Varias veces he visto, y una más antes de escribir estas líneas, aquel viejo programa de la BBC titulado Dios, el universo y todo lo demás en el que tres de los más grandes divulgadores científicos de nuestra época —Carl Sagan,Arthur C. Clarke y Stephen Hawking, los tres, ¡maldición!, fallecidos ya— respondían preguntas sobre el cosmos. No por el contenido de lo que dicen, que ya casi sé de memoria y, de cualquier modo, se explica mejor y con mucho más detalle en sus libros, sino por el mero placer de verlos hablando, de contrastar sus personalidades. Sagan se conduce con su habitual elocuencia, precisa y solemne. Clarke se muestra afable y con los pies en la tierra, como siempre. Stephen Hawking, que había perdido la capacidad del habla un par de años atrás, pero, aun casi por completo inmóvil, es el más vivaz de los tres invitados. Las intervenciones de Hawking estaban plagadas de chascarrillos que, una vez pronunciados por su célebre voz electrónica, esa que nunca quiso cambiar por otra más moderna, rubricaba con una amplia sonrisa y un brillo travieso en la mirada.
El humor de Stephen Hawking es lo que más me impresionaba de él, por colosales que fuesen sus aportaciones al conocimiento de la raza humana. Sabemos las condiciones en las que vivió y sería infantil pretender que no sufrió por ello, pero su sarcasmo, afilado y contagioso, nunca decreció un ápice. De hecho, era, de entre los científicos de su generación, el gamberro de la clase. Era una de las personas más inteligentes del planeta Tierra, esto no es ninguna sorpresa. Será recordado siempre como uno de los científicos más importantes de la historia. Era su faceta gamberra, sin embargo, lo que lo hacía tan cercano. Al saber su fallecimiento de Hawking, la periodistaAshley Feinberg publicó un tuit que recorrió las redes como un relámpago: «Una de mis cosas favoritas sobre Stephen Hawking es que era borde con la gente indicada». Es célebre su afición de hacer rodar su silla sobre los pies de la gente que no le caía bien, en especial personas poderosas. En 1976 le pisó los dedos al príncipe Carlos de Inglaterra. Hawking lo hizo a propósito, según comentaban los divertidos testigos. Parece ser que, además, lamentaba no haber podido pisarle los dedos a Margaret Thatcher. Eso sí, cuando le preguntaron sobre esto, el físico negó que fuese cierto. Y lo negó, claro, a su manera: «Es un rumor malintencionado. Atropellaré a cualquiera que lo propague».
El público no sentía lástima hacia él porque, al verlo en pantalla, parecía estar jugando siempre. Sus padecimientos, fueran cuales fuesen, quedaban lejos de nuestro alcance. Por el contrario, Hawking se dejaba ver en comedias de las que era un gran seguidor, como The Simpsons, Futurama, The Big Bang Theory y toda una pléyade de sketches en programas diversos. Incluyendo, por descontado, algún cameo en su serie favorita, Star Trek, en la que se daba el gusto de ganarle una partida de póquer a Einstein. «Creo que soy más conocido por mis apariciones en estas series que por mi trabajo científico», decía, aunque sus libros hubiesen vendido ya millones de ejemplares. Y eso lo hacía feliz. Le encantaba interpretar el papel de científico engreído y antipático, broma recurrente que mantuvo durante años. Jamás se dejó colocar sobre un pedestal.
Habla por sí solo que al físico más insigne de nuestro tiempo ya se lo esté recordando más por su efervescente personalidad que por sus teorías científicas. Quienes no somos físicos no podemos pretender que entendemos a fondo esas teorías —sospecho que incluso algunos físicos tampoco—, pero Hawking huía del envaramiento como de la peste y no parecía importarle lo más mínimo el sentimiento de reverencia que despertaba como el Isaac Newton contemporáneo que era. Recuerdo un divertido sketch en el que mantenía una conversación telefónica con Jim Carrey, afirmando que estaba muy contento de que al actor le hubiesen gustado «mis últimas teorías sobre el universo ecpirótico. Ni me molesto en explicárselas al resto de personas. Sus cerebritos de guisante no pueden siquiera captar la idea. Y ahora tengo que irme, estoy demasiado ocupado viendo Dos tontos muy tontos; me asombra su pura brillantez. Jim, eres un genio». A lo que Carrey respondía: «No, no. Tú eres un genio». Hawking zanjaba la cuestión con lógica de patio de colegio: «No. Tú eres un genio multiplicado por infinito». Hawking, capaz de los más agudos sarcasmos, producía la impresión de disfrutar mucho también con el humor más chorra.
Es de una relevancia extraordinaria que Stephen Hawking ayudase a iluminar un poco más el camino hacia la resolución de los misterios cósmicos, pero no es menos relevante el ejemplo de lo que hizo con su vida desde una posición tan desfavorable. Sus aportaciones científicas quedarán para la posteridad, pero su personalidad nos servía y nos continuará sirviendo de ejemplo a quienes hemos compartido su época y lo hemos visto sonreír con mirada de regocijo después de cada una de sus inofensivas maldades de escolar. No todos podemos entender su ciencia, pero sí podemos entender su mensaje vital: «Cuando cumplí veintiún años, mis expectativas fueron reducidas a cero. Era importante que llegara a apreciar lo que tenía. Y es también importante no enfadarse, sin importar cómo de difícil sea la existencia, porque puedes perder toda esperanza si no eres capaz de reírte de ti mismo y de la vida en general».
Así lo dijo el hombre que, sin ninguna vergüenza, le robó a otro de los referentes filosóficos de nuestros días, Homer Simpson, la teoría de que el universo tiene forma de rosquilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Quin és el teu Super-Comentari?