La pregunta que la genética, en la mayor parte de su discurrir, intenta responder es la de cómo están conectados los genes con los caracteres biológicos que observamos. Una persona es pelirroja, otra rubia; una muere a los 30 años, de la enfermedad de Huntington; otra celebra su cumpleaños número 102. Saber qué componentes de la vastedad del genoma engendran cada carácter puede servir para crear mejores tratamientos de enfermedades, obtener información acerca de peligros futuros, iluminar el funcionamiento de la biología y la evolución. Hay caracteres que tienen una conexión clara con ciertos genes: las mutaciones de un solo gen son el origen de la anemia falciforme, por ejemplo; las de otro, de la fibrosis cística.
Pero, por desgracia para quienes aman la sencillez, enfermedades así son las excepciones. Las raíces de muchos caracteres, de la estatura a la propensión a la esquizofrenia, están mucho más enredadas. La verdad es que puede que sean tan complejas que en cierta forma participe casi todo el genoma. Esta idea se ha formalizado en una teoría enunciada el año pasado.
Hará unos quince años, los genetistas empezaron a compilar el ADN de miles de personas que compartían determinados caracteres. Querían buscar así la causa de cada carácter en lo que tuviesen en común esos genomas. A este tipo de análisis se le llama estudio de asociación a lo ancho del genoma (GWAS). Lo primero que encontraron fue que se necesita un número enorme de personas para obtener resultados estadísticamente significativos: un GWAS reciente, que buscaba correlaciones entre la genomas y el insomnio, por ejemplo, incluyó a más de un millón de personas. En segundo lugar, en estudio tras estudio, hasta las conexiones genéticas más significativas resultaron tener unos efectos sorprendentemente pequeños. La conclusión, a veces llamada hipótesis poligénica, era que resultaba probable que en todos los caracteres participasen múltiples loci (posiciones en el genoma), y que cada uno de estos contribuyese solo un poco. (Un solo gen grande puede contener varios loci, cada uno de los cuales representa una parte del ADN distinta en la que las mutaciones crean diferencias detectables).
A cuántos loci se refiere ese calificativo de «múltiples» no está definido con precisión. Una cartografía genética muy de primera hora, de 1999, indicaba que «un gran número de loci(quizá > de 15)» podría contribuir al riesgo de padecer autismo, recuerda Jonathan Pritchard, hoy genetista de la Universidad Stanford. «¡Eso es mucho!», recuerda que pensó cuando salió aquel artículo.
Con los años, sin embargo, lo que los científicos consideraban «un montón» en este contexto ha ido hinchándose sin hacer ruido. El año pasado, en junio, Pritchard y sus colegas de Stanford Evan Boyle y Yang Li publicaron un artículo sobre esto en Cell que inmediatamente suscitó la polémica, aunque hubo muchos que asintieron, aunque con cautela, a lo que decía. Los autores describieron lo que llamaban «modelo omnigénico de los caracteres complejos». Basándose en análisis mediante GWAS de tres enfermedades, llegaron a la conclusión de que en los tipos de células que son relevantes para una enfermedad no son 15 los genes, ni 100, sino esencialmente todos los que contribuyen a la dolencia. Apuntaban que para algunos caracteres «múltiples» loci podía significar más de 100.000. La reacción fue rápida. «Hizo que se hablase mucho», dice Barbara Franke, genetista de la Universidad Radboud, en Nimega, Holanda, que estudia el síndrome de hiperactividad con déficit de la atención. «Adonde quisiera que fueses, se hablaba del artículo omnigénico». El Journal of Psychiatry and Brain Sciences sacó un número especial solo con artículos de réplica, algunos de los cuales ponían pegas a la manera de expresarse porque, decían, el artículo solo expandía, al fin y al cabo, ideas anteriores. Pero un año después el estudio ha sido citado ya más de 200 veces, por artículos que lo mismo tratan de datos de GWAS que de receptores celulares determinados. Parece que ha condensado algo en lo que muchos genetistas estaban pensando. Pero lo que se supone que deben hacer los científicos con la idea dependerá de con quién se hable.
Una infinidad de pequeños efectos
El origen de la idea está en una observación muy simple: cuando se miran las porciones del genoma que los GWAS han marcado como significativas para determinados caracteres, extraña lo bien repartidas que están. Pritchard y sus colaboradores han estudiado los loci que contribuyen en los seres humanos a la estatura. «Vimos que la señal de la estatura procedía de casi todo el genoma», dice. Si el genoma fuese una larga ristra de bombillas de adorno y cada fragmento de ADN ligado a la estatura se iluminase, más de cien mil bombillas brillarían a lo largo de toda la cuerda. Este resultado contrasta fuertemente con la expectativa general de que los hallazgos de los GWAS se concentrarían alrededor de los genes más importantes para el carácter.
Luego, al fijarse en los análisis mediante GWAS de la esquizofrenia, la artritis reumatoide y la enfermedad de Crohn se encontraron con otra cosa inesperada. Según la idea que nos hacemos actualmente, las enfermedades a menudo surgen porque rutas biológicas clave funcionan mal. Según la enfermedad, esto puede conducir a la hiperactivación de las células inmunitarias, por ejemplo, o a la mengua de la producción de una hormona. Cabría esperar que los loci genéticos incriminados por los GWAS estarían en los genes de esa ruta clave. Y se esperaría que esos genes serían los que se usarían específicamente en los tipos de célula asociados con la enfermedad: las células inmunitarias en el caso de las enfermedades autoinmunitarias, las neuronas en el de las enfermedades psiquiátricas o las células pancreáticas en el de la diabetes, digamos.
Pero cuando se fijaron en los tipos de células específicos de las enfermedades, un número enorme de las regiones marcadas por los GWAS no estaban en esos genes. Estaban en genes que se expresaban casi en cualquier célula del cuerpo, genes que se encargaban del mantenimiento básico que necesitan todas las células. Según Pritchard y sus colaboradores, esto manifiesta una verdad que quizá no se toma siempre literalmente: en una células todo está conectado. Si unas disrupciones que se van sumando en los procesos básicos pueden al final descabalar un carácter, entonces es que para este quizá tengan su importancia casi todos los genes que se expresan en una célula, no importa lo poco relacionados que parezcan con el proceso metabólico de que se trate.
En sus rasgos más generales, esta idea ya se formuló en 1918, cuando R. A. Fisher, uno de los fundadores de la genética de poblaciones, propuso que los caracteres complejos podían ser el producto de un número infinito de genes, cada uno con efectos infinitamente pequeños. Pero el suyo era un modelo estadístico que no se refería a ninguna circunstancia biológica real, específica. Parece que ahora estamos en la época de poder ofrecer esas especificidades.
«Fue el artículo oportuno en el momento oportuno», dice Aravinda Chakravarti, profesor de neurociencia y fisiología y director del Centro de Genética y Genómica Humana de la Universidad de Nueva York, uno de los revisores del artículo omnigénico de Cell antes de su publicación. Él y otros han observado muchos ejemplos de lo repartidas que pueden estar las influencias genéticas, dice, pero no los habían coordinado en una tesis coherente. Discrepa con quienes alegan que el artículo solo afirma lo evidente.«El artículo ha aclarado muchos puntos de vista. No importa si yo había pensado en ello: no lo había hecho con suficiente intensidad. Y no había oído nunca a nadie que hubiera pensado en ello con la suficiente intensidad, con alguna claridad, de manera que crease una hipótesis nueva».
En el artículo, Pritchard y sus colaboradores proponían que cuando los genetistas buscan el origen de una enfermedad o de un carácter, quizá fuese fructífero pensar en los genes de una célula como en una red. Puede que haya algunos genes muy conectados en el centro mismo del. proceso de la enfermedad; los llaman genes nucleares. Los genes periféricos, mientras, con la agregación de sus contribuciones, inclinan la balanza hacia un lado u otro. Los autores del artículo de Cell piensan que conocer los genes nucleares será la mejor manera de entender los mecanismos de una enfermedad. Casar las contribuciones de los genes periféricos, por otra parte, permitiría entender mejor por qué algunas personas enferman y otras, no.
¿Existen los genes nucleares?
Desde la publicación del artículo de Cell hace un año, la discusión ha dado vueltas alrededor de si esa distinción es útil. David Goldstein, genetista de la Universidad de Columbia, no está seguro de que el proceso de las enfermedades esté encaminado por los genes nucleares, pero dice también que la idea de que no todo lo captado por un GWAS es central y específico de una enfermedad es importante. En los primeros días de los GWAS, dice, cuando se detectaba una conexión entre un locus genético y una enfermedad, se tomaba como una señal de que debería ser el blanco de la investigación para nuevos tratamientos aunque fuese débil.
«Estos argumentos están, y estaban, todos muy bien, a no ser que pase algo como lo que describe Jonathan», añade. «Es algo que tiene una gran importancia en lo que se refiere a la interpretación de un GWAS», ya que los loci conectados débilmente serían entonces menos útiles para abordar la patología de una enfermedad de lo que se creía.
Pero es muy posible que ello dependa de la enfermedad, mantiene Naomi Wray, genetista cuantitativa de la Universidad de Queensland, que ya sostuvo cuando se empezaron a hacer GWAS que había que esperar que se viesen muchas asociaciones débiles. Unas pocas dolencias, dice, son atribuibles primariamente a un pequeño número de genes identificables, o incluso solo a uno, pero es posible que otros genes hagan bascular el conmutador entre una manifestación de la enfermedad y otra. Cita el ejemplo de la enfermedad de Huntington, una dolencia neurológica progresiva causada por un defecto específico en un solo gen. La edad a la que se declara depende de cuántas repeticiones de una secuencia particular del ADN se tiene en ese gen. Pero incluso entre pacientes con el mismo número de repeticiones, la edad a la que los síntomas aparecen por primera vez y la severidad con la que progresa la enfermedad varían. Los especialistas están buscando otros loci ligados a la enfermedad de Huntington para ver si podrían ser la causa de esas diferencias.
«Esos [loci] están por definición en los genes periféricos. Pero son ellos en realidad la forma de responder del cuerpo a esa agresión grave de los genes nucleares», dice Wray.
Para condiciones y enfermedades más complejas, sin embargo, cree que la idea de una minúscula camarilla de genes nucleares identificables es un señuelo porque los efectos podrían dimanar realmente de perturbaciones en innumerables loci (y en elentorno) que funcionen conjuntamente. En un nuevo artículo de Cell publicado hace unos días, Wray sus colaboradores sostienen que la idea de los genes nucleares viene a ser una premisa injustificada y que los investigadores deberían dejar simplemente que los datos experimentales relativos a caracteres o condiciones particulares guíen su pensamiento. (En el artículo en que proponían la idea omnigenética Pritchard y sus colaboradores se preguntaban también si la distinción entre genes nucleares y periféricos era útil, y reconocían que en algunas enfermedades podría no haberla).
Desentrañar la genética detallada de las enfermedades seguirá requiriendo estudios con un número muy grande de personas. Por desgracia, le han dicho a Pritchard que el pasado año las solicitudes de fondos de algunos grupos para hacer GWAS han sido rechazadas por revisores de sus propuestas que han citado para justificarlo el artículo omnigénico. Cree que esto refleja una mala interpretación: la idea omnigénica «explica por qué los GWAS son difíciles», dice. «No significa que no se deban hacer GWAS».
Franke, a quien el artículo le parece una ampliación, expresada provocativamente, de sus propias ideas, dice que, no obstante, el artículo ha moldeado su manera de pensar a lo largo del año pasado. «Hizo que repensase lo que sabía acerca de la transducción de señales (acerca de cómo se transmiten los mensajes en las células) y cómo se realizan las funciones», dice. Cuando más profundamente se mira en el funcionamiento de una célula, más se cae en la cuenta de que una sola proteína común puede tener efectos muy diferentes dependiendo del tipo de célula en que esté: puede llevar mensajes diferentes o bloquear diferentes procesos, tanto que caracteres que podrían parecer completamente desconectados empiecen a cambiar.
«Dio mucho de pensar», dice del artículo, «y creo que ese era su objetivo».
Veronique Greenwood / Quanta Magazine
Artículo traducido por Investigación y Ciencia con permiso de QuantaMagazine.org, una publicación independiente promovida por la Fundación Simons para potenciar la comprensión de la ciencia.
Referencias: «An Expanded View of Complex Traits: From Polygenic to Omnigenic», de Evan A. Boyle, Yan I. Li y Jonathan Pritchard en Cell, volumen 169, número 7, pág. 1177–1186, 15 de junio de 2017; «Common Disease Is More Complex Than Implied by the Core Gene Omnigenic Model», de Naomi R. Wray et al en Cell, volumen73, número 7, pág. 1573–1580, 14 de junio de 2018.
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