El microbiólogo español David Velázquez, experto en zonas polares e investigador del Departamento de Biología de la Universidad Autónoma de Madrid, está llevando a cabo un proyecto becado por National Geographic cuyo objetivo es desvelar los secretos de la ecología microbiana en las zonas polares.
En concreto, Velázquez estudia la dinámica de esos microorganismos en varias localizaciones del Ártico canadiense, tres de ellas ubicadas en el territorio de Nunavut (islas de Ward Hunt, Ellesmere y Cornwallis) y una en las inmediaciones de Kuujjuarapik, en el norte de Quebec. Uno de los aspectos de la investigación es conocer cómo los parámetros ambientales de estos ecosistemas extremadamente fríos influyen en la vida de estos organismos, y saber de qué forma interactúan entre ellos.
De todo el conjunto de bacterias que el microbiólogo ha podido estudiar y secuenciar genéticamente destacan sobre todo las cianobacterias, "las más importantes para el mantenimiento del sistema porque realizan la fotosíntesis y fijan el nitrógeno de la atmósfera en sus estructuras –explica–. Es decir, acumulan carbono y nitrógeno que luego irá a parar a toda la red trófica que conforma ese ecosistema". Además, las cianobacterias aportan estructura física, lo que significa que constituyen una especie de andamiaje donde el resto de los microorganismos puede establecerse y desarrollar comunidades enteras.
«En pocas palabras, forman algo así como los bosques de las regiones polares, bosques diminutos, comprimidos en unos pocos centímetros o, incluso, milímetros», añade.
La ecología microbiana es bastante desconocida, especialmente la de las zonas polares. "Los microorganismos tienen la capacidad de vivir y establecerse en cualquier parte de la Tierra, pero son las características ambientales propias de cada lugar las que los selecciona en función de sus capacidades metabólicas", dice el científico.
En el Ártico, por ejemplo, están apareciendo áreas de terreno libres de hielo, un aspecto de gran interés para este investigador, quien indaga de qué manera los microorganismos son capaces de colonizar las nuevas zonas que quedan al descubierto a causa del cambio climático y el calentamiento global. En relación a este fenómeno, Velázquez obtuvo un dato de interés de una forma de lo más original: en la isla de Ellesmere, él y otros dos investigadores canadiensesencontraron una botella en un montículo de piedras de señalización (o cairn) cerca de un glaciar. En el interior de aquella botella había una nota escrita el 10 de julio de 1959 por Paul Walker, un joven geólogo de la Universidad Estatal de Ohio, que había anotado la distancia a la que el túmulo se hallaba del glaciar: 4 pies, es decir, casi 1,22 metros. La medición actual realizada por los científicos arrojó la cifra de 330 pies, más de 100 metros, lo que da buena muestra del actual grado de retroceso de los glaciares.
En paralelo al proyecto becado por National Geographic, David Velázquez lleva a cabo otras iniciativas en ambos polos, todas ellas dirigidas a estudiar la vida de estos seres microscópicos esenciales para la vida en el planeta.
O poeta é um fingidor. Finge tão completamente que chega a fingir que é dor a dor que deveras sente.
Fernando Pessoa
Los profetas bíblicos eran supuestos mensajeros de Dios, intermediarios entre lo divino y lo humano («profeta» significa literalmente emisario o vocero), por lo que cabría pensar ingenuamente que han desaparecido, barridos por el racionalismo ilustrado junto con las brujas, los chamanes y el arca de Noé. Sin embargo, siguen vivitos y coleantes en nuestra cultura supuestamente laica y racionalista, aunque hayan cambiado de nombre; ahora se llaman, genéricamente, «intelectuales»; pero el término es tan amplio y ambiguo, tan perverso y polimorfo —pervertido y deformado— que conviene manejarlo con suma cautela —cogiéndolo con las pinzas simbólicas de unas comillas— y desmontarlo en todos los sentidos de la palabra (de la palabra «intelectual» y de la palabra «desmontar»).
