lunes, 9 de mayo de 2022

¿Por qué juegan los animales? La compleja evolución de la diversión

 Los gatos se pueden tomar el juego muy en serio. Desde hace unas semanas, cada noche, antes de cenar, entretengo al gato con unas plumas atadas a una caña. Le encanta. Se esconde tras el sofá, se agazapa en posición de acecho, menea el trasero, se concentra en el juguete antes de salir corriendo por el pasillo y alcanzar una presa que sabe es falsa. Entonces se detiene. Dejar caer las plumas de la boca y me mira. Quiere que siga moviéndolas, volver a correr y saltar. Divertirse. Él le dedicaría más tiempo al juego del que le doy. Algunos perros hacen lo mismo, son insaciables, no se cansan de traerte la pelota. Y ahí van otra vez, la cola delata su felicidad. Todos estamos familiarizados con el juego de perros y gatos. Lo reconocemos, cuando contemplamos una de estas escenas, que hoy atiborran las redes sociales, deducimos que los animales están disfrutando, pero ¿qué sucede con el resto de las especies? ¿Juegan todos los animales?

No es una pregunta fácil de responder. Para ello, antes se debería poder definir correctamente lo que es el juego. En criaturas que nos son habituales, como perros y gatos, e incluso con otros animales domesticados, podemos llegar a interpretar si se están divirtiendo con una actividad; quizá hasta lograríamos extender esta intuición a otros mamíferos salvajes, pero, la realidad es que nos resulta imposible deducir las emociones de la mayoría de las especies. ¿Cómo saber cuando se divierte un cocodrilo? ¿Siente placer un cuervo cuando se desliza en trineo por un tejado nevado? ¿Disfrutan los pulpos lanzando chorros de agua a una botella para hacerla danzar? No es fácil descifrar lo que es el lúdico. Los científicos han aportado distintas definiciones, y se han llegado a considerar varios criterios que debe cumplir una conducta para poder ser considerada como juego.

 

El primero de ellos consiste en que la acción debería ser inútil en el momento de su ejecución. Por ejemplo, mi gato, por mucho que persiga la caña de plumas y le dé caza, no obtiene ningún alimento de ello. El segundo apunta a que la acción debe ser voluntaria, sin que los individuos que la están realizando se vean obligados a actuar de esa manera por las condiciones ambientales: el cuervo que se escurre por el tejado nevado lo hace por propia elección, quizás porque le resulta agradable, no porque no tiene otra manera de bajar de la azotea o se haya resbalado accidentalmente por ella. También hay que constatar que la acción tiene lugar cuando los animales están relajados y saciados; una conducta no puede considerarse como juego si el hambre o el miedo pueden estar condicionando la actuación. Los hechos deben ser diferentes a sus equivalentes funcionales. Así pues, cuando un el gato juega conmigo me muerde con delicadeza, igual que cuando otros animales juegan a pelearse, los golpes y los mordiscos que se dan los unos a los otros, no son los mismos que cuando se ven involucrados en un conflicto real. Finalmente, la conducta no debe ser anecdótica, sino repetirse en el tiempo u observarse en varios individuos. Cada vez son más las conductas que cumplen estos requisitos. Los investigadores van acumulando evidencias en especies de lo más variopintas, de las que hasta hace poco resultaba inverosímil pensar que jugaban, pues más allá de los consabidos mamíferos. Estas conductas se han descrito en aves, reptiles, peces, e, incluso, en algunos invertebrados como pulpos y arañas. El juego es más común en el mundo animal de lo que se pensaba, pero no es universal; aparece en algunos grupos, pero en otros no, aquí y allí, salpicando diferentes ramas del árbol filogenético que llevan a plantear las razones de su evolución. Después de todo, jugar no es como alimentarse o reproducirse, no parece una función básica en la vida de un individuo, así pues ¿para qué sirve el juego?

