La eterna juventud –junto a la vitalidad y la agudeza intelectual asociadas a un cerebro joven– es un deseo universal que se ha materializado en conceptos recurrentes como el Santo Grial o la piedra filosofal.
Más allá de este anhelo humano, la existencia de los llamados superancianos representa un desafío y una oportunidad para comprender la raíz de la salud cerebral y el envejecimiento sano.
Octogenarios con cerebros de cincuentones
Los superancianos son personas de más de 80 años que conservan características físicas y cognitivas de un adulto entre 20 y 30 años más joven. ¿Qué los hace tan resistentes al deterioro cerebral?
Recientes investigaciones nos han revelado nuevos conocimientos sobre los mecanismos moleculares y celulares que podrían estar implicados en el proceso inevitable e irreversible del envejecimiento.
Profundizar en los mecanismos genéticos de la longevidad y su manifestación en los organismos (fenotipo) ha permitido poner el foco en los hábitos de vida (alimentación, ejercicio, actividad cognitiva, etc.) como factores clave que inclinan la balanza hacia un envejecimiento saludable o patológico. El fenómeno que nos permite modificar nuestro destino genético es la epigenética.
Los mecanismos epigenéticos son modificaciones químicas en el ADN que se producen por cambios en el ambiente (físicos o cognitivos) y que modulan la expresión de nuestros genes. De manera que nuestro supuesto destino en forma de información genética puede ser reescrito –igual que puntuamos un texto– por las acciones de nuestra vida diaria. Y, además, pueden ser heredados por nuestros descendientes. Pero vamos a ver qué le pasa a nuestro cerebro a lo largo de la vida.
Un órgano de maduración lenta
A diferencia de otras especies, el cerebro humano aún debe desarrollarse después del nacimiento. Se trata de un proceso lento, que empieza en la concepción y no cesa hasta la muerte, aunque alcanza su madurez aproximadamente entre los 20 y los 24 años.
Como sabemos, nuestro órgano pensante está formado por neuronas conectadas entre sí y otras células nerviosas que le sirven de soporte y defensa (los astrocitos y la microglía). Tenemos unos 10 billones de neuronas que funcionan como una gran red de información, almacenamiento y gestión de nuestra vida cotidiana. Garantizar su integridad precisa de mecanismos de protección y regeneración.
Hasta hace pocos años se pensaba que, una vez alcanzada la madurez cerebral, no existían mecanismos para reponer las neuronas y reparar las conexiones perdidas. Nada más lejos de la realidad: hoy sabemos que el cerebro cuenta con unas zonas específicas (nichos) donde células progenitoras (las células madre) pueden ayudar a reparar o sustituir neuronas que degeneran o han sido dañadas.
La existencia de mecanismos protectores no evita que esos nichos progenitores dejen de reponer neuronas con la edad. Por tanto, el cerebro de una persona mayor tiene menor capacidad de regeneración, lo que se traduce en una disminución de la capacidad cognitiva.
De todos modos, las personas solo suelen sufrir un deterioro cognitivo grave cuando la pérdida de las neuronas es muy elevada debido a una enfermedad degenerativa, como el alzhéimer.
Lo sorprendente es que esa pérdida inexorable no comporta alteraciones graves en la calidad de vida de los superancianos, lo que incrementa su resiliencia y reserva cognitiva. Llamamos reserva cognitiva a la capacidad de nuestro sistema nervioso central de balancear y optimizar su funcionamiento para enfrentarse a las patologías neurodegenerativas. Esta facultad también está asociada a factores como la actividad intelectual: leer, escribir o socializar.
¿De dónde viene el superpoder de los superancianos?
Parece ser que los superancianos comparten hábitos similares: se mantienen activos físicamente, tienden a ser positivos, desafían su cerebro y aprenden algo nuevo todos los días. Muchos continúan trabajando hasta los 80 años.
Además, la evidencia científica resalta la importancia de permanecer comprometido socialmente a medida que envejecemos. Actividades como visitar familiares y amigos, colaborar de voluntario en alguna organización y salir a diferentes eventos se han asociado con una mejor función cognitiva.
Y al contrario: una baja participación social en edades avanzadas implica un mayor riesgo de demencia. Estos hechos validan la idea de que el ambiente es un actor principal de nuestro envejecimiento.
Neuronas de altas prestaciones
Por otro lado, un estudio reciente demuestra que los superancianos poseen un grupo de neuronas más grandes de lo normal en una estructura del cerebro involucrada en la preservación de la memoria (capa II de la corteza cerebral entorrinal). Estas células nerviosas se podrían relacionar con el concepto de reserva cognitiva.
La investigación describe que esta característica de los superancianos no se observa en personas de su misma edad con deterioro cognitivo, ni tampoco en individuos de entre 60 y 65 años que empiezan a experimentar fallos de memoria. Además, es significativo que esa zona del cerebro es una de las más afectadas por el declive neuronal que caracteriza el alzhéimer.
Los científicos también observaron que dichas superneuronas no presentan las características propias del envejecimiento en enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer. En este caso, la acumulación anómala de proteínas (tau y beta amiloide) en el tejido cerebral produce la muerte de las neuronas.
Todo lo anterior explicaría por qué la degeneración neuronal no se produce en los superancianos –o por lo menos no al ritmo propio de una persona de edad avanzada– y mantienen las habilidades cognitivas de una persona entre 20 o 30 años más joven.
El descubrimiento de las superneuronas plantea, además, la pregunta de si podemos favorecer su aparición durante el neurodesarrollo o en la infancia. La coincidencia de ambos hechos, la práctica de hábitos sociales saludables y la existencia de células nerviosas excepcionales, abre la puerta a tener alguna influencia sobre nuestros genes heredados a través de cambios epigenéticos.
También sería de interés saber si las neuronas XL podrían constituir –por presencia o ausencia– un marcador del alzhéimer y otras demencias, tanto de su progresión como de la respuesta a las terapias. Y, por último, si servirían como una diana para encontrar nuevos tratamientos.
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