.”
A partir de Bacon los filósofos naturales (o científicos) trataron de desentrañar los misterios de la naturaleza con la intención de “dominarla” y obtener de ella un beneficio. Bacon puede considerarse, de hecho, el inspirador de lo que hoy denominamos “política científica” y de la creencia de los responsables políticos y del público en general de que dedicar recursos a crear conocimiento es útil desde el punto de vista económico.
Esas ideas cuadran a la perfección con la ideología burguesa que se va configurando en la transición de la Edad Media a la Edad Moderna. Según Stephen Bronner (2004) la vanguardia científica del siglo XVII formaba parte de una esfera pública burguesa que aglutinó una diversidad de tradiciones asociadas al grupo humano más amplio del mundo ilustrado, del que formaban parte el legado democrático de las ciudades libres medievales, las tendencias humanistas heredadas del Renacimiento y el entusiasmo por el desarrollo científico y, sobre todo, por Isaac Newton, su figura más sobresaliente. Newton hizo visible lo invisible y permitió adentrarse en la naturaleza con nuevas investigaciones gracias al descubrimiento de sus leyes universales, que contribuyeron a configurar la creencia laica en los derechos, también universales.
Es significativo que la vanguardia científica desarrollase su actividad, en gran medida al menos, al margen de las universidades, en las que seguían prevaleciendo los estudios teológicos. Los primeros filósofos de la naturaleza promovieron la creación de instituciones independientes con orientación laica, como la Royal Society.
El progreso
El desarrollo de la ciencia durante los siglos XVII y XVIII formó parte de un movimiento intelectual más amplio, un movimiento que no sólo hizo avanzar las ciencias naturales, sino que trajo el progreso en otras áreas, especialmente en filosofía moral y política, y en las instituciones sociales.
Se dice que la Ilustración constituyó una forma de rebelión frente a la autoridad en el ámbito del conocimiento. Y que ese rechazo a la autoridad resultó ser una condición necesaria para el progreso, porque en el periodo anterior había prevalecido la noción de que todas las cosas importantes que se podían llegar a conocer ya se conocían, y estaban contenidas en las obras de las autoridades del pasado. No es que fuera una idea universalmente aceptada en el mundo occidental, pero eran mayoría quienes así pensaban.
Los pensadores modernos se propusieron liberar la indagación científica de la subordinación a cualquier condición, creencia, costumbre o texto de autoridad previos. Y elaboraron todo un programa para la reforma social, intelectual y moral, que transformó en primer lugar los países en que se desarrolló, casi toda Europa más tarde y, a la postre, gran parte del mundo.
Es obvio que los pensadores ilustrados estaban en deuda con el canon de filósofos empiristas y científicos del XVII. La apertura de horizontes que produjeron los filósofos naturales (cambios en la concepción del cosmos, leyes científicas universales, nueva concepción del organismo humano, etc.) tuvo una importante incidencia en el pensamiento moral y político que se desarrolló durante los siglos XVII y XVIII.
Un buen ejemplo es el de Thomas Hobbes, fundador del pensamiento político británico y materialista radical; Hobbes se sentía fascinado por los descubrimientos de Galileo y por las ciencias empíricas en general, y veía en ellas el rigor que debía presidir cualquier forma de conocimiento. Y en un sentido inverso, David Hume, el gran empirista, sostuvo que todo el conocimiento, incluso las matemáticas y la filosofía natural (lo que hoy llamamos ciencias naturales), dependen en alguna medida de la ciencia del ser humano, puesto que tienen una relación, más o menos directa, con la naturaleza humana.
La Ilustración alumbró un sistema de valores distinto del que había presidido la vida intelectual occidental en los siglos anteriores.
Esos valores, entre los que se incluyen la tolerancia (para con las ideas diferentes de las propias), la crítica (con su compañero el escepticismo), la humildad (que permite reconocer la falibilidad propia) y el optimismo (que empuja a esforzarse por ensayar nuevas posibilidades o abrir nuevos caminos) son los que propician un desarrollo científico cada vez más intenso y, a la par, también la democracia.
Ciencia y democracia comparten, pues, un origen común porque son hijas de los valores que emergieron con fuerza en la segunda mitad del siglo XVII y ganaron presencia y aceptación durante el XVIII.
Los defensores de la nueva política del pragmatismo, la tolerancia y el respeto a los derechos humanos, notablemente John Locke (a quien dedicaremos la próxima anotación), reconocieron de manera explícita su deuda con la ciencia por haber desterrado la brujería, la superstición y el dogma y por enseñarnos a basar el conocimiento en las pruebas y no en la autoridad. El desarrollo de la ciencia y la nueva libertad de pensamiento estaban en aquella época interrelacionados y eran interdependientes.
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