Un día, durante la ocupación de París por la Alemania nazi, Paul Valéry se cruzó con un oficial alemán a las puertas del vetusto edificio donde el escritor impartía sus lecciones de poética.
—¿Qué se enseña en esta escuela? —preguntó el oficial
—He aquí un lugar donde la palabra es libre —respondió el poeta.
La anécdota aparece en el capítulo consagrado al Collège de France en el monumental Los lugares de la memoria, coordinado por el historiador Pierre Nora. Porque el Collège de France, o Colegio de Francia, es uno de estos lugares de la memoria: una institución que a lo largo de los siglos ha ayudado a configurar la identidad nacional francesa.
Una universidad sin diplomas. Un centro de investigación con aulas abiertas a todo el mundo, y sin pagar matrícula ni billete de entrada. Una institución del Estado —fundada por un rey y posteriormente bajo la protección del presidente de la República— pero celosa, como señalaba Valéry al oficial alemán, de su libertad. Un emblema del vigor de la excelencia francesa, de su force de frappe cultural y científica (del mismo modo que la fuerza nuclear es un pilar de su influencia geopolítica), aunque queden lejos los tiempos en que las letras y las ciencias de este país marcaban el paso de los avances de la humanidad.
Hoy, casi medio milenio después de su fundación en 1530 por el rey Francisco I y el humanista Guillaume Budé, el Collège de France sigue fiel al espíritu original, que hace de él una especie de objeto académico no identificado. Lo único comparable en otro país quizá sea el Instituto para el Estudio Avanzado de Princeton, fundado en 1930 con Albert Einstein como uno de sus primeros profesores.
“Queda el espíritu del Renacimiento: la idea de Francisco I y Guillaume Budé de enseñar disciplinas que no estaban en el programa tradicional de la Sorbona, todavía medieval. Por eso, entre las primeras materias que se enseñaron se encontraba el hebreo y el griego”, explica Alain Prochiantz, administrador del Collège y profesor titular de la cátedra de procesos morfogenéticos. “Y este espíritu del Renacimiento sigue presente, en el sentido de que no tenemos un programa fijo: enseñamos lo que queremos y, sobre todo, lo más reciente en la historia de nuestras disciplinas. Nuestra divisa, docet omnia [enseñarlo todo, impartir todas las materias], aún es válida. Si consideramos que tal persona es la mejor de su disciplina, o que ha abierto un campo nuevo, entonces deseamos traerla aquí y construimos una cátedra para ella”.
Cuvier, Foucault, Champollion, Braudel, Barthes… La nómina de profesores resume una parte del conocimiento de los últimos siglos
No es sencillo, en un momento en que el Collège compite con las grandes universidades y centros de investigación norteamericanos y europeos para atraer a las mentes más brillantes. Y esto, con un presupuesto de unos 33 millones de euros anuales, un tercio del palacio del Elíseo, que se completa con otras vías de financiación exterior, por fundaciones o filantropía, o por agencias científicas francesas o internacionales.
Además del docet omnia, el otro lema lo acuñó uno de sus profesores ilustres en el siglo XIX, Ernest Renan: en el Collège de France se enseña “la ciencia mientras se está haciendo”. Cada uno de los profesores —47 hoy— tiene dos obligaciones: explorar las últimas fronteras del conocimiento e ir enseñando al público —que puede ser un estudiante, un especialista o una persona de la calle con curiosidad— los resultados de esta investigación. Los cursos cambian cada año: reflejan la evolución de la ciencia en tiempo real. En el curso 2017-2018, por ejemplo, cualquier interesado puede asistir a las clases de la sinóloga Anne Cheng sobre la historia intelectual de China, ver al historiador Antoine Compagnon disertando sobre la literatura como deporte de combate, seguir el seminario del politólogo de referencia de la Francia contemporánea, Pierre Rosanvallon, sobre la democracia en la era de la posverdad, descubrir en qué trabaja la astrofísica Françoise Combes asistiendo a sus lecciones sobre “Dinámica de las galaxias: espirales y barras, interacciones y fusiones”, o aprender en boca del propio Prochiantz qué es “El mito del 1,23%”, el título de su curso este año.
En el auditorio Margarita de Navarra del Collège de France se ha podido escuchar en las últimas semanas la lección inaugural —la primera lección de un nuevo catedrático, un momento clave en la vida de la institución— de Vinciane Pirenne-Delforge sobre religión, historia y sociedad en el mundo griego antiguo, o un coloquio de Mario Vargas Llosa con Antoine Compagnon. Vargas Llosa recordó cómo a principios de los años sesenta siguió en estas aulas los cursos del filósofo Maurice Merleau-Ponty y del historiador Marcel Bataillon. La nómina de profesores que han pasado por el Collège de France es un panteón de las letras y ciencias: Ampère, Cuvier, Monod, Michelet, Lévi-Strauss, Foucault, Dumézil, Champollion, Braudel, Bourdieu, Bergson, Aron, Boulez… Algunas lecciones inaugurales se han convertido en pequeños clásicos, como la de Roland Barthesen 1977. Barthes dijo que su ingreso en la institución era “una alegría más que un honor, porque el honor puede ser inmerecido, la alegría no lo es jamás”. Y añadió: “Otra alegría me viene hoy, más grave, porque es más responsable: la de entrar en un lugar del que rigurosamente podemos decir que está ‘fuera del poder”.
Algunas materias —las humanísticas, en general— son relativamente accesibles; otras, como las que enseñan Combes o Prochiantz, requieren un nivel de conocimientos que las convierten en esotéricas para una mayoría. “La idea consiste en enseñar a niveles diferentes: dar un curso que sea interesante para los especialistas, y al mismo tiempo que los no especialistas entiendan de qué se trata, que oigan la música”, dice Prochiantz. “Lo último que queremos hacer es la vulgarización científica. Nunca. El concepto es el mismo que tenía el Teatro Nacional Popular en el periodo de Jean Vilar: dar al mayor número de personas lo mejor de lo que se está haciendo. Subir el nivel de los estudiantes y no bajar el nivel de lo que se enseña”.
El Collège promueve una forma muy francesa de elitismo republicano: una visión exigente del mundo que es universal —y más gracias a la difusión de los cursos en la Red—, pero muy arraigada también en una historia particular, indisociable del contexto urbano del Barrio Latino de París, e imposible de entender sin la fe tan francesa en la lógica y la razón.
Compite con las grandes universidades para atraer a las mentes más brillantes, con un presupuesto de 33 millones, un tercio del Elíseo
Hoy, en tiempos de fake news, “es importante que existan lugares como este, con la autoridad para poner a disposición de un público muy amplio hechos que presenten una cierta solidez”, dice Prochiantz, escéptico ante la existencia, en 2017, de un estilo propiamente francés de hacer ciencia o investigación. “Todo gran intelectual, sea un científico o un literario, un humanista, es alguien que inventa su propia lengua, su estilo. Este es el tipo de profesor que queremos en esta casa: intelectuales capaces de inventar su propio estilo, no en referencia a una historia nacional, sino más bien personal”.
No encerrarse en lo que él llama “la autosatisfacción y el repliegue en sí mismo” es, según el administrador, la clave para la supervivencia. El “espíritu pueblerino” —caer en un engañoso sentimiento de superioridad, mirarse el ombligo en vez de a Europa y al mundo— constituye una amenaza. “Es así como mueren las instituciones”, concluye, “cuando se vuelven perezosas, autocentradas, nacionalistas, regionalistas”. Los peligros que para el Collège de France son los mismos que acechan a Francia, y a Europa.
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