La pezuña de la Gran Bestia, el cuerno de unicornio, la piedra bezoar, el almizcle, el cuerno de ciervo, la carne de momia, la enjundia humana, la triaca magna, el mitridato, el hueso de corazón de ciervo, el espodio, el escorpión, el castóreo, las esmeraldas, las perlas, el oro, la plata, el ajenjo. Estos y muchos otros remedios son los que conformaban la botica del misticismo, apoteca peregrina e insólita, también de inmundicias, y que han formado parte de la historia del arte de curar. Es decir, de la farmacia.
Desde las sociedades primitivas el hombre trató de curarse de las enfermedades empleando los productos que la naturaleza le ofrecía. En esos orígenes terapéuticos, la intención de esa farmacia simbólica y sagrada era apaciguar al dios o demonio causante de su enfermedad punitiva. Mediados por el brujo o el mago, se conciliaba estos productos con el rito y la magia, y no necesariamente basándose en la virtud curadora por sí misma de la planta escogida, mineral o animal.
Con el tiempo, el pensamiento mágico se va transformando en religioso. Se mantiene esta dualidad en pueblos como el mesopotámico y el egipcio, además de un empirismo que va tomando más protagonismo a medida que esas culturas avanzan.
Con la llegada del mundo clásico griego al escenario terapéutico, salvo en los templos de Asclepio, el concepto cambió radicalmente para tornarse en la búsqueda de un esquema fisiológico y filosófico en el que el medicamento pudiera explicarse desde el punto de vista de la razón y las proporciones armónicas. Su intención era alejarse de la esfera religiosa y mágica.
La supervivencia del mundo mágico
La conexión con el mundo exótico y mágico no desapareció. Se integró veladamente en la farmacia y, por ende, en las boticas. Estas obtenían por ello notables beneficios en no pocas ocasiones. Cuanto más vistosa, mística, singular, fantástica, increíble, prometedora y prodigiosa es la medicina, más vende, independientemente de su ineficacia absoluta en la mayoría de las ocasiones. Algunos herbarios, los lapidarios y los bestiarios, proporcionaron una buena mecha a este caldo de cultivo.
Los enfermos tampoco tuvieron en la farmacia exenta de estos ingredientes exóticos un panorama positivo o útil en la lucha contra la enfermedad, al menos hasta el siglo XIX. Es lógico que los pudientes se adhiriesen a los medicamentos prodigiosos, aunque fueran más caros y sorprendentes, porque se lo podían permitir, y era una buena forma de significar a las familias más potentadas.
Si el doliente tenía pocos recursos, no tenía más remedio que acudir a la “botica de la abuela”, la del pueblo, la de las tradiciones. Esta era igual de ineficaz que la oficial, pero menos cara.
Guía de medicamentos fabulosos
Cuerno de ciervo.
Sus virtudes fueron exaltadas en los bestiarios al relacionarse a este animal con Cristo. Por lo tanto, solo podía proveer el bien a quien lo utilizara. Formaba parte de diferentes medicamentos. Por ejemplo, en el siglo XVI, de los polvos de diamargariton frío, que tiene por base perlas trituradas mezcladas en miel colada junto a cilantro, coral, aljófar, goma arábiga, rasuras de marfil, alcanfor, almizcle y agua de rosas.
De forma más prudente en los beneficios que confería, estaba aún presente en la composición decimonónica de otros medicamentos, como el espíritu volátil de cuerno de ciervo, al cual, el Código de Medicamentos (Farmacopea Francesa) de 1840, le atribuía las acciones de antihelmíntico y antiespasmódico.
El cuerno de unicornio.
Este es el apéndice de un animal bello, fabuloso y curativo, imaginario y legendario, que representó a la farmacia en muchos países. Se empleó como alexifármaco o antídoto magnífico en la Edad Media y durante el Renacimiento, también era considerado antiepiléptico y sudorífico.
En esencia, era el diente del narval.
Las piedras bezoares y el almizcle.
Se trata de concreciones que se forman en el estómago de algunos rumiantes. Se les atribuían virtudes energéticas, por lo que se aprovechaban para excitar el sudor y expulsar el veneno del cuerpo humano.
El almizcle procede de un simple animal de atrayente olor a madera que procede de una bolsa que el almizclero tiene en el vientre. A mediados del siglo XIX, en el Nuevo Tratado de Farmacia Teórico y Práctico de E. Soubeiran, se presentaba como un poderoso excitante, enérgico, antiespasmódico y útil para las enfermedades nerviosas.
Ejemplo de algún medicamento compuesto con los simples antes relatados eran las tabletas doradas del papa Julio II. Estas llevaban, entre sus treinta y ocho ingredientes, unicornio, piedra bezoar, almizcle, cuerno de ciervo, marfil, espodio y esmeraldas.
Enjundia humana y carne de momia.
La enjundia humana, o grasa humana, era obviamente muy cara. Estaba relacionada con la farmacia simbólica y tenía una nula actividad, pero por su escasez y elevado precio, se posicionaba en el periodo ilustrado como un simple animal de gran valor, apareciendo representada en la Real Botica.
La carne de momia convertida en polvo se usó como medicamento entre la Edad Media y la Ilustración. No obstante, el origen de su utilización estuvo en un equívoco lingüístico porque, en un principio, lo que se usaba eran sustancias bituminosas, ya fuera como antídoto o como medicamento contra los traumatismos (bitumen en persa era mum o mumiya). El término tornó después a identificar a las momias, y también su carne se pensó que era sanadora para muchas enfermedades.
La triaca magna.
Tras el mitridato, llegó la triaca magna, llamada de Andrómaco, que hunde sus raíces en el siglo III a. C y se empleó hasta el siglo XIX. Era un polifármaco compuesto por simples de los tres reinos, hasta setenta y siete, la mayoría vegetales, pero también animales y minerales –como la tierra sigillata (tierra sellada: alexifármaco y astringente)–.
La triaca era un antídoto contra los venenos y con milagrosas virtudes terapéuticas, como alargar la vida. Entre sus componentes, la víbora le otorgaba el supuesto pero magnífico poder curativo, pues Galeno, en su explicación que “lo similar cura a lo similar” y, creyendo que la carne de víbora era venenosa, pensaba que un veneno podría ser neutralizado por otro. Además, la serpiente tiene un gran poder simbólico desde siempre, regenerador.
La complejidad realzaba al medicamento, las víboras, hembras y no preñadas, habrían de cazarse en verano, para después hacer los trociscos. También llevaba castóreo, sustancia olorosa contenida en dos bolsas que tienen a los lados de los órganos genitales externos los machos y las hembras del castor, producto al cual también se le atribuía un valor alexifármaco y antiespasmódico.
La triaca magna era un medicamento caro, afamado y exótico, infalible y universal, que en muchas ocasiones se falsificaba. Derivado de ello, Felipe V concedió, el 15 de marzo de 1732, la prerrogativa de su elaboración al Real Colegio de Profesores Boticarios de Madrid, el cual envolvía su elaboración en un halo de misterio que potenciaba su portentosa acción medicamentosa, absolutamente falsa. Si acaso, proporcionaba esperanza, lo único que le quedaba al pueblo, sobre el que la enfermedad se enseñoreaba sin tener un remedio que la apaciguara.
A todo esto, sangrar, purgar y lavativar eran los duros tratamientos que acompañaban a los medicamentos inútiles adscritos a la farmacología oficial. Lógico que esta terapéutica mágica no desapareciera, y más si estaba amparada en el miedo, en la desazón del afligido y en el aprovechamiento del comerciante, en muchos casos.
Actualmente los medicamentos milagro y los remedios secretos están prohibidos, pero esto no quiere decir que no haya productos hábilmente anunciados que, comercializados fuera de los cauces farmacéuticos oficiales, siguen proporcionando lo mismo: vender humo.
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