El término «intelectual», en su acepción moderna, fue introducido por Georges Clemenceau en 1898 para aludir al grupo de escritores, científicos, profesores y artistas que firmaron un manifiesto en apoyo de Émile Zola tras su famosa carta abierta al presidente de la República Francesa, Yo acuso, a propósito del caso Dreyfus. En un memorable artículo publicado en el diario L’Aurore, Clemenceau se refirió a los firmantes del manifiesto como «esos intelectuales que se agrupan alrededor de una idea y se mantienen inquebrantables», y desde entonces el adjetivo sustantivado se utiliza para designar a quienes se supone que emplean las herramientas de la cultura de forma crítica y creativa. Lo cual es mucho suponer, pues, hoy por hoy, la mayoría de los supuestos intelectuales, lejos de ejercer una crítica creativa y transformadora, ponen sus herramientas al servicio de un poder al que le resulta más fácil —y le sale mucho más barato— comprarlos que reprimirlos.
En cualquier caso, los «intelectuales» cumplen —o incumplen— la función de los antiguos profetas: son los supuestos intermediarios entre el conocimiento y la ignorancia, entre la Cultura con mayúscula y el común de los mortales. Y hoy como entonces hay profetas mayores y menores. Entre los profetas mayores (y que además cumplen —o incumplen— sistemáticamente la función paradigmática del profeta, que es vaticinar el porvenir) ocupan un lugar destacado los grandes economistas, capaces de provocar cataclismos bursátiles e incluso de hacer que se tambalee algún gobierno. Les siguen —o les preceden, según los casos— los filósofos de moda, los «creadores de opinión» de los grandes medios y los políticos de oficio y beneficio, que compensan su escasa talla intelectual con su abusiva presencia mediática. Y entre los profetas menores hay que destacar a los tertulianos, los críticos (de literatura, arte, cine…) y los periodistas en general.
Hay dos formas de asomarse al futuro, es decir, a la vida que sigue: mediante la poesía —y la creación artística en general— y mediante la profecía: la especulación más o menos racional, la extrapolación más o menos rigurosa. Y si el poeta es un fingidor, el profeta es un impostor. La única diferencia entre los antiguos profetas y los modernos «intelectuales» es que los primeros realmente se creían depositarios de la verdad, mientras que los segundos son conscientes de su impostura. El mismísimo Galbraith decía que la principal función de los economistas es hacer que los astrólogos parezcan respetables, y alguien los definió (a los economistas) como «esos expertos que hoy nos dicen lo que pasará mañana y mañana nos explicarán por qué no ha pasado».
Los únicos profetas que no son impostores son los que callan («los sabios no tienen labios», le oí decir a un supuesto loco); pero los «intelectuales» hablan sin parar, son consustancialmente verborrágicos, pues se «realizan» generando un flujo continuo de palabras, y no de palabras cualesquiera, sino de palabras capaces de sorprender, de burlar las expectativas del oyente, como diría Jakobson. Y su única honradez posible pasa por reconocer su impostura.
En este sentido, los menos tramposos son los científicos (aunque no todos). Son los gestores del saber más sólido y operativo, los más fidedignos escrutadores de lo ignoto, y sin embargo admiten abiertamente la parcialidad y provisionalidad de sus conocimientos; es más, dicha admisión explícita constituye una parte sustancial del discurso científico (aunque no siempre: el cientificismo ingenuo y/o abusivo es un riesgo permanente).
En consecuencia, los profetas más tramposos, los peores impostores, son los que se apropian indebidamente del discurso científico para intentar dar apariencia de solidez a un relato falaz o inconsistente. La seudociencia no solo es la peor enemiga de la ciencia (después de la religión, que constituye un capítulo aparte), sino de la racionalidad misma y de la cultura en su conjunto; baste pensar en los estragos causados por algunas terapias seudocientíficas.
