Los eclipses totales
han sembrado el pánico en todas las culturas a lo largo de la historia de la humanidad. Un eclipse total de
Sol que oscureció Norteamérica en el
siglo XVII sembró el terror en la tribu
de los chippewa. ¿Era un castigo divino? ¿Se quedarían a oscuras para siempre? ¿Cómo remediarlo?
La tribu reaccionó rápido: cogieron todas las flechas que tenían a mano, les prendieron
fuego y las lanzaron al Sol para volverlo a encender. El remedio funcionó ya
que, segundos después, el Sol les
devolvió el día.
El terror de los chippewa es
fácil de entender.
Como cualquier otra cultura,
veneraban el Sol. Dependían de él para conseguir
alimento, para sobrevivir al
frío, para proteger a los niños, para salir a cazar cada
mañana. Cuando el Sol les
abandonaba al acabar el verano, su vida se volvía
miserable. Cuando regresaba en
primavera, todo mejoraba.
No fueron los únicos que
sintieron el pánico de los eclipses. Los antiguos chinos
creían que un dragón se comía el
Sol y aprendieron que, para ahuyentarlo, tenían
que hacer el mayor ruido posible
con campanas y cacerolas. La propia palabra
eclipse nació de la inquietud que
sentían los griegos de la antigüedad al ver
apagarse el Sol: procede de la
palabra “ekleipsis”, que no significa ocultación (el
nombre que le daríamos hoy día),
sino desfallecimiento.
En la mención más antigua que se
conoce de un eclipse, un texto de dos mil años
antes de Cristo, los sacerdotes
de Ur, en Mesopotamia, advirtieron de las
catástrofes que se avecinaban.
Más recientemente, los lidios y los medos pusieron
fin a una guerra fratricida en
Asia Menor gracias a un eclipse total.
Pero tal vez las leyendas más
bellas que se recuerdan sobre el dios Sol son las de
los aztecas, para quienes el
astro marcaba las edades del mundo y desaparecía
periódicamente para alumbrar un
nuevo sol y un nuevo cosmos. O tal vez son
mejores las de los astrónomos
modernos, para quienes el Sol arde a quince
millones de grados (¿alguien
puede concebir realmente qué son quince millones de
grados?) y dentro de cinco mil
millones de años se convertirá en una estrella
gigante que devorará la Tierra.
Se ha escrito que Colón, que
tenía conocimientos de navegación y, por lo tanto, de
astronomía, amenazó con oscurecer
el cielo a una tribu de indígenas que había
apresado a parte de su
tripulación. Cuando, horas después, se produjo en eclipse,
los indígenas atribuyeron a Colón
poderes divinos y liberaron a los prisioneros.
Aunque posiblemente la historia
sea apócrifa, se ha convertido en un recurso
clásico de la literatura de
aventuras: Mark Twain utilizó la misma argucia para salvar
a uno de sus héroes de morir
quemado en una hoguera; la escena se repite en “Las
minas del rey Salomón”, y, en el
ejemplo más conocido para los lectores
españoles, Tintín predice un
eclipse para evitar ser sacrificado por una tribu de
indios americanos que veneran el
Sol.
Del miedo a la fascinación
La ciencia ha cambiado el modo en
que la humanidad ve los eclipses. Exceptuando
a Paco Rabanne y otros agoreros,
el miedo ha dejado paso a la fascinación (por
cierto, ¿alguien recuerda lo que
escribió Nostradamus? Es esto: “En 1999, en el
séptimo mes, del cielo vendrá un
gran Reino de Terror”. Tal vez les parezca que
estamos en el octavo mes, pero
¿quién ignoraría una predicción tan importante por
un detalle así?).
Uno de los grandes artífices de
este cambio de mentalidad fue Edmund Halley, el
gran astrónomo del siglo XVIII
que descubrió el cometa más conocido de la historia
-lo han adivinado: el cometa
Halley- y que ideó cómo predecir científicamente los
eclipses. Menos importante, pero
más novelesca, es la historia del francés Jules
Janssen, astrónomo aficionado que
persiguió eclipses por todo el mundo, que
descubrió el helio -poca broma:
es el segundo elemento más abundante del
universo- y que en 1870, al
encontrarse en París sitiado por las tropas alemanas,
escapó en globo para ir a ver un
eclipse en Argelia.
Con o sin ciencia, la veneración
del Sol continúa. Probablemente, los historiadores
del futuro pondrán nuestro nombre
junto al de los indios chippewa y los sacerdotes
de Ur y dirán que millones de personas peregrinaban a ver los eclipses
en aquellos
vetustos vehículos que llamaban
automóviles. También tenían miedo, dirán, no a
que el Sol se apagara para
siempre, pero sí a que ellos no pudieran volver a verlo.
La salvación no consistía en
lanzar flechas al Sol ni en aporrear cacerolas para
ahuyentar a los dragones: los
humanos de final del siglo XX se tapaban los ojos con
aquel antiguo artilugio, las
gafas, hechas con un material cuyo nombre ha sido
olvidado.
Josep Corbella
09/08/99
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