No es novedad que estamos viviendo una pandemia vírica sin precedentes. El SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19, infecta a cientos de miles de personas. Ha llevado a una situación límite a los hospitales de medio mundo y ocasionado un terremoto económico de una magnitud aún imposible de calcular. Hace tan solo unos meses, el coronavirus SARS-CoV-2 no existía. Al menos, no como causante de una patología en humanos.
Hasta hace no tanto tiempo, el virus infectaba animales. Ha pasado de ellos al ser humano de una manera que aún no está clara, pero que sin duda tiene que ver con los –para nosotros, exóticos– mercados de animales salvajes chinos. Allí se hacinan especies diversas a la espera de ser vendidas como alimentos. Algo similar ocurre con el Ébola, que se transmite ocasionalmente al hombre a través de la carne de mono que se consume en algunas regiones de África.
De animal a humano, y de ahí a conquistar el mundo. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede algo tan pequeño, de lo que ni siquiera habíamos oído hablar, infectarnos de repente con tanta facilidad y multiplicarse exponencialmente como si estuviera diseñado para ello? La respuesta a esta pregunta no está en las teorías de conspiración, que sostienen que el agente causante de la COVID-19 es una arma biológica, sino en algo mucho más potente que cualquier ejército o grupo terrorista.
Existen millones de seres vivos que se reproducen, mutan e intercambian genes. La biosfera es increíblemente diversa, y también muy promiscua. Muchos de los millones de variantes de virus que infectan a los animales acaban entrando en contacto con los seres humanos, pero no son capaces de infectarnos o lo hacen muy débilmente.
Por azar, algunas de estas variantes sí infectan humanos, provocan enfermedades y se transmiten entre la población de manera limitada, y aquí acaba todo.
Cuando, una vez más por azar, el virus encuentra las condiciones necesarias para extenderse, lo hace. A veces con la potencia de la cepa de gripe que causó la famosa epidemia de 1918 –que se extendió a sus anchas por las trincheras de la Primera Guerra Mundial–. O con la virulencia con la que ahora se extiende por todo el mundo el SARS-CoV-2.
Todo esto puede resultar extraño. ¿Una epidemia es solo azar? Realmente no lo parece. Es verdad que hay algo más.
El experimento de la piscina
Pongamos un ejemplo que no tiene nada que ver con la biología. Imaginemos que tenemos una piscina llena de pelotas en vez de agua. Miles de pelotas, de todos los tamaños imaginables; desde pequeñas como una de golf, hasta grandes como las de baloncesto.
Ahora imaginemos que introducimos un aro atado a un bastón dentro de la piscina. Digamos que el aro tiene 13,2 cm de diámetro, aunque podría ser de cualquier otra medida. Si movemos el aro arriba y abajo dentro de la piscina para pescar las pelotas, al cabo de poco tiempo seleccionaremos una de, casualmente, 13,2 cm de diámetro. Habrá encajado exactamente en el aro, quedándose ahí dentro, atascada. Seleccionada. El virus es esa pelota.
Él también ya estaba allí, como la pelota de 13,2 cm de diámetro, y ha sido un suceso (el paso del aro) lo que ha permitido su selección. Todos los demás virus –como el resto de pelotas– no han sido seleccionados porque no encajaban en el aro. El SARS-CoV-2 sí que encaja en nuestro aro (nuestra manera de relacionarnos, de respirar, de tocar, de viajar y de toser).
El número de virus es infinitamente superior a las pelotas que caben en una piscina. Por si fuera poco –a diferencia de las pelotas– los virus mutan, cambian. Así que, tarde o temprano, esto tenía que pasar. Nuestra interacción con los animales (pasar el aro por la piscina) acaba pescando un virus nuevo que infecta humanos, salta de aeropuerto en aeropuerto y se amplifica en los hospitales, entre los enfermos y el personal sanitario. No es la primera vez que ocurre, ni será la última.
Un arma de doble filo
La buena noticia es que el mecanismo responsable de la potencia mortífera de este virus –la selección natural que descubrió Darwin– puede ser, paradójicamente, la clave para deshacernos de él.
Existen antivirales que funcionan muy bien contra otros virus, como el del herpes y el sida. De manera que una opción terapéutica prometedora es la búsqueda de compuestos naturales con actividad antiviral para luchar contra la COVID-19. Tenemos que encontrar una substancia en algún lugar de nuestra biosfera–en la lengua de una vaca, en el fondo de los océanos, en la superficie de una placa solar o en el intestino humano– que pueda interferir con el ciclo de vida de este virus maldito.
Sería como buscar una aguja en un pajar de no ser, de nuevo, por la selección natural. Esta nos permitirá evaluar rápidamente miles de muestras naturales, reteniendo aquellas que demuestren actividad frente al virus. Como en Star Wars, la selección natural es la fuerza capaz de casi todo. Tiene el reverso tenebroso en los virus y bacterias patógenos que nos hacen enfermar, pero también el lado luminoso en todas las herramientas que usamos los microbiólogos para identificar compuestos con actividades biológicas increíbles, como por ejemplo, destruir virus. En eso estamos. Que la fuerza de la selección natural nos acompañe a todos.
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