martes, 1 de abril de 2014

Sol negro: 4.000 años de terror

Los eclipses totales han sembrado el pánico en todas las culturas a lo largo de la  historia de la humanidad.  Un eclipse total de Sol que oscureció  Norteamérica en el siglo XVII sembró el terror en  la tribu de los  chippewa. ¿Era un castigo divino?  ¿Se quedarían a oscuras para siempre? ¿Cómo remediarlo? La tribu reaccionó rápido: cogieron  todas las flechas que tenían a mano, les prendieron fuego y las lanzaron al Sol para volverlo a encender. El remedio funcionó ya que,  segundos después, el Sol les devolvió el día.

              El terror de los chippewa es fácil de entender.
              Como cualquier otra cultura, veneraban el Sol. Dependían de él para conseguir
              alimento, para sobrevivir al frío, para proteger a los niños, para salir a cazar cada
              mañana. Cuando el Sol les abandonaba al acabar el verano, su vida se volvía
              miserable. Cuando regresaba en primavera, todo mejoraba.

              No fueron los únicos que sintieron el pánico de los eclipses. Los antiguos chinos
              creían que un dragón se comía el Sol y aprendieron que, para ahuyentarlo, tenían
              que hacer el mayor ruido posible con campanas y cacerolas. La propia palabra
              eclipse nació de la inquietud que sentían los griegos de la antigüedad al ver
              apagarse el Sol: procede de la palabra “ekleipsis”, que no significa ocultación (el
              nombre que le daríamos hoy día), sino desfallecimiento.

              En la mención más antigua que se conoce de un eclipse, un texto de dos mil años
              antes de Cristo, los sacerdotes de Ur, en Mesopotamia, advirtieron de las
              catástrofes que se avecinaban. Más recientemente, los lidios y los medos pusieron
              fin a una guerra fratricida en Asia Menor gracias a un eclipse total.

              Pero tal vez las leyendas más bellas que se recuerdan sobre el dios Sol son las de
              los aztecas, para quienes el astro marcaba las edades del mundo y desaparecía
              periódicamente para alumbrar un nuevo sol y un nuevo cosmos. O tal vez son
              mejores las de los astrónomos modernos, para quienes el Sol arde a quince
              millones de grados (¿alguien puede concebir realmente qué son quince millones de
              grados?) y dentro de cinco mil millones de años se convertirá en una estrella
              gigante que devorará la Tierra.

              Se ha escrito que Colón, que tenía conocimientos de navegación y, por lo tanto, de
              astronomía, amenazó con oscurecer el cielo a una tribu de indígenas que había
              apresado a parte de su tripulación. Cuando, horas después, se produjo en eclipse,
              los indígenas atribuyeron a Colón poderes divinos y liberaron a los prisioneros.

              Aunque posiblemente la historia sea apócrifa, se ha convertido en un recurso
              clásico de la literatura de aventuras: Mark Twain utilizó la misma argucia para salvar
              a uno de sus héroes de morir quemado en una hoguera; la escena se repite en “Las
              minas del rey Salomón”, y, en el ejemplo más conocido para los lectores
              españoles, Tintín predice un eclipse para evitar ser sacrificado por una tribu de
              indios americanos que veneran el Sol.

              Del miedo a la fascinación

              La ciencia ha cambiado el modo en que la humanidad ve los eclipses. Exceptuando
              a Paco Rabanne y otros agoreros, el miedo ha dejado paso a la fascinación (por
              cierto, ¿alguien recuerda lo que escribió Nostradamus? Es esto: “En 1999, en el
              séptimo mes, del cielo vendrá un gran Reino de Terror”. Tal vez les parezca que
              estamos en el octavo mes, pero ¿quién ignoraría una predicción tan importante por
              un detalle así?).

              Uno de los grandes artífices de este cambio de mentalidad fue Edmund Halley, el
              gran astrónomo del siglo XVIII que descubrió el cometa más conocido de la historia
              -lo han adivinado: el cometa Halley- y que ideó cómo predecir científicamente los
              eclipses. Menos importante, pero más novelesca, es la historia del francés Jules
              Janssen, astrónomo aficionado que persiguió eclipses por todo el mundo, que
              descubrió el helio -poca broma: es el segundo elemento más abundante del
              universo- y que en 1870, al encontrarse en París sitiado por las tropas alemanas,
              escapó en globo para ir a ver un eclipse en Argelia.

              Con o sin ciencia, la veneración del Sol continúa. Probablemente, los historiadores
              del futuro pondrán nuestro nombre junto al de los indios chippewa y los sacerdotes
              de Ur y dirán que millones de personas peregrinaban a ver los eclipses en aquellos
              vetustos vehículos que llamaban automóviles. También tenían miedo, dirán, no a
              que el Sol se apagara para siempre, pero sí a que ellos no pudieran volver a verlo.
              La salvación no consistía en lanzar flechas al Sol ni en aporrear cacerolas para
              ahuyentar a los dragones: los humanos de final del siglo XX se tapaban los ojos con
              aquel antiguo artilugio, las gafas, hechas con un material cuyo nombre ha sido
              olvidado.

Josep Corbella
09/08/99

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