Verano de 1983. Faltaba todavía un año para que la realidad adelantara a la literatura y la novela de Orwell que había estado leyendo durante el largo viaje nocturno a Ginebra, pasara a ser un anacronismo, pero yo sabía que la beca, cuya credencial llevaba en el bolsillo, era mi pasaporte al futuro.
España acababa de reingresar en el CERN, después de varías décadas viendo los toros de ciencia desde la barrera. La mía era la primera generación de estudiantes españoles que podía beneficiarse de las codiciadas summer student fellowships, que el laboratorio ofrece cada año a un centenar de universitarios seleccionados entre los mejores expedientes académicos de los países miembros. Éramos siete, si la memoria no me falla, pero, curiosamente, no nos tratábamos mucho. Los españoles no nos llevamos bien entre nosotros, ni en casa ni en el extranjero. A cambio, la mayoría de mis amigos eran italianos.
El programa de estudiantes de verano preveía cuatro horas de clase por la mañana y cuatro de prácticas por la tarde, en alguno de los experimentos operativos ese año. Pero la mayoría de mis compañeros se limitaban a asistir a las clases, deambulaban un ratito por el experimento que les habían asignado y luego dedicaban el resto de la tarde (y de la noche) a pasárselo en grande. No era mi caso. Mi supervisor, Peter Sonderegger, además de un gran físico, era una persona generosa, capaz de dedicarle tiempo a un chaval dispuesto a echar jornadas de doce horas, fines de semana incluidos, con tal de aprender algo. Pronto descubrí que no estaba solo. A lo largo de mil y una trasnochadas, aquel verano y los meses que siguieron, me fui encontrando a los otros desesperados. Casi todos, italianos. Igual de intensos, igual de motivados que yo. Todos venían a trabajar. Todos venían a exprimir el CERN hasta la última gota de conocimiento que pudiera darnos. Todos venían a dejarse el alma en la empresa, conscientes de la oportunidad única que el destino nos había deparado.
Aquel verano conocí al elegantísimo Antonio Ereditato, que luego se haría famoso por los neutrinos hiperlumínicos, a Eugenio Coccia, serio y cabal, que llegaría a director del laboratorio nacional de Gran Sasso, y a su novia, Caterina Biscari, medio española, hoy en día directora del sincrotrón Alba de Cataluña. Todavía mantengo relación con casi todo aquel grupo e incluso hice algunos grandes amigos entre ellos. Imposible no mencionar a Emilio, Gabriella, Lucio, Valentina o a mi querida Cintia, con quien compartí tantos insomnios a lo largo de los fríos inviernos de 1984 y 1985, cuando sobrevivíamos a base de bocadillos, cafeína, ilusión y un rato de conversación, antes de que cerraran la cantina, sobre la medianoche.
En cierto sentido, idénticos a mi, mes semblables, mes frères. Y sin embargo, a medida que los trataba más y más, me daba cuenta del abismo que nos separaba.
Mi intuición no andaba desencaminada. Italia, en 1983, solo se parecía a España en lo anecdótico. Ellos, por supuesto, se habían beneficiado del plan Marshall después de la gran guerra, en lugar de soportar cuatro décadas de dictadura. El resultado era un país industrializado, dinámico, mucho más moderno que el nuestro, al menos de Roma para arriba. En cuanto a la física, nos sacaban entonces y nos sacan todavía, años luz de ventaja. Una de las revelaciones de aquel verano fue darme cuenta de la enorme influencia que Italia tenía en el CERN, en una época en que España prácticamente no existía. Para empezar, en el experimento UA1, el demiurgo Carlo Rubbia, licenciado por la Scuola Normale Superiore di Pisa, acababa de descubrir los bosones vectoriales W y Z que le valdrían un Premio Nobel poco después. UA1 estaba de bote en bote de italianos, muchos de los cuales acabarían liderando otros experimentos importantes. Pero lo cierto es que estaban por todas partes. Y siguen estándolo.
Unos cuantos números pueden ser ilustrativos. El número de españoles con puestos permanentes (staff) en el CERN en 2012 era de 115, a comparar con los 275 de Italia. Pero si se añaden los contratos temporales, (fellows and associates) que son los que ocupan la mayoría de los científicos (es corriente que los físicos de partículas pasen entre uno y diez años en el laboratorio con esos puestos temporales) la diferencia entre España e Italia es mucho mayor. A los 363 contratos españoles, los italianos oponen nada menos que 1726.
Y no es solo cantidad. El CERN ha tenido varios directores generales italianos que también ocupan regularmente muchos de los puestos en la cúpula directiva del laboratorio o dirigen los experimentos que allí se realizan. Por ejemplo, Fabiola Gianotti (cuya trayectoria recuerda bastante la de la ficticia Helena Leguin, una de las heroínas de mi novela, Materia extraña) ha liderado el experimento ATLAS, uno de los dos que ha descubierto el bosón de Higgs y es la primera mujer directora general del CERN. Para completar los números, Italia puede presumir de cinco Premios Nobel de Física (Marconi, 1909; Fermi, 1938; Segrè, 1959; Rubbia, 1984; Giacconi, 2002), España, de ninguno.
¿Por qué esa diferencia abismal entre nuestros países? Parte de las razones, son históricas. Italia, no lo olvidemos, es la cuna del que muchos consideran el primer científico moderno, Galileo, seguido, ya en el XVIII y el XIX por Galvani y Volta (inventor, este último de la famosa pila voltaica e inmortalizado en la unidad de diferencia de potencial, el voltio). Otros nombres ilustres son los de Avogadro, cuyo estudio del peso molecular fue uno de los pilares de la comprensión moderna de la estructura de la materia, Ferraris, inventor del motor eléctrico de corriente alterna, Pacinoti, inventor de la dinamo, y Meucci, que inventa el teléfono.
A pesar de todas estas luminarias, a principios del siglo XX, la física italiana había caído en un provincianismo no muy distinto al que imperaba en España. Las revoluciones que estaban poniendo la disciplina patas arriba (la relatividad especial y general de Einstein y el desarrollo de la mecánica cuántica, por no hablar de los enormes avances en astronomía y más tarde en cosmología) ocurrían en Francia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos, mientras la periferia europea dormitaba al sol del Mediterráneo.
Y entonces aparece el gran Enrico Fermi.
Fermi nació en Roma en 1901, en el seno de una familia acomodada, pero no especialmente acaudalada. Fue sin duda un chico excepcional, aunque no un genio infantil al estilo Mozart. Ingresó en la prestigiosa Scuola Normale Superiore di Pisa (como más tarde lo haría Carlo Rubbia y tantos otros científicos italianos de primera fila) se doctoró en 1922 (a la edad en que muchos jóvenes, hoy en día empiezan sus estudios en la universidad) y ganó una cátedra en la Universidad de Roma con veintiséis años. Por esa época, se difunde una de sus mayores contribuciones a la física contemporánea, la descripción de las propiedades estadísticas de los electrones (o para ser exactos de las partículas con espín ½, denominadas hoy en día fermiones en su honor). Unos cuantos años más tarde (en 1933) Fermi publica la teoría de la desintegración beta y especifica las propiedades del neutrino (el artículo, notoriamente, fue rechazado por la revista Nature, que lo consideró «demasiado especulativo» y acabó siendo publicado, primero en italiano, por Nuovo Cimento y más tarde en alemán, por Zeitschrifft für Physik). Poco más tarde, Fermi y su grupo entran de lleno en el estudio del fenómeno, recién descubierto por la época, de la radioactividad, estudiando las propiedades de los neutrones lentos, que andando el tiempo, conduciría a la fisión del uranio y con ella la bomba atómica (y la energía nuclear).
A finales de la década de los treinta, Fermi y el grupo de jóvenes físicos que ha formado (los celebres Ragazzi di via Panisperna, entre los que se contaban genios como Majorana, Segre y Amaldi, entre otros) están a la cabeza de la física nuclear en el mundo, pero no tienen recursos para continuar sus experimentos. Peor aún, el régimen fascista le pone las cosas complicadas a Enrico (cuya esposa, Laura, era judía). En 1938, el gran hombre recibe el Premio Nobel. Viaja a Estocolmo a recibirlo, pero ya no regresa a Italia. Semanas después, embarca rumbo a Nueva York.
Fermi murió a la temprana edad de cincuenta y tres años, pero tuvo tiempo, no solo de realizar contribuciones esenciales a la física del siglo XX, sino de crear una escuela excepcional en Italia y otra en Estados Unidos. Su lista de discípulos presume de una veintena de nombres célebres, incluyendo media docena de premios nobel (y otra media docena que deberían haberlo recibido). Posiblemente, si Italia ha sido un buen país para la física (a diferencia de España) durante el siglo XX es, sobre todo, gracias a él.
Todavía hoy suelo pasar varias semanas al año en el CERN, casi siempre en verano y aprovecho para ver a los viejos amigos. No es infrecuente que una buena parte de los ragazzi de entonces nos juntemos de nuevo. Algunos de los summer stupid de hace treinta años, hemos sido profesores en el mismo programa veraniego con el que nos estrenamos en el CERN. Algunos dirigimos nuestros propios experimentos. La proporción a favor de Italia sigue siendo desmesurada. Un ejemplo interesante lo da la comparación entre su laboratorio subterráneo, sito en Gran Sasso, cerca de l’Aquila (el LNGS) y nuestra instalación en Canfranc (el LSC). En el LNGS hay en marcha veinte experimentos diferentes, algunos de los cuales están en la punta de la lanza de sus campos. En el LSC operan tres, de los cuales, solo uno, NEXT (http://next.ific.uv.es) tiene la posibilidad de realizar un descubrimiento. En ciencia, como en economía, aplica el principio de «quién más tiene, más recibirá».
Y sin embargo, la política reciente de los Gobiernos italianos, no menos cegata y cicatera que la de los nuestros, está perjudicando seriamente el tejido científico italiano, hasta el punto de poner en riesgo el liderazgo que han venido teniendo en Europa. Si añadimos otros vicios, comunes con nuestro país, como la endogamia universitaria y la incapacidad de primar la excelencia sobre los intereses creados (que a menudo se traducen en promocionar a amigos, familia y discípulos, a expensas de científicos más valiosos pero peor conectados), nos encontramos con que Italia puede unirse (junto a España, Portugal, Grecia, etc.) al vagón de cola de Europa, también en la ciencia.
¿Pueden cambiarse las cosas, tanto allí como aquí? En cierto sentido, ambos países tenemos problemas similares. La razón profunda de que nuestros políticos no apoyen la investigación, o nuestras universidades se llenen de inútiles, es que, como sociedad, no tenemos gran interés en la ciencia, ni concebimos la universidad como un motor de progreso. En sociedades así, se diría que la única fórmula válida para hacer ciencia es la del francotirador, más o menos genial, que se echa al monte y trata de hacer la guerra por su cuenta, buscando la excelencia a toda costa y formando escuelas de jóvenes punteros. De hecho, esa fue la fórmula de Fermi en la Italia de la primera mitad del siglo XX y quizás también la única válida para que España deje algún día de ser No country for scientists.
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