Pero no es fácil demarcar con precisión el ámbito de la ciencia, ni distinguir entre la lícita —e incluso loable— aspiración a utilizarar el método científico y la pretensión de estar haciéndolo. El marxismo y el psicoanálisis, las dos corrientes de pensamiento más influyentes del siglo XX, que algunos incluso han querido hacer confluir en la gran novela-río, el gran metarrelato de nuestro tiempo, ¿son seudociencias? Algunos prestigiosos epistemólogos y filósofos de la ciencia creen que sí. Otros pensamos que sería más prudente decir que tanto en el marxismo como en el psicoanálisis hay actitudes —incluso instituciones enteras— seudocientíficas, pero que eso no significa que haya que descartar sus logros ni descalificar cualquier forma de aplicación o desarrollo de las ideas de Marx o de Freud. Para que haya seudociencia, tiene que haber pretensión de cintifismo. Si alguien afirma como un hecho establecido que el inconsciente está estructurado como un lenguaje (o tan siquiera que existe «el» inconsciente), o que los sueños son realizaciones disfrazadas de deseos reprimidos, o que el capitalismo se autodestruirá para dar paso al paraíso comunista, merece el calificativo de seudocientífico; pero se puede —y se debe— explorar sin prejuicios los caminos abiertos por Marx y Freud, así como sus profusas huellas en el pensamiento contemporáneo. Seguramente, si no fuera por ciertos marxistas y ciertos psicoanalistas, el marxismo y el psicoanálisis se considerarían protociencias, en vez de seudociencias. No en vano dijo Marx, textualmente, «Yo no soy marxista», y es más que probable que si Freud levantara la cabeza dijera «Yo no soy freudiano». Sobre todo después de leer a Lacan.
Un grupo de investigadores internacionales, entre ellos el profesor de Geología de la Universidad de Barcelona Lluís Gibert, han hallado en Etiopía el fósil de un cráneo de la especie Australopithecus anamensis, de 3,8 millones de años de antigüedad, que aporta nuevos datos sobre la evolución humana.
Según ha explicado a Efe Gibert, el fósil, hallado en la región de Afar de Etiopía, “representa el único cráneo de la especia A. anamensis, lo que permite caracterizar mejor esta especie”.
El proyecto de investigación comenzó en 2004 y,ya ha proporcionado a los investigadores más de 12.600 especímenes fósiles de unas 85 especies de mamíferos
“La datación del fósil en 3,8 millones de años nos indica que Australopithecus afarensis convivió en el tiempo con A. anamesis como mínimo durante 100.000 años, por lo que A. afarensis no es un descendiente directo de A. anamensis como se creía”, ha agregado.
En este hallazgo, que publica este miércoles la revista científica ‘Nature’, Gibert, segundo autor del trabajo, ha contribuido en “situar en un contexto estratigráfico y sedimentológico el fósil y recoger muestras para hacer dataciones por paleomagnetismo”.
La investigación en la que ha participado Gibert, que estos días se encuentra de Berkeley en California (EEUU), donde trabajó como investigador en el Berkeley Geochronology Center, ha sido dirigida por el doctor Yohannes Haile-Selassie, conservador del Museo de Historia Natural de Cleveland y profesor adjunto de la Universidad Case Western Reserve.
Australopithecus anamensis es una especie de homínido de entre 4,2 y 3,9 millones de años de antigüedad hallada en Kenia y descrita en 1995 por Meave Leakey y hasta ahora se creía que era descendiente de A. afarensis, pero esta investigación demuestra que coexistieron al menos durante 100.000 años.
El hallazgo se ha hecho dentro del proyecto WORMILL (Woranso-Mille), liderado por Haile-Selassie, que tiene como objetivo “recuperar fósiles de nuestros antepasados, situarlos en el tiempo y entender el contexto geológico en el que evolucionaron”, ha detallado Gibert.
El proyecto de investigación comenzó en 2004 y, tras 15 años de trabajo, ha proporcionado a los investigadores más de 12.600 especímenes fósiles que representan unas 85 especies de mamíferos.
El cráneo se conservó en muy buen estado porque estaba cubierto de sedimentos
Este descubrimiento y los demás fósiles encontrados por el grupo de investigadores “ayudarán a entender mejor cómo ha sido el complejo proceso de la evolución humana”, ha afirmado el geólogo de la Universidad de Barcelona, quien se incorporó al proyecto en 2010.
El cráneo, denominado “MRD” y datado ahora, fue hallado en febrero del 2016 en el área de estudio del Proyecto paleontológico ubicado en el