Publicado por Marta Iglesias Julios
Hay muchas maneras de tener suerte. A veces, la buena o mala suerte es una cuestión de azar ciego, como cuando encuentras cincuenta euros en la calle, o cuando eres alcanzado por un relámpago. Otros tipos de suerte requieren algún esfuerzo por nuestra parte. No puedes ganar la lotería si no compras el billete. No puedes descubrir accidentalmente la penicilina si no has pasado algunos cientos de jornadas en el laboratorio de investigación. Pasteur dijo que la suerte favorece a la mente preparada. Lo que quiso decir es que, en muchos casos, tienes que hacer un esfuerzo físico, mental y a veces económico para visitar los lugares donde la suerte puede encontrarte. En otros, claro, ya se encarga alguien de ponerte en el camino de la fortuna.
Aun así, todo esto sugiere que, en algunas situaciones, hay cosas que tienes que hacer para exponerte a la serendipia. Pero ¿cuál es la forma correcta de hacerlo? Algunas cosas, como jugar a la lotería, te expondrán a sucesos de azar, pero, en promedio, no vale la pena hacerlas. Otras actividades, como la exploración espacial, pueden implicar demasiado riesgo para que una persona las lleve a cabo, pero tal vez podrían grupos de personas motivadas.
Cuando pienso en la casualidad, la fortuna o el azar, siempre he encontrado útil echar un vistazo a cómo la enfrentan en el mundo natural. En muchos sentidos, los humanos hemos purgado todo tipo de riesgos de nuestra vida cotidiana mediante una ingeniosa innovación tecnológica, mientras que otras especies animales siguen enfrentándose al riesgo de inanición, de muerte o de reproducción de una forma mucho más cruda y dramática, revelándonos así, con sus comportamientos, la naturaleza del azar de una forma mucho más cruda. La sofisticación que los animales muestran en el manejo de estos sucesos es estimulante, aunque quizá no se descubra de forma tan inmediata como la igualmente fabulosa belleza física de muchos, o su elegante forma de moverse.
La mayoría de los organismos sufrimos variaciones y sucesos impredecibles en nuestro ambiente a lo largo de nuestras vidas. Desde sucesos obvios como una plaga, que nos obliga a desplazarnos o buscar otras formas de producir un recurso, o el ataque de un depredador, que activa una serie de respuestas fisiológicas, hasta sucesos más sutiles, como olvidarnos el agua cuando salimos a pasear durante horas en un día soleado; o cuando nos han invitado al cumpleaños de un familiar en el que nos obligan a atiborrarnos de tarta de chocolate y de pronto nuestro cuerpo no tiene muy claro cómo lidiar con tal exceso de energía. Todos los días tenemos que enfrentarnos a distintas variaciones y sucesos impredecibles. Lidiar con imprevistos debería estar en cualquier buena lista de tareas.
Una de las formas de hacer frente a los acontecimientos imprevisibles pero probables es tener preparada una lista de los diferentes tipos de acontecimientos y errores que pueden ocurrir y emparejar cada acontecimiento con un plan correspondiente. Este es el enfoque adoptado por organismos relativamente sencillos como las bacterias.
Por ejemplo, la bacteria Escherichia coli se alimenta principalmente de azúcares que se encuentran en su entorno. Ayer había glucosa y nuestra bacteria se dedicó a generar energía con maquinaria que aprovechaba la glucosa. Pero hoy estos alimentos no están disponibles, o lo están en mucha menor concentración. Nuestra bacteria tiene varias opciones. Una es encontrar otro sitio con una mayor concentración de glucosa. Otra es cambiar la maquinaria que tenía funcionando para extraer energía de la glucosa, alterando su expresión genética para activar una serie de genes distintos que le permitan utilizar otros azúcares como fuente de energía. Del mismo modo, si lo que le faltase fuese un aminoácido concreto en el ambiente, podría producir las enzimas necesarias para sintetizarlo. De esta manera, nuestra bacteria es capaz de producir un comportamiento acorde con el entorno en el que se encuentra.
Incluso organismos grandes y complejos más parecidos a los humanos optan a menudo por la estrategia de «tener un plan listo cuando el problema llegue». Si eres un ñu, naces y, después de dos minutos, sabes cómo andar y salir a integrarte en la manada antes de que un depredador dé contigo. No necesitas aprender a caminar en un período de meses, como los bebés humanos. Igualmente, si un ratón siente una sombra en su cabeza que se hace cada vez más grande, instintivamente huirá del posible pájaro que se aproxima a toda velocidad. Y si nos encontramos con una serpiente, también para nosotros es muy útil tener una respuesta estereotípica de alerta, porque nos permitirá movernos y huir mucho antes que si tuviéramos que esperar a ser mordidos.
Parece claro que es ventajoso tener respuestas preprogramadas a las amenazas y desafíos recurrentes y estereotipados. Pero hay una pega muy obvia a este sistema. Solo sirven para responder al problema si está en su lista de cosas que pueden salir mal. Si no lo han recogido antes en la lista, asociado a un plan de contención, estarían indefensos. Otro problema importante es el coste que implica almacenar todos los planes y respuestas en su ADN. Para hacer frente a estos desafíos de un modo más flexible, muchos animales han optado por recurrir al aprendizaje de una manera que les permite hacer frente tanto a los problemas que causa un vuelco del azar como a los no tan probables.
El aprendizaje permite a los individuos explotar ciertos aspectos del medio ambiente que son únicos de un tiempo y lugar determinados. La capacidad de los animales para aprender acerca de esas características amplía el tipo y la cantidad de información a la que pueden responder y, en consecuencia, les permite tener un mayor y más adaptado repertorio de comportamientos. Este es el beneficio obvio del aprendizaje. Pero también hay, por supuesto, una desventaja. Cada fracaso enseña al ser humano algo que necesitaba aprender, ya que, como dice el tópico, a menudo solo podemos aprender de nuestros errores. Veamos cómo se desarrolla esta circunstancia en la naturaleza.
Los renacuajos de la mayoría de las especies son capaces de reconocer innatamente el olor de sus potenciales depredadores. Tan pronto como perciben el olor de una larva de libélula o de un ditisco, permanecen inmóviles para que estos no puedan ser localizados. El coste de este comportamiento es que los renacuajos no comen. Y los renacuajos son máquinas de comer, inmersos desde que nacen en una carrera desenfrenada por alcanzar la metamorfosis lo más rápido posible con el mayor tamaño posible; quedarse quieto es perder oportunidades de comer.
Además, solo porque una larva de libélula sea un depredador potencial no significa que lo sea de facto. Muchas libélulas se especializan en atrapar un tipo de presa que no tiene que ser un renacuajo. Hay larvas de libélula que solo comen renacuajos y son un verdadero peligro, pero otras se alimentan de invertebrados. Por lo tanto, muchas detecciones de peligro potencial para los renacuajos serán falsas alarmas que solo estorban en la carrera pantagruélica por metamorfosear. Por este motivo, en algunas especies evolucionó otra estrategia: para poder permanecer comiendo durante más tiempo, solo reaccionan quedándose quietos cuando detectan el olor de las especies que han aprendido que son depredadoras. El problema es que hasta que no han aprendido que un potencial depredador realmente se alimenta de su propia especie, no lo consideran un peligro en absoluto y están a su merced.
La estrategia —aprendizaje— incluye, por lo tanto, algunos aspectos buenos y otros malos. ¿Qué hacemos? ¿Decidimos aprender o no? No hay una respuesta única: depende del contexto. En zonas donde hay pocas especies de depredadores potenciales y siempre son las mismas, sería ventajoso reconocerlas de forma innata; en zonas donde hay muchas especies de depredadores potenciales o la frecuencia de encuentro con una u otra varía con el tiempo, sería más ventajoso aprender. Y esto es lo que hacen algunas especies: han desarrollado diferentes tendencias a la hora de aprender dependiendo de su entorno. Ahora estamos empezando a ver que nuestra capacidad humana de aprender y responder, nuestra capacidad de experimentar la serendipia, es hasta cierto punto un regalo de nuestro entorno. Vivimos en formas y circunstancias que hacen ventajoso ser flexibles. Y así lo somos.
Una vez que tienes la capacidad de aprender, puedes empezar a ser aún más sofisticado sobre cómo aprendes. El aprendizaje, como imaginarán, viene con un potencial ilimitado. Aunque ya seas un buen cocinero, sepas dónde puedes pasear a tu perro y hayas encontrado un buen restaurante para cenar con tus amigos, siempre existe la posibilidad de mejorar. Si buscas más restaurantes, es posible que encuentres uno mejor. Si practicas en la cocina, puedes ser más rápido y preparar comidas más saludables. Por supuesto, el aprendizaje extra no es gratuito, trae aparejado un coste. Buscar nuevos y mejores restaurantes significa comer en un montón de restaurantes malos a lo largo de ese aprendizaje mientras que, en su lugar, podrías haber estado comiendo en tu actual restaurante favorito.
Esto se conoce como «el dilema de exploración-explotación». Todas estas tareas, y muchas otras, implican un compromiso entre la explotación de las oportunidades que ya conocemos y la exploración de mejores oportunidades en otros lugares. Podría decirse que la exploración es una propiedad ubicua de la existencia. Este dilema lo afrontan diferentes animales que buscan el equilibrio entre la exploración global y la explotación local para sobrevivir; explorando lo suficiente para poder encontrar los recursos disponibles en un determinado entorno y explotando lo suficiente para poder recolectarlos.
Tal vez, el lector siente que la exploración y la casualidad han desempeñado un gran papel en su vida y se pregunta cómo traer más serendipia a ella. Tal vez, incluso está buscando una fórmula que le diga cómo equilibrar la exploración con el aprovechamiento de lo que ya sabe. Bueno, no puedo darle tal fórmula, porque no conozco las circunstancias exactas de su vida. Pero puedo ilustrar cómo podría ser esa fórmula para el simple caso de la búsqueda de comida en animales, donde los objetivos son un poco más claros. A pesar de la simplificación, las lecciones pueden ser aplicables. Después de todo, un animal en busca de alimento no es tan diferente de un humano en busca de éxito en su propia vida.
Cuando los animales buscan comida, el elemento crucial que necesitan es averiguar cuán rico es el medio en el que viven. En los ambientes ricos, los animales son más propensos a seguir explorando e ignoran los recursos de baja calidad. En ambientes pobres, los animales ponen mucho esfuerzo en explotar hasta la última oportunidad que encuentran. Esta estrategia es la que claramente llevan a cabo los monos verdes. En los meses de verano, cuando el alimento es abundante, ignoran hojas e insectos mientras siguen buscando frutas, flores y huevos. En los meses de invierno, cuando el alimento es escaso, sí recurren a degustar insectos y hojas. Si no sabes si tu entorno es rico o pobre en recursos, puedes usar una estrategia en la que primero muestreas alrededor de veinte o treinta localizaciones donde suele haber alimentos —los denominados «parches de comida»—, independientemente de su calidad, para averiguar cuál es la distribución de los recursos de tu entorno. Y luego, en función de tu estimación de lo rico que es el entorno, moldear tus decisiones posteriores sobre cómo obtener recursos. En situaciones en las que el alimento no aparece demasiado agrupado, no hay parches muy definidos y la estrategia es algo distinta. Es el caso del abejorro, que va libando en flores que nunca están demasiado juntas. En este caso, nuestro explorador, normalmente basa su búsqueda en áreas restringidas, intensificándola en un área local después de haber encontrado comida, pero explorando más a medida que los hallazgos exitosos disminuyen. ¿No les parece que se puede hacer una interesante lectura de todo esto a la hora de afrontar nuestro día a día en aspectos que van de lo emocional a lo laboral?
Las cosas se ponen aún más interesantes cuando consideramos que nosotros, como humanos, no solo tenemos la opción de explorar por nuestra cuenta, sino también de aprender de las exploraciones ajenas. En muchos sentidos, casi todo lo que hacemos se recoge de otras personas por medio de la observación y la comunicación. ¿Tiene el hecho de que vivamos en grupos alguna implicación en cómo abordamos la gestión del azar y la exploración en nuestras propias vidas? Otra mirada al mundo animal sugiere que la respuesta es sí. Podemos observar los compromisos involucrados en la toma de decisiones cuando los animales forman parte de un grupo comparando el comportamiento de abejas y abejorros. Aunque ambas especies son insectos sociales que viven en colonias, muestran diferencias bastante interesantes en su comportamiento a nivel de grupo. Las colonias de abejorros incluyen un número menor de individuos y en ellas el trabajo se reparte por tamaño, mientras que en las abejas melíferas este se divide por edad. Además, los abejorros no comparten información con sus compañeros sobre dónde están las mejores fuentes de alimento. Por lo tanto, en los abejorros, la estrategia para buscar alimento se optimiza a nivel individual, mientras que en las abejas melíferas se puede sacrificar el rendimiento individual en la búsqueda de alimento a cambio de transmitir eficazmente la información sobre los alimentos a sus compañeras.
Los abejorros pueden vivir como lo hacen porque la mayoría de estas especies viven en la zona templada, donde los recursos se establecen en pequeños parches bien distribuidos por el entorno. Sin embargo, las abejas melíferas evolucionaron en los trópicos, donde las fuentes de alimentos son escasas, pero están muy concentradas. Y deben competir por estos recursos (por ejemplo, los árboles con flores) con otros recolectores de néctar. Para ganar esta competición, deben reclutar a muchos de los miembros de su propia colonia para explotar y defender los parches de alimentos recién descubiertos. Esto, a su vez, ha dado lugar a una compleja comunicación y a una división social del trabajo en la que algunos individuos actúan como exploradores; individuos especializados en buscar nuevas fuentes de alimento que luego reclutan a otros miembros de la colonia cuyo trabajo principal implica tareas como la defensa de la colonia o la limpieza. Al explorar en grupo, las abejas melíferas son capaces de eliminar riesgos en su suministro de alimentos. Aunque es muy improbable que un solo buscador individual encuentre una buena fuente de alimento, el gran número de buscadores asegura al colectivo la posibilidad de encontrarla. El tamaño de la típica fuente de alimento, a su vez, garantiza que esos raros descubrimientos proporcionen suficiente alimento a todo el grupo. Si trabajasen a nivel individual, el resultado más típico sería el no descubrimiento de alimento y la muerte por inanición. Pero explorando y explotando como grupo, pueden prosperar en un entorno difícil.
Acabamos de estudiar una variedad de formas diferentes de responder a la imprevisibilidad. La primera opción era actuar como una bacteria: tener en mente una lista de errores que podrían ocurrir y un plan fijo de cómo lidiar con ellos. La segunda opción era permitir una mayor improvisación y aprendizaje, teniendo en cuenta que el aprendiz debe estar dispuesto a enfrentarse al coste de errores ocasionales y ser capaz de soportarlos. Otra opción era no solo estar dispuesto a adaptarse a la imprevisibilidad, sino también a buscarla activamente mediante la exploración. Por último, una forma aún más eficiente de atraer y explotar la serendipia es hacerlo como grupo aprovechando el poder de la multitud.
Podemos, hasta cierto punto, ver que todas estas estrategias para tratar de gestionar e incluso aprovechar el azar se llevan a cabo también en las sociedades humanas. La respuesta de las bacterias se ejemplifica mejor con algo como los sistemas automáticos de alarma de incendios. Conocemos el problema: los incendios accidentales. Sabemos cómo detectarlos: alguien construye un detector de humo. Y sabemos cómo remediar las consecuencias: con la activación automática de sistemas de rociadores de agua para apagar las llamas. Este tipo de aprendizaje de estímulo-respuesta se hace aún más explícito dentro de las empresas, que a menudo utilizan la elaboración de planes de acción para gestionar sus riesgos. Por ejemplo, las empresas petroleras, cuyos presupuestos se enfrentan a graves riesgos en función de las fluctuaciones del precio mundial del petróleo, han creado a menudo estrategias casi automatizadas condicionadas por el precio para disminuir la perforación de nuevos pozos, la exploración y aumentar la explotación de los sitios de perforación actualmente activos cuando el precio del petróleo cae.
La importancia del aprendizaje es demasiado obvia como para requerir demasiada aclaración. Hemos trasladado el aprendizaje desde un comportamiento o un hábito a un papel institucional, ya que todas las sociedades modernas han construido un sistema escolar en el que se permite a los niños practicar y jugar con anticipación a los desafíos de la edad adulta. Pero es interesante hacer notar que este lugar de aprendizaje ha sido diseñado alrededor de principios similares a los que los animales enfrentan cuando deciden si vale la pena arriesgarse a aprender. Hemos diseñado ambientes donde la supervisión de los adultos mantiene bajas las posibilidades de caer en un error irreversible o muy costoso, mientras que el sistema de calificaciones proporciona una fácil retroalimentación que señala el camino hacia la mejora individual. No es una coincidencia que estas dos propiedades —bajo coste de los errores y rápida retroalimentación— sean precisamente las condiciones que promueven la evolución de las estrategias de aprendizaje también en el reino animal.
En otro punto de similitud con la naturaleza, también empleamos estrategias de exploración colectiva siempre que vamos a comprar toda clase de productos. Desde libros a cosméticos, pasando por taladradoras o plantas de interior, su reflejo más obvio es el modo en que funciona actualmente el comercio electrónico. Los mecanismos de recomendación de productos de Amazon, por ejemplo, agregan las decisiones de compra y calificación de cientos de millones de usuarios y ponen así su sabiduría colectiva a nuestra disposición a un coste extraordinariamente bajo. De esta manera nos beneficiamos, en un principio, al tener un conocimiento avanzado sobre la calidad de los artículos sin tener que hacer el esfuerzo de probar nosotros mismos los miles de productos disponibles a un clic.
Pero la culminación de la exploración colectiva es, por supuesto, la ciencia. La exploración, como hemos ido viendo, siempre tiene costes asociados. Y el fino equilibrio entre la exploración y la explotación es algo a lo que todos los individuos de todas las especies tenemos que enfrentarnos a lo largo de nuestra vida. Pero nuestra cultura nos ha brindado la oportunidad de seguir explorando en circunstancias en las que ya tenemos la información necesaria para aprovechar nuestros conocimientos. En general, una exploración desmesurada sin explotación de los recursos traería consecuencias negativas para el individuo. Esto es obvio cuando la exploración de un único individuo es inviable, incluso suicida, como claramente ocurre en los viajes espaciales ahora, o en las exploraciones científicas de siglos pasados. También esta exploración sería peligrosa en aquellas ocasiones en los que la profundidad en un tema tiene muy baja probabilidad de ofrecer resultados útiles inmediatos, o resultados que el propio individuo o el colectivo pueda llegar a explotar o siquiera observar en su tiempo de vida.
Pero hacerlo, permitir este modo aparentemente estéril de sondear la realidad, proteger a los individuos que tienen la habilidad de explorar de formas distintas, o que saben crear un ambiente particular, o que simplemente conservan su capacidad de indagar a pesar de los estragos de la edad, nos pone en el camino en el cual podemos buscar y aprovechar los pocos momentos fortuitos de éxito y ponerlos al servicio de la sociedad.
Así, la ciencia es la capacidad que nuestra cultura ha dado a los individuos para seguir explorando, recogiendo los frutos de esta exploración extrema, sin que el individuo tenga que pagar el coste, repartiéndolo entre todos. Hemos conseguido saltarnos el equilibrio necesario entre la exploración y la explotación. Y el resultado es un proceso colectivo de creación de conocimiento que nos permite a todos subirnos a hombros de gigantes, ver más allá de lo que otro ser vivo de nuestro planeta ha visto antes y, si tenemos suerte, añadir nosotros mismos un poco de sabiduría a esta montaña de conocimiento. Obviamente, todo se puede convertir en un producto más y que lo que hasta ahora era un bonito «desequilibrio» deje de serlo.
Para finalizar, me gustaría recalcar que toda la abundancia de la que disfrutamos la sociedad moderna se debe en gran parte a sistemas altamente sofisticados de explotación del azar, y que estos mecanismos se remontan a más allá de nuestros inicios, a cuando solo las bacterias vagaban por la Tierra.
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