Tras más de siete meses de calma volcánica, este pasado verano la península de Reykjanes, en el oeste de Islandia, volvió a estallar en llamas. Después de que una serie de terremotos sacudiera la zona a finales de julio y principios de agosto, el volcán Fagradalsfjall escupió un torrente de lava en el valle de Meradalir (cerca de la lava expulsada por el mismo volcán en 2021, que apenas se había enfriado), ofreciendo a los turistas e investigadores el vibrante resplandor rojo anaranjado de la roca fundida a solo treinta kilómetros de Reikiavik.
Estas impresionantes exhibiciones volcánicas no son raras en Islandia, una de las masas continentales más jóvenes del mundo en términos geológicos. El país entero es el producto de millones de años de erupciones y se halla situado en un punto que favorece la actividad volcánica actual; los científicos advierten que la reciente sucesión de erupciones podría señalar el despertar de un potente sistema volcánico después de un letargo de 800 años.
La erupción de este verano brindó una valiosa oportunidad para recabar datos sobre el desarrollo del sistema y el movimiento subterráneo del magma. Las mediciones efectuadas en este escenario tan accesible ayudarán a predecir mejor el inicio y la causa de las erupciones volcánicas, afirma la geofísica Sigrun Hreinsdóttir: «En Islandia no abunda la vegetación [que obstaculice la vista], por lo que estamos obteniendo una profusión de imágenes vía satélite que nos ayudan a entender lo que ocurre realmente. El panorama completo resulta bastante sorprendente para uno de estos eventos».
Islandia se asienta a caballo entre dos placas tectónicas, enormes fragmentos de la corteza terrestre que encajan como las piezas de un rompecabezas para formar la cubierta rocosa exterior de nuestro planeta. Las placas norteamericana y euroasiática se separan a un ritmo de entre dos y cinco centímetros al año, lo cual abre gradualmente, como si fuera una cremallera, el fondo del océano Atlántico para crear una cadena de volcanes submarinos conocida como dorsal mediooceánica. Conforme las placas se separan, emergen nuevos materiales del manto terrestre: una capa de roca caliente y viscosa comprendida entre la corteza y el núcleo metálico del planeta.
Este material se funde parcialmente al ascender, suministrando magma a los volcanes de Islandia. Sin embargo, no constituye la única fuente de roca fundida de la región. Islandia, al igual que Hawái, se asienta sobre un «punto caliente», una columna de roca caliente que se eleva a través del manto, impulsada por su propia flotabilidad. Ello añade más combustible a los estallidos volcánicos de Islandia.
En la isla, esta combinación de fuentes de magma se manifiesta en diversos tipos de volcanes. El cono imponente del Hekla, en el sur, se halla más cerca del punto caliente del manto, mientras que las cadenas de pequeños cráteres y fisuras que están formándose ahora en el sistema volcánico de Reykjanes coinciden con el límite de la placa tectónica, que se extiende desde la costa tierra adentro.
«Las erupciones volcánicas que tienen lugar en esta región [Reykjanes] no se originan en la típica montaña en forma de cono, sino más bien a través de aberturas en la corteza», explica Sara Barsotti, coordinadora de riesgos volcánicos de la Oficina Meteorológica de Islandia (OMI).
Estas aberturas se producen porque la región se encuentra situada a lo largo de un pliegue de la dorsal oceánica; las grietas se forman como resultado de que las dos placas se desplazan en un ángulo extraño. Algunas de ellas se llenan de magma, el cual puede llegar a entrar en erupción; otras propician que los trozos de corteza se deslicen unos sobre otros y dan lugar a terremotos. El magma que se mueve a través de la corteza también puede causar actividad sísmica cuando las grietas se forman o se ensanchan para alojar la roca fundida.
Mientras la dorsal mediooceánica se expande a lo largo de los milenios, Reykjanes atraviesa períodos de calma que suelen durar entre 800 y 1000 años, seguidos de dos o tres siglos de erupciones espectaculares, etapa que los científicos sospechan que está iniciándose ahora. En la década de 1990, Hreinsdóttir (ahora en la empresa neozelandesa de consultoría e investigación geocientífica GNS Science, Te Pū Ao) instaló una red de estaciones de GPS en toda la península para monitorizar las lentas transformaciones del terreno, que ocurrían acompañadas de pequeños terremotos. En aquel momento no había erupciones activas. Sin embargo, en retrospectiva, estas mediciones quizá captaran «la primera señal de que Reykjanes estaba a punto de cobrar vida», según Hreinsdóttir.
Ahora parece claro que la península está despertando. Desde finales de la década de 2000, el magma que se acumula bajo la superficie ha provocado que toda la región se infle y desinfle periódicamente, abultándose para adaptarse a los movimientos de la roca fundida en el subsuelo. Barsotti y sus colegas de la OMI rastrean la ubicación de estos abultamientos, información que combinan con los datos procedentes de sensores sísmicos, GPS e imágenes vía satélite para tratar de predecir qué partes de Reykjanes pueden sufrir futuras erupciones. Justo antes de que se abrieran las primeras fisuras en 2021, la última señal de alarma la dio una serie de intensos terremotos que sacudieron el oeste de Islandia.
Hreinsdóttir había anhelado presenciar una erupción desde que emprendió el trabajo de campo en la península hace unos treinta años, pero solo pudo ver su sueño hacerse realidad desde la distancia en 2021, cuando la pandemia de COVID la obligó a permanecer en su casa de Nueva Zelanda. El pasado mes de agosto acudió en peregrinación para tocar con sus propias manos la lava enfriada del año pasado, y un terremoto de magnitud 4,5 los zarandeó a ella y a su hijo de seis años.
El temblor, ocurrido el 2 de agosto, constituyó un aviso de la erupción que se produciría al día siguiente, la cual resultó ser aún mayor y más espectacular que la que ella se había perdido, aunque de menor duración. «Tuve una sensación muy agradable», comenta. «Era como si el Fagradalsfjall estuviera diciéndome “¡Hola!”.»
El día de la erupción, Hreinsdóttir se dirigió a Meradalir junto con sus colegas de la Universidad de Islandia, donde trabajaba antes, y unos 1800 visitantes más. Todos contemplaron el resplandor naranja fluorescente de la lava que manaba de entre las rocas de la zona que ella había estudiado.
La región permaneció activa durante semanas y Hreinsdóttir confía en obtener nuevos datos sobre la geoquímica y la velocidad de ascenso del magma, así como sobre el efecto de la erupción en los sistemas volcánicos vecinos. Ahora que Reykjanes parece haber despertado de su letargo de ocho siglos, es posible que las erupciones ocurran cada pocos años, lo que proporcionará más indicios sobre el funcionamiento interno del sistema.
«Ojalá lograra vivir doscientos o trescientos años para poder observarlo durante un tiempo», bromea Hreinsdóttir. ç
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