En marzo de 2016 se anunciaba el descubrimiento de la galaxia más lejana conocida, GN-z11, justo en el límite de detectabilidad del telescopio espacial Hubble. Situada en la constelación de la Osa Mayor, hoy la observamos tal como era hace 13.400 millones de años, tan solo 400 millones después del Big Bang. En los últimos años, se han descubierto otros remotos objetos similares a este, y algunos también se han identificado como galaxias.
Pero ¿por qué es importante observarlos? Para entenderlo debemos retrotraernos hasta hace medio siglo, cuando la cosmología estaba en uno de sus momentos más excitantes.
En los años 60, Robert H. Dicke, un científico de la Universidad de Princeton, se planteó la siguiente pregunta: si el universo se originó con una explosión, ¿no es posible que aún podamos escuchar algún eco de aquel chupinazo?
Por algún lado debía de haber restos de radiación. Dicke propuso a uno de sus estudiantes, Jim Peebles, que se pusiera a calcular lo que veríamos si realmente el cosmos hubiese nacido de este modo, y dedujo que debía de existir un fondo de radiación de microondas cubriendo todo el espacio. Por esas casualidades de la vida, en ese momento ese mismo asunto traía de cabeza a dos radioastrónomos de la compañía Bell, Arno Penzias y Robert Wilson, que habían detectado una misteriosa radiación que no parecía provenir de nuestra galaxia. Ambos acabaron entrevistándose con Robert Dicke y se percataron de que habían dado con una especie de ruido de fondo que lo inundaba todo y que proviene de cuando el universo solo tenía 300.000 años de edad.
Y se hizo la luz
Hasta entonces, la historia del cosmos se había caracterizado por la monotonía, únicamente rota por fotones chocando contra el plasma que llenaba el espacio; electrones libres; y núcleos de hidrógeno y helio moviéndose a velocidades frenéticas. La luz era incapaz de escapar de esas continuas colisiones, por lo que el universo era opaco a la radiación. Pero la temperatura cósmica descendió lo suficiente para que los núcleos de hidrógeno y helio atraparan los electrones que volaban a su alrededor y se convirtieran en átomos neutros, con lo que los fotones dejaron de interaccionar con la materia. Este momento de desacoplamiento hizo que el universo se volviera transparente: la luz pudo escapar y hoy la podemos ver en forma de la citada radiación que permea el espacio.
Ese tiempo es lo más antiguo que podemos observar, pero paradójicamente marca el comienzo de lo que se ha dado en llamar la edad oscura del universo. Porque durante los siguientes 500 millones de años se instaló otra vez el aburrimiento. Los núcleos de hidrógeno y helio iban atrapando los electrones que hasta ese momento se movían libremente. El cosmos, cada vez más frío a medida que continuaba su expansión, se convirtió en un mar gaseoso, y una niebla oscura y opaca cubrió todos los rincones.
Más tarde, una especie de descarga cegadora hizo entrar en escena las primeras estrellas, cuya luz cambió el aspecto del firmamento. Los átomos de hidrógeno –el componente esencial de esa citada sombra cósmica que lo empañaba todo– perdieron sus electrones y dejaron de ser eléctricamente neutros, es decir, se ionizaron. Por ello, encontrar las galaxias pioneras no solo proporciona la emoción de contemplar objetos nacidos en los tiempos más remotos, sino que ayudaría a resolver una incógnita: ¿qué provocó esa electrificación? Y, sobre todo, ¿de dónde procede la ingente radiación necesaria para ello?
Puedes leer íntegramente el artículo "...Y se hizo la luz", escrito por Miguel Ángel Sabadell, en el número 436 de Muy Interesante.
Imágenes: - NASA / JPL-Caltech - M. Alvarez / R. Kaehler / T. Abel / ESO
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