La explicación más simple que encontramos es la que considera que el juego no tiene función ninguna. Los animales podrían jugar por el placer de hacerlo. Este podría ser el caso de los gorilas de montaña (Gorilla beringei beringei) cuando se plantan en medio de un arroyo y empiezan a barrer el agua con los brazos de un lado a otro. Pueden pasarse minutos chapoteando, tanto machos como hembras, tantos individuos jóvenes de 7 años como adultos de 15. Los machos de gorilas occidentales de llanura (Gorilla gorilla gorilla) golpean dramáticamente el agua como exhibición de poder, pero lo visto en los gorilas de montaña no parece ser disuasorio, ni una demostración de fuerza, sino un acto de placer, una diversión; igual que se ha visto que las ratas que juegan a pelearse disfrutan de ráfagas de dopamina y otras sustancias químicas neuronales que activa la vía de recompensa del cerebro. Los perros que te traen la pelota para que se la lances una y otra vez parecen haber descubierto la forma de explotar este sistema de recompensas para sentir placer múltiples veces. Y aunque en algunos casos el juego pueda carecer de otro propósito evolutivo que el ser algo gratificante, evocar al placer evita intentar explicar el fin adaptativo del mismo, y, aunque la idea resulte tentadora, no deja de ser difícil de demostrar, pues que no seamos capaces de imaginar la utilidad de algunas conductas no implica que no exista tal uso. Después de todo, clarificar las motivaciones y los beneficios del juego, más allá de su valor gratificante, podría explicarnos mucho sobre nosotros mismos y nuestro desarrollo cognitivo.

Una de las hipótesis más aceptadas es pensar que el juego ayuda a aprender habilidades importantes, de tal manera que mi gato, al perseguir las plumas de mentira, estaría aprendiendo y ejercitando sus habilidades de caza. Esta es una idea ampliamente extendida, una explicación que parece obvia y que, sin embargo, no ha resistido el escrutinio científico. Ni los gatosque crecieron rodeados de juguetes para gatos acabaron siendo mejores cazadores que los otros, ni las nutrias asiáticas (Aonyx cinereus) que más malabares hacen con piedras son mejores a la hora de resolver acertijos o extraer comida que las nutrias que no juegan a hacer malabares. Es sorprendente la cantidad de experimentos que han fracasado al intentar probar la utilidad del juego, sugiriendo que muchos animales no parecen aprender demasiado a través del juego. En los humanos, tampoco está muy claro, no hay datos consistentes que aseguren que el juego mejore la creatividad, la resolución de problemas o las habilidades sociales de los niños. Faltan pruebas sólidas, y quizás el problema radica en que el juego no mejore cosas fáciles de medir como el coeficiente intelectual, sino cosas más sutiles y difíciles de medir, como preparar al cerebro para hacer frente a las incertidumbres de la vida. Al jugar, los animales exploran nuevas posibilidades, nuevos desafíos, reduciendo incertidumbres futuras. Se ha demostrado que las ratas jóvenes que crecen aisladas tienen la corteza prefrontal, una zona del cerebro involucrada en las interacciones sociales y la toma de decisiones, menos desarrollada, y llegan a tener menos memoria a corto plazo, menor control de los impulsos y de reacción ante otras ratas, de manera que estos individuos no son tan buenos como los que han jugado con otras a la hora de pelearse, tener sexo o al enfrentarse a un entorno nuevo. No somos ratas, pero nos parecemos mucho

Quizá, el juego sea un subproducto evolutivo. Las crías y los jóvenes, de casi todas las especies, tienen la necesidad innata de explorar y experimentar para descubrir de qué alimentarse y qué peligros evitar, algo que puede acabar transformándose en algo lúdico en animales con cierta capacidad cognitiva y suficiente tiempo libre. Así, los pulpos juegan mucho cuando están en un acuario, pero no tan tanto en el mar, donde comer y esconderse para sobrevivir, se suponen que ocupan todo su tiempo. Lo mismo podría suceder con los dragones de Komodo que juegan con sus cuidadores al tira y afloja en los zoológicos, los cocodrilos que juegan a golpear pelotas con la cola, o los geckos que en su día se divirtieron con un objeto flotante en gravedad cero a bordo del satélite ruso Bion-M1: todos disponen de tiempo libre, como nosotros cuando nos quedamos enganchados mirando vídeos de animales jugando en las redes sociales.

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