Cuando el siglo XVIII daba sus últimos coletazos, Napoleón Bonaparte inició una campaña militar en Egipto y Siria. Lo que había detrás de la ofensiva bélica no era otra cosa que un intento por cerrar el camino a los británicos hacia la India. Pero lo que resultó de aquello fue el redescubrimiento de las maravillas del Antiguo Egipto, además de tener lugar uno de los hallazgos más importantes en la historia de la ciencia: la piedra de Rosetta.
Este fragmento de roca fue utilizado hace unos 2 200 años para escribir en ella un decreto de un faraón egipcio. Pero el hecho verdaderamente sobresaliente, lo que hizo que su descubrimiento alcanzara el carácter de memorable, fue que todo estaba expresado en tres escrituras distintas: en jeroglífico, en un idioma llamado demótica y en griego antiguo. Así, la piedra de Rosetta se convirtió en la clave para entender los jeroglíficos egipcios, un lenguaje indescifrable hasta el momento.
Salvando las distancias, algo parecido sucedió en el ámbito de la biología molecular cuando, en la primera mitad del siglo XX, diferentes experimentos permitieron a la comunidad científica entender la estructura del ADN y su función biológica.
En cuanto hubo conciencia de que la información genética de todo individuo vivo estaba contenida en esta molécula, y que su estructura básica no era más que la unión química de unas unidades llamadas nucleótidos –de las que existen cuatro tipos identificados con las letras A, T, C y G–, los intentos por entender el lenguaje en el que se escribe la vida se convirtieron en el mayor de los retos.
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Así comenzó una carrera por ver cuál era el laboratorio que diseñaba el mejor método para leer el mayor número posible de nucleótidos de nuestro ADN. Una carrera que llega hasta nuestros días.
En busca de un método para leer el genoma
Los primeros en idear una técnica metódica y reproducible para leer un gen fueron los estadounidenses Allan Maxam y Walter Gilbert. Su método se popularizó como “secuenciación química” y se hizo muy popular en poco tiempo. Pero tenía algunos inconvenientes, como la necesidad de usar elementos radiactivos o la complejidad de su desarrollo.
Apenas un par de años después de que Maxam y Gilbert presentaran su técnica, el bioquímico británico Frederick Sangerdesarrolló el método de secuenciación de ADN conocido como método de Sanger, o de terminación de cadena, que lo llevó a recibir su segundo Premio Nobel. Se convirtió así en el cuarto científico en obtener dos galardones (junto a Marie Curie, Linus Pauling y John Bardeen).
El método de Sanger fue presentado en 1977 y se basa en la utilización de unos nucleótidos modificados químicamente que, mediante una PCR, nos permite leer la secuencia de un fragmento de ADN de manera lineal. Es decir, comenzamos leyendo el que podemos llamar “nucleótido 1”, continuamos con el 2, luego el 3, y así sucesivamente hasta obtener la lectura completa de un fragmento.
Hay que tener en cuenta que el genoma de una persona tiene del orden de 3 000 millones de nucleótidos, por lo que, para completar su secuenciación, los recursos y el tiempo utilizados son enormes. Así, se puede entender que cuando surgió el Proyecto Genoma Humano, en 1990, la inversión prevista fuera de unos 3 000 millones de dólares, y su finalización se esperaba que tuviera lugar en el año 2005.
Pero en el año 2000, se presentó un primer borrador de nuestro genoma, y en el año 2003 se hizo pública la primera versión de la secuencia completa de nuestro ADN.
¿Por qué el proyecto finalizó antes de lo previsto?
En realidad, no hay una única explicación. Convergen varios factores. Algunos de ellos tienen que ver con la importante colaboración que se estableció entre un gran número de grupos de investigación de todo el mundo. Pero hay un hecho que sobresale por encima de estas colaboraciones y tiene que ver con el desarrollo técnico.
En este punto es importante traer al texto la figura de Craig Venter, un biólogo muy alejado de los cánones de la normalidad, convertido en gran empresario, ambicioso, intelectualmente sobredotado y sin ninguna intención de pasar desapercibido.
En 1999, cuando el Proyecto Genoma Humano se encontraba bastante avanzado en su ejecución, Venter arrancó su propio proyecto al mando de la empresa Celera Genomics, dando un zarpazo enorme sobre la mesa y anunciando que era capaz de secuenciar el genoma en unos meses. Esto hizo que el consorcio público se tambaleara. Venter irrumpía con una nueva técnica que destrozaba los plazos establecidos hasta el momento.
Como hemos dicho, mientras que el método Sanger lleva a cabo una secuenciación lineal, nucleótido a nucleótido, lo que Venter proponía era fragmentar todo el genoma en millones de pedazos de, por ejemplo, 200 nucleótidos, y secuenciarlos todos en paralelo. A la vez. Claro, esto implicaba una dificultad: luego había que reconstruir la secuencia completa del genoma. Pero eso pudo salvarse gracias a los avances que se estaban produciendo en el campo de la tecnología computacional.
La metodología propuesta por Craig Venter supuso el inicio de lo que hoy conocemos como secuenciación masiva o NGS (Next Generation Sequencing), y en la actualidad existen numerosas plataformas de secuenciación masiva con las que se puede secuenciar un genoma humano en unas pocas horas y por un precio inferior a 1 000 dólares.
¿Y para qué sirve secuenciar el ADN?
Secuenciar nuestro ADN o el de cualquier ser vivo del planeta sirve, básicamente, para conocernos mejor. A nosotros y a nuestro entorno. Y las aplicaciones de este conocimiento son casi infinitas. Desde adelantarnos a una enfermedad cuya probabilidad de ocurrencia sea alta, hasta utilizar un tratamiento personalizado. Desde desarrollar estrategias para recuperar especies hasta identificar el origen de un virus.
Con el nacimiento de la escritura, hace unos 5 000 años en Mesopotamia, la naturaleza humana adquirió una nueva dimensión. Aprender a leer nuestro ADN, y sus aplicaciones derivadas, nos elevan, de nuevo, otro peldaño.
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