València nevada, 1885. Fotografia d’Antoni García Peris. No, no es la primera pandemia, eso ya lo sabemos. La referencia más cercana a la plaga que nos asola es la infausta y mal llamada gripe española, que asoló el planeta hace ahora poco más de un siglo, dejando tras de sí al menos cincuenta millones de muertes, un macabro récord del que todavía está lejos la COVID19. Por no hablar de enfermedades como la viruela o la tuberculosis, que asolaron el mundo siglo tras siglo, llegando al extremo de acabar, en algunas épocas, con el treinta por ciento de la población adulta europea. Solo la peste negra, en sus oleadas más cruentas, fue capaz de superar tan apabullante mortalidad. No es de extrañar que a este trío funesto (viruela, tuberculosis y pese bubónica) se le haya calificado con el nombre de capitanes de la muerte .
A menudo, la magnitud descomunal de estas tragedias nos hace olvidar que suceden en sitios concretos y afectan a personas de carne y hueso. Sobre todo hoy en día, cuando la prensa nos inunda con estadísticas cada día más huecas, hasta el punto de que ya no reaccionamos frente a los cientos de fallecimientos diarios, ni apenas nos conmueven las noticias que nos informan de la inminente saturación hospitalaria. Una de las facetas más dramáticas de la pandemia es que nos hace olvidar que, tras cada una de las cifras que cuantifican la devastación que provoca el virus (ayudado por nuestra propia estupidez), se esconde un drama humano.
Quizás sea necesario, para ganar algo de perspectiva, huir tanto de la persistente numerología como del vacío de perspectiva al que nos aboca la plaga. Una forma de hacerlo es echar la vista atrás. No hace falta irse muy lejos, de hecho, para encontrarnos con lo que ha sido, en realidad, una constante en la vida de nuestros antepasados. En las líneas que siguen, proponemos acercar la cámara a un escenario concreto, en un momento puntual, distinto al actual. En concreto, visitaremos la Valencia de finales del siglo XIX, durante la letal irrupción del cólera en 1885.
El cólera está provocado por una bacteria, Vibrio Cholerae , que produce una grave infección intestinal, que puede ser causa de fuerte diarrea y la consiguiente deshidratación del enfermo. Su difusión en condiciones de insalubridad es muy rápida, ya que la vía de transmisión preferente es oral-fecal, y por tanto el bacilo se propaga a través del agua insalubre, así como alimentos contaminados.
A diferencia de en la actualidad —dado que los países ricos entre los que nos contamos no habían sufrido epidemias de consideración en muchas décadas— la Valencia de 1885 tenía en su memoria varios episodios anteriores de cólera (hubo señaladas invasiones en 1834, 1854 y 1865), por lo que cualquier sospecha de reaparición era motivo de gran alarma. Con los medios actuales, si esa misma actitud de alerta hubiera seguido presente en toda Europa frente a la irrupción del SARS-CoV-2, la evolución de la pandemia podría haber sido muy diferente.
En junio de 1884 llegaron noticias de la enfermedad en algunas zonas de Francia, y se detectaron algunos casos en Alicante, aunque la falta de afectados en los meses siguientes llevó a suponer que la epidemia no había prendido. Sin embargo, en marzo de 1885 aparecen nuevos casos en Xàtiva. Tras el examen de los afectados por parte de las autoridades sanitarias, se consideró que no se trataba de cólera morbo, sino que se diagnosticó como un repunte de gastroenteritis entre los ciudadanos. Error de bulto, que, de nuevo, encuentra un eco en la historia reciente, cuando las autoridades sanitarias se empeñaban en restar importancia a la plaga que se nos venía encima. Entonces, como ahora, el intento de esconder la cabeza bajo el ala contribuyó a que no se prepararan los medios adecuados para un control temprano, con lo que la enfermedad se extendió inexorablemente por todo el territorio. En abril el cólera llegaba Alzira, al poco invadía Sueca y las poblaciones ribereñas de la Albufera y finalmente entraba en la capital por el barrio de Ruzafa. En mayo, durante los festejos de la Virgen de los Desamparados, ya cundía la alarma en la ciudad. A partir de ese momento la plaga se expande a toda velocidad. Esa rápida evolución (en cuestión de meses) por el territorio que hoy abarca la Comunidad Valenciana da cuenta de un fenómeno que hemos vivido amplificado en los tiempos recientes. Los patógenos viajan tan rápido como los humanos, ya que viajan con los humanos. De ahí que las dimensiones de la región que nos ocupa, cuando el medio de transporte preferente era desplazarse a pie o en caballería, sean casi equivalentes a las de toda Europa —incluso a las de todo el planeta— cuando el medio de transporte es el avión.
A la entrada del verano la enfermedad ya había sido declarada colérica, y se empezaron a adoptar medidas drásticas para combatirla. Curiosamente, los remedios más efectivos entonces siguen siéndolo ahora. La prescripción requería que, una vez conocido un caso, bien se aislara al enfermo en casa o bien se le enviara al hospital de coléricos. Si por desgracia el afectado fallecía, se quemaban ropas y sábanas y se desinfectaba la habitación. En este sentido, existía un completo servicio de dispensarios, lazaretos y depósitos sanitarios. En junio se había concluido un hospital de barracones en Patraix, denominado de San José. Igualmente se habilitó la alquería de San Pablo, a las afueras de la calle Quart. Y en la calle de San Vicente se dispuso un «lazareto sucio» que podía acoger a más de quinientos afectados. Por último, se levantó un campamento para más de mil personas en la partida de Arrancapins. Todas estas acciones fueron acompañadas de un férreo despliegue militar que acordonaba las poblaciones afectadas y nada tenía que envidiar a los controles policiales que limitan el acceso a la capital valenciana durante los fines de semana del mes en que escribimos estas líneas (febrero de 2021).
Aparte de la preocupación por la propagación del cólera en los hogares, inquietaba la incidencia que pudiera tener en los cuarteles, centros que contribuían al aumento de casos por el hacinamiento de soldados. Las autoridades militares, conscientes de la peligrosidad de la situación, fueron tomando medidas para evitar el contagio masivo. Del mismo modo, las autoridades provinciales reaccionaron rápidamente. Ya el 12 de junio se despacha una circular a todos los alcaldes para que envíen diariamente los datos de la invasión del cólera en sus respectivas poblaciones, bajo apercibimiento de sanción en caso de no hacerlo. Ese mismo día el Ministerio de Gobernación emite una orden por la cual se extreman las medidas tomadas hasta entonces. Así, se obliga al acordonamiento e instalación de lazaretos en poblaciones infectadas, desinfección y control de mercancías provenientes de zonas afectadas, medidas higiénicas de animales vivos o muertos procedentes de esos lugares, control de viajeros, desinfección de casas de invadidos, diseminación de la población, etc. Los lazaretos tendrían una función esencial en la recuperación del enfermo. De especial significación fue el que operaba desde 1720 en el barrio de Nazaret (del que se cuenta que precisamente dio nombre al barrio por derivación de la palabra valenciana llaçaret ).
El día 14 el Gobierno Civil envía circular a los alcaldes de poblaciones por donde pasan los ríos Turia y Júcar, con la obligación de máxima vigilancia para que no se arroje nada que pudiera alterar las aguas, especialmente animales muertos. Se hubo de recordar, por incumplimiento, que estaba prohibida la matanza del cerdo durante los meses de verano. La guardia civil tendrá plena competencia para hacer cumplir estas medidas.
Debido al elevado contagio, uno de los lugares donde más se incidía en la necesidad de prevención era en los cementerios municipales, adoptando estrictas medidas sanitarias. Más adelante, ya en octubre, cuando estaba próxima la festividad de Todos los Santos se enviaría circular para que se evitaran las visitas masivas al camposanto, medida que fue más allá cuando una Real Orden del Ministerio de Gobernación prohibió la entrada a recintos de poblaciones que habían estado afectadas de cólera.
Leyendo los diarios de la época y repasando la batería de medidas adoptadas con no poca celeridad, la impresión persistente es que nuestra capacidad de reacción frente a una epidemia no ha mejorado sustancialmente. Si en 2021 ha bastado un año para desarrollar vacunas que en otros tiempos hubieran llevado décadas, no parece que podamos presumir de mayor capacidad logística o rapidez de reacción que hace siglo y medio. Resulta instructivo comparar la determinación de las actuaciones de antaño, con las dudas, titubeos y a menudo pusilánimes medidas que se han adoptado en la misma comunidad en los tiempos que corren.
Entonces, como ahora, al continuo incremento de casos detectados, se sumaba una angustiosa estadística de fallecidos. Si el 30 de junio se contabilizaron en la capital 134 defunciones, el 5 de julio se llegó al máximo con 217. La moral entre la población fue decreciendo a medida que las víctimas —que incluyeron al célebre doctor Juan Bautista Peset entre otros notables— aumentaban. Por ello, en innumerables parroquias se celebraron rogativas para que pronto llegara la cura. La confluencia religiosa más destacada fue la romería que tuvo lugar a principios del mes de julio en el Puig de Santa María. A esta población se desplazaron gran cantidad de fieles tanto de la capital como de los alrededores, todos ellos en busca del aceite que prendía en la lámpara de la Virgen llamada de los Carreteros, del que se contaba su poder milagroso. La capilla en la que se instaló la Virgen permanecía constantemente abierta, y fue tal la concurrencia que hubo de intervenir un piquete de carabineros para mantener el orden. Afortunadamente, la transmisión del cólera es por vía oral-fecal, con lo cual la devoción popular no se saldó —como habría sido el caso con el SARS-CoV-2, que se transmite primariamente por aerosoles— con un gran número de brotes asociados a las concentraciones humanas.
También resulta instructivo examinar el debate actual sobre las vacunas , a la luz de los hechos de entonces. Recordemos el discurso obsesivo que se repite en todos los medios de comunicación relativo a la seguridad de las vacunas y que ha llevado a que muchas personas duden de su efectividad, a pesar de las exhaustivas pruebas realizadas por las marcas principales, que garantizan unos niveles de confianza muy altos. Pues bien, en la época que nos ocupa se planteó en Valencia recurrir a una vacuna, formulada por el bacteriólogo Jaime Ferrán y basada en cultivos atenuados del patógeno. Ferrán era un científico notable y experimentado, seguidor entusiasta de las teorías de Pasteur y Koch y su vacuna tenía todos los ingredientes necesarios para ser efectiva y segura… excepto el tiempo y los recursos que se precisan en estos casos y de los que sí han dispuesto, a pesar de las prisas, las grandes multinacionales de hoy en día. De ahí que al estallar la epidemia de cólera en Valencia la vacuna aún estuviera en fase experimental. Esto no impide que Ferrán viaje a Valencia, donde inocula a cerca de 50 000 personas . Las comisiones científicas que tienen que evaluar la eficacia de su método no se ponen de acuerdo, aunque eventualmente prevalece la opinión de los que están en contra (entre ellos Santiago Ramón y Cajal , quien por entonces ejercía como catedrático de Anatomía en la Universidad de Valencia). A estas circunstancias se suma un cierto número de víctimas entre los inoculados, lo que conduce a una fuerte oposición entre las autoridades municipales, llegando el gobierno central a dictar restricciones al uso de la vacuna, que finalmente fue abandonada.
Jaime Ferrán aplica la vacuna contra el cólera en España en 1885. ¿Fue peor el remedio que la enfermedad en este caso? Un elemento interesante, que de nuevo conecta con la actualidad, fue la negativa de Ferrán a publicar su método, negativa que él justificaba alegando que sus esfuerzos merecían una compensación económica. La actual controversia sobre si las farmacéuticas deben renunciar a sus patentes —y con ello a la «merecida» compensación por su esfuerzo e inversión— posibilitando, con ello, que la vacuna contra la COVID-19 pueda aplicarse ampliamente en el tercer mundo, halla un curioso eco en los argumentos del bacteriólogo español.
Una gran diferencia entre la epidemia de cólera que nos ocupa y la actual pandemia es su persistencia. La propagación por vía oral-fecal permite que las medidas clásicas que se adoptaron sean efectivas para abortar su propagación. Una vez que se controla el consumo de agua y alimentos contaminados, el bacilo lo tiene mucho más difícil para propagarse, lo que no es el caso con el virus de moda, capaz de viajar en diminutos aerosoles y transmitirse con alta probabilidad siempre que encuentre un grupo de personas, sobre todo en interiores. Así, mientras que la pandemia de COVID lleva un año ensañándose con todo el planeta (y no tiene visos de remitir, al menos hasta que las vacunas puedan ponerle freno), en la Valencia de nuestra historia la epidemia de cólera empieza a remitir a mediados de julio, aunque a cambio se propaga a otras poblaciones que se habían librado de la plaga hasta entonces (un fenómeno que también hemos observado en la actualidad, en particular en Valencia, que salió bien parada de la primera y segunda oleada de la COVID, solo para ser tremendamente castigada en la tercera).
En septiembre la epidemia se daba prácticamente por desaparecida, con alguna mínima excepción en poblaciones lejanas. El 18 de octubre se cantó el Tedeum en la catedral, dando por finalizada la epidemia.
En resumen, y atendiendo a las cifras que ofrecían los rotativos valencianos, en la capital, de una población de 143 000 habitantes, hubo 7084 afectados durante todo el periodo de latencia de la enfermedad, acabando en defunción 4919 de ellos (números trágicos si tenemos en cuenta que en ese lapso fueron 2564 las muertes por causa común). La alta letalidad se dejó sentir también en otras poblaciones. No obstante, conviene tomar estos números con un grano de sal. En el caso del cólera, también de manera análoga al patógeno actual, solo el 20 % de los afectados desarrolla síntomas y una fracción aún menor acaba con síntomas graves. De ahí que, muy probablemente, el número de personas expuestas a la bacteria en la capital excediera las 50 000, es decir, una fracción muy significativa de la población total.
Incluso así, la epidemia se cobró muchas víctimas y mucho sufrimiento, además de alterar la sociedad y la economía. La gran diferencia con la pandemia actual es la escala mucho mayor de esta última. Pero echar la vista atrás nos permite comprender que no es la primera vez que nos enfrentamos a plagas originadas por virus y bacterias. Y ciertamente, no será la última.
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