O poeta é um fingidor.
Finge tão completamente
que chega a fingir que é dor
a dor que deveras sente.
Finge tão completamente
que chega a fingir que é dor
a dor que deveras sente.
Fernando Pessoa
Los profetas bíblicos eran supuestos mensajeros de Dios, intermediarios entre lo divino y lo humano («profeta» significa literalmente emisario o vocero), por lo que cabría pensar ingenuamente que han desaparecido, barridos por el racionalismo ilustrado junto con las brujas, los chamanes y el arca de Noé. Sin embargo, siguen vivitos y coleantes en nuestra cultura supuestamente laica y racionalista, aunque hayan cambiado de nombre; ahora se llaman, genéricamente, «intelectuales»; pero el término es tan amplio y ambiguo, tan perverso y polimorfo —pervertido y deformado— que conviene manejarlo con suma cautela —cogiéndolo con las pinzas simbólicas de unas comillas— y desmontarlo en todos los sentidos de la palabra (de la palabra «intelectual» y de la palabra «desmontar»).
El término «intelectual», en su acepción moderna, fue introducido por Georges Clemenceau en 1898 para aludir al grupo de escritores, científicos, profesores y artistas que firmaron un manifiesto en apoyo de Émile Zola tras su famosa carta abierta al presidente de la República Francesa, Yo acuso, a propósito del caso Dreyfus. En un memorable artículo publicado en el diario L’Aurore, Clemenceau se refirió a los firmantes del manifiesto como «esos intelectuales que se agrupan alrededor de una idea y se mantienen inquebrantables», y desde entonces el adjetivo sustantivado se utiliza para designar a quienes se supone que emplean las herramientas de la cultura de forma crítica y creativa. Lo cual es mucho suponer, pues, hoy por hoy, la mayoría de los supuestos intelectuales, lejos de ejercer una crítica creativa y transformadora, ponen sus herramientas al servicio de un poder al que le resulta más fácil —y le sale mucho más barato— comprarlos que reprimirlos.
En cualquier caso, los «intelectuales» cumplen —o incumplen— la función de los antiguos profetas: son los supuestos intermediarios entre el conocimiento y la ignorancia, entre la Cultura con mayúscula y el común de los mortales. Y hoy como entonces hay profetas mayores y menores. Entre los profetas mayores (y que además cumplen —o incumplen— sistemáticamente la función paradigmática del profeta, que es vaticinar el porvenir) ocupan un lugar destacado los grandes economistas, capaces de provocar cataclismos bursátiles e incluso de hacer que se tambalee algún gobierno. Les siguen —o les preceden, según los casos— los filósofos de moda, los «creadores de opinión» de los grandes medios y los políticos de oficio y beneficio, que compensan su escasa talla intelectual con su abusiva presencia mediática. Y entre los profetas menores hay que destacar a los tertulianos, los críticos (de literatura, arte, cine…) y los periodistas en general.
Hay dos formas de asomarse al futuro, es decir, a la vida que sigue: mediante la poesía —y la creación artística en general— y mediante la profecía: la especulación más o menos racional, la extrapolación más o menos rigurosa. Y si el poeta es un fingidor, el profeta es un impostor. La única diferencia entre los antiguos profetas y los modernos «intelectuales» es que los primeros realmente se creían depositarios de la verdad, mientras que los segundos son conscientes de su impostura. El mismísimo Galbraith decía que la principal función de los economistas es hacer que los astrólogos parezcan respetables, y alguien los definió (a los economistas) como «esos expertos que hoy nos dicen lo que pasará mañana y mañana nos explicarán por qué no ha pasado».
Los únicos profetas que no son impostores son los que callan («los sabios no tienen labios», le oí decir a un supuesto loco); pero los «intelectuales» hablan sin parar, son consustancialmente verborrágicos, pues se «realizan» generando un flujo continuo de palabras, y no de palabras cualesquiera, sino de palabras capaces de sorprender, de burlar las expectativas del oyente, como diría Jakobson. Y su única honradez posible pasa por reconocer su impostura.
En este sentido, los menos tramposos son los científicos (aunque no todos). Son los gestores del saber más sólido y operativo, los más fidedignos escrutadores de lo ignoto, y sin embargo admiten abiertamente la parcialidad y provisionalidad de sus conocimientos; es más, dicha admisión explícita constituye una parte sustancial del discurso científico (aunque no siempre: el cientificismo ingenuo y/o abusivo es un riesgo permanente).
En consecuencia, los profetas más tramposos, los peores impostores, son los que se apropian indebidamente del discurso científico para intentar dar apariencia de solidez a un relato falaz o inconsistente. La seudociencia no solo es la peor enemiga de la ciencia (después de la religión, que constituye un capítulo aparte), sino de la racionalidad misma y de la cultura en su conjunto; baste pensar en los estragos causados por algunas terapias seudocientíficas.
Pero no es fácil demarcar con precisión el ámbito de la ciencia, ni distinguir entre la lícita —e incluso loable— aspiración a utilizarar el método científico y la pretensión de estar haciéndolo. El marxismo y el psicoanálisis, las dos corrientes de pensamiento más influyentes del siglo XX, que algunos incluso han querido hacer confluir en la gran novela-río, el gran metarrelato de nuestro tiempo, ¿son seudociencias? Algunos prestigiosos epistemólogos y filósofos de la ciencia creen que sí. Otros pensamos que sería más prudente decir que tanto en el marxismo como en el psicoanálisis hay actitudes —incluso instituciones enteras— seudocientíficas, pero que eso no significa que haya que descartar sus logros ni descalificar cualquier forma de aplicación o desarrollo de las ideas de Marx o de Freud. Para que haya seudociencia, tiene que haber pretensión de cintifismo. Si alguien afirma como un hecho establecido que el inconsciente está estructurado como un lenguaje (o tan siquiera que existe «el» inconsciente), o que los sueños son realizaciones disfrazadas de deseos reprimidos, o que el capitalismo se autodestruirá para dar paso al paraíso comunista, merece el calificativo de seudocientífico; pero se puede —y se debe— explorar sin prejuicios los caminos abiertos por Marx y Freud, así como sus profusas huellas en el pensamiento contemporáneo. Seguramente, si no fuera por ciertos marxistas y ciertos psicoanalistas, el marxismo y el psicoanálisis se considerarían protociencias, en vez de seudociencias. No en vano dijo Marx, textualmente, «Yo no soy marxista», y es más que probable que si Freud levantara la cabeza dijera «Yo no soy freudiano». Sobre todo después de leer a Lacan.
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