sábado, 16 de enero de 2016

Música, ciencia y otros cuartos de maravillas

La ciencia es un capricho obsesivo de la curiosidad. El duende del conocimiento calienta y hasta quema al que lo tiene dentro, pero para otros solo suena a superflua dedicación hacia innecesarias inquietudes. Como la música.
En cuanto los europeos empezaron a vagabundear por todo el planeta descubriendo tierras lejanas y culturas ajenas la curiosidad rellenó sus baúles y sus salones en forma de plantas exóticas, animales desconocidos, rocas peculiares, o utensilios extravagantes. Algunos para sorprender, otros para fardar, o por el fervor del conocer, quienes tenían recursos se llevaron a casa toda clase de rarezas y singularidades, amontonando estos objetos extraordinarios en sus cuartos de maravillas llamados, con su incisiva fonética alemana, wunderkammern. Cuando la cosa se les escapó de las manos los llamaron museos.
La curiosidad es un factor intrínseco de la naturaleza humana, aunque con diferentes medidas, patrones, y grados. Sabemos que suele asociarse más bien a nuestras edades juveniles, apagándose con los años. También sabemos que afecta de forma distinta a distintas personas, desde los que se inmolan por ella hasta los que pasan olímpicamente de cualquier estímulo. Sin contar que alcanza objetivos de diferentes escalas, que van desde la estructura del universo hasta la vida privada del vecino. Esta diversidad lleva evidentemente a entender e interpretar sus consecuencias, inclusa la ciencia, de forma muy distinta. Por lo menos en teoría, quien se dedica a la ciencia debería tener cierto afán hacia el conocimiento de los mecanismos y de los procesos, una atracción hacia las preguntas, una pasión a veces insana hacia las respuestas. Si es verdad que los que trabajan en investigación no representan un promedio de curiosidad dentro de la variabilidad de la población sino unos casos extremos, la consecuencia es sencilla y redonda: los demás los verán como seres inquietos que se hacen preguntas innecesarias. Y creo no equivocarme si digo que es experiencia de cualquier científico encontrarse frecuentemente en charlas de todo tipo con amigos y familiares que, con cara escéptica y preparada para no escuchar la respuesta, te preguntan “¿y esto para qué sirve saberlo?”. Desafortunadamente creo que la respuesta es, en muchos casos, la misma que se suele dar para una poesía o una canción: si tengo que explicártela, no creo que la vayas a entender. Pero la ciencia tiene un componente lógico importante, con lo cual de todas formas un esfuerzo de elucidación hay que hacerlo, por lo menos intentarlo. Acto seguido, empieza una explicación que remonta a otros factores que llevan iterativamente a la misma pregunta, moviendo el debate a una escala más general en un juego de matrioskas donde la pregunta recurrente (¿para qué sirve?) en realidad esconde una dificultad o hasta un rechazo de entender el objetivo principal: conocer. Las cosas como son, y para muchas personas la curiosidad de averiguar un detalle de la vida privada del vecino es mucho más irresistible y motivadora que la curiosidad de sondear los confines del universo o los misterios de la mente humana.
El resultado de este sesgo entre los que se hacen preguntas de mucha enjundia y los que pasan suficientemente de ellas afecta sensiblemente la percepción social de la ciencia. Todos reconocen la importancia del conocimiento científico, pero una amplia parte de la sociedad piensa que muchas cuestiones que se ponen los investigadores son inquietudes infructuosas, un picor respetable pero no necesariamente útil a la existencia de los demás. Aunque en unos cuantos casos no digo que no sea cierto, en general sabemos que este picor es el que mueve los avances de nuestra cultura científica y técnica, y es muy difícil explicarlo a alguien con una piel tan curtida que ya no puede percibir este estímulo.
Sea como sea, todos reconocen la importancia de la ciencia pero pocos están dispuestos a meterse en ella, o a entender sus razones. Reconocer la importancia de la ciencia se ve como un deber social (queda bastante feo afirmar lo contrario), pero ir más allá de un puro entretenimiento suena a muchos como extravagancia superflua. No acaso, los museos de arte o historia suelen estar pensados para un público adulto, mientras que los museos científicos están ampliamente diseñados para un público joven o hasta infantil: la ciencia es fundamental, pero es cosa de críos.
Algo parecido pasa con la música. Todos somos melómanos, y una afirmación contra la importancia de la música te puede tachar de bicho raro. Pero, realmente, ¿cuántos están dispuestos o interesados en meterse en ella? A todo el mundo (o casi) le gusta la música, pero pocos estudian un instrumento, que sería como decir que me gusta leer pero no quiero aprender a escribir. La música es, con toda probabilidad, la actividad cultural que más involucra nuestro cerebro. El estudio y la ejecución musical representa el ejercicio y el entrenamiento supremo de nuestro sistema nervioso central: estructurar los patrones rítmicos, entender las combinaciones armónicas, seguir las variaciones melódicas, planear y recordar, coordinar cada sutil movimiento del cuerpo, integrar oído vista y tacto y todo ello, a ser posible, metiéndole a la vez emoción y carácter. Es muy difícil encontrar una actividad cognitiva que implique a más elementos o procesos de nuestros sistemas mentales. Además de involucrar a todo el cerebro, los efectos son bastante decisivos, y la práctica musical es capaz de “moldear” las redes neurales con una asombrosa contundencia. Si esto ya es interesante a nivel de diferencias individuales, imaginaos cuando se consideran las diferencias entre culturas, teniendo en cuenta que hay formas muy distintas de estructurar la música entre poblaciones humanas lejanas en el tiempo o en el espacio. Los componentes básicos de la música son ritmo, melodía, y armonía, pero el peso relativo de estos tres elementos es muy diferente en cada sociedad, y cada cultura evoluciona una combinación particular de ellos, a menudo exaltando un aspecto a costa de los otros. El ritmo se refiere a la secuencia y a los patrones temporales, la melodía a la secuencia de las notas, y la armonía a sus combinaciones simultáneas, y está claro que cada uno de estos elementos requiere procesos neurales complementarios y entrena capacidades cognitivas diferentes. De hecho a menudo la música de otras culturas nos parece “toda igual”, porque no tenemos la capacidad de cazar los matices de una composición acústica estructurada sobre patrones sensoriales que no son los nuestros. Todo esto neurobiólogos y psicólogos bien lo saben, y desde siempre los músicos han sido perfectas cobayas para miles de experimentos neurocientíficos: o se comparan capacidades cognitivas en músicos y no-músicos, o en un mismo grupo de personas antes y después de un periodo de entrenamiento musical. El músico, hay que reconocerlo, es un ser anómalo, tal como el científico, ambos atrapados en sus cuartos de maravillas que todos admiran pero que casi nadie quiere compartir.
La ciencia nace de la necesidad de hacerse preguntas, de un afán para entender procesos y mecanismos, y de la afición para amontonar cosas raras en el salón de casa. Y todos reconocen este valor, siempre y cuando el salón sea de una casa ajena. El papel de la curiosidad en avivar la llama es fundamental, pero si la curiosidad es la fuerza de la ciencia también es su límite, y en el contexto social la vincula a un rol de entretenimiento accesorio. Lo mismo pasa con la música, arte sagrado que más allá de sus duendes mágicos tiene que vivir al fin y acabo de su contratación como solazo y pasatiempo. Igual que la ciencia, la música a menudo se interpreta con un debido y respetuoso alejamiento. Algo esencial y noble pero donde los demás, aunque reconociendo el valor y desde luego evitando críticas impopulares, no se meten, disfrutando de su función de entretenimiento pero sospechando frente a un exceso de compromiso, a no ser que haya razones profesionales y laborales de por medio, es decir ganancia. En muchos países del norte de Europa la cosa se toma mucho más en serio, pero en general la cultura occidental asocia la música más bien a un rol de diversión social, lo mismo que a menudo ocurre con la divulgación científica. Como con la ciencia, también con la música lo que no tiene aplicación o ingreso económico se interpreta como picor innecesario. Como ocurre con los museos científicos, también las academias musicales diseñan a menudo sus contenidos pensando en un público joven o infantil, es decir apostando por aquellas edades en las que picores e inquietudes son más patentes y sobre todo más aceptados a nivel social.
Ciencia y música son ambas actividades que involucran complejos procesos cognitivos, entrenan los mecanismos neurales y moldean nuestros cerebros en profundidad, cambiando nuestra forma de ver y sentir el mundo. Louis Pasteur nos hizo notar que no existen las ciencias aplicadas, solo las aplicaciones de la ciencia. Y, como nos recordó la generación beat, muchas veces conformarse es la clave para ser infeliz. El resto es curiosidad.
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Recientemente he publicado en Jot Down este artículo sobre ciencia y sociedad: Los prisioneros de la torre de marfil. El libro “Musicofília” de Oliver Sacks es un precioso compendio de relaciones entre música y cerebro. En mi blog de música he tratado a veces temas asociados a neurociencia, con comentarios sobre cognición extendidaasimetrías cerebrales, o anatomía funcional. Echad un vistazo.
Emiliano Bruner
Investigación Y Ciencia

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