El 17 de diciembre se cumplen 114 años del fallecimiento de William Thomson, también conocido como barón Kelvin, uno de los físicos más reconocidos del siglo XIX por su aportación a la termodinámica. Su título nobiliario da nombre a la unidad de temperatura medida a partir del cero absoluto. Kelvin fue un elder (dirigente laico en la Iglesia de Escocia) de la Iglesia de St. Columba en Largs durante muchos años, y un cristiano devoto a lo largo de toda su vida. Al igual que otros muchos científicos antes y después que él, no veía conflicto alguno entre la ciencia y sus creencias.
Sus biógrafos coinciden en afirmar que buscaba soluciones a los problemas dentro del curso normal de la naturaleza. Al mismo tiempo, entendía las leyes de la naturaleza como la obra de una inteligencia creativa, de modo que la fe informaba y apoyaba su trabajo científico. Cuanto más profundizaba en su investigación, más próximo se sentía al teísmo.
Curiosamente, la nueva disciplina que fundó junto a otros físicos le llevó a entrar en polémica con la contemporánea teoría de la evolución mediante selección natural, sobre la que albergaba serias dudas. El problema residía en que la teoría de la evolución prestaba poca atención al enorme lapso de tiempo necesario para que la vida evolucione, mediante pequeños cambios, hasta alanzar la complejidad que hoy conocemos. Se aceptaba implícitamente una edad de la Tierra indefinida, según la visión geológica uniformista, que permitiría a los cambios aleatorios y a la selección natural realizar pacientemente su trabajo.
Pero las cosas no eran tan sencillas para Kelvin quien, precisamente gracias a los avances termodinámicos, comenzó a realizar estimaciones cada vez más precisas sobre el tiempo que nuestro planeta lleva existiendo. Los números del barón no cuadraban y la Tierra sería demasiado joven para que la estrategia de ensayo y error de la evolución pudiera producir una biosfera tan variada como la que observamos. Estos argumentos causaron dolores de cabeza al propio Darwin.
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No obstante, el descubrimiento de la radiactividad, a finales del siglo XIX, abrió la posibilidad a una fuente de energía desconocida por Kelvin, que hacía irrelevantes sus cálculos sobre la antigüedad real de la Tierra y permitió al darwinismo respirar tranquilo. Sí. Había suficiente tiempo para la evolución.
La termodinámica entra en escena
¿Hay una influencia de la religión en la ciencia de este controvertido físico? Esta influencia es más sutil y duradera que lo que revelan sus opiniones filosóficas sobre la selección natural o su lucha por dotar a la evolución de un marco compatible con la física.
Debemos situar su inspiración religiosa en un nivel más profundo: el de su concepción termodinámica del universo. Quizás el momento donde más explícitamente aparece dicha inspiración sea su discurso de 1889, donde Kelvin rechaza la idea de un universo perfecto que evoluciona de acuerdo con ciclos atemporales y afirma que la dinámica de la naturaleza va más allá de regularidades perfectas, citando la Biblia (“los cielos desaparecerán estrepitosamente, los elementos se disolverán abrasados”) como apoyo a la flecha temporal del universo.
El nuevo paradigma termodinámico, marcado por el desarrollo de la segunda ley (la entropía del universo siempre tiende a aumentar) y moldeado de forma esencial por Kelvin, depende crucialmente del concepto de “proceso irreversible”. El científico pensaba que solo Dios era el creador eterno, siendo imposible que los seres humanos pudieran crear o destruir por sí mismos; pero en la decadencia orgánica y en la resistencia al movimiento llegó a concebir la “irreversibilidad” o “disipación” como una característica central y universal de los sistemas físicos: las montañas se erosionan y los animales mueren. La entropía del universo crece hasta que se alcance su “muerte térmica” y resulte imposible extraer de él energía en forma de trabajo.
El historiador Peter Bowler señala las semejanzas entre el pensamiento de Kelvin y el de su hermano James a este respecto:
“Ambos hermanos vieron sus investigaciones de la naturaleza como un medio de entender la creación divina. La motivación subyacente a su trabajo en termodinámica fue tanto práctica como religiosa. La cosmovisión de los hermanos se centró en la fuente de energía que impulsaba todos los procesos naturales. La fuente principal de energía era Dios, quien había creado la energía necesaria al principio, y las leyes de la naturaleza que había instituido conducían a una inevitable disminución en la cantidad de energía que quedaba disponible para el trabajo útil en los procesos naturales”.
Si la idea dominante en la ciencia del siglo XVIII había sido la del equilibrio, con las fuerzas de la naturaleza trabajando continuamente para restablecerlo, la termodinámica mostraba una direccionalidad siempre presente en la naturaleza. En definitiva, la tensión entre la idea de un Creador y un mundo creado que decae de forma irreversible llegó a inspirar a Kelvin algo muy concreto sobre el funcionamiento del universo: su comprensión complementaria de las dos primeras leyes de la termodinámica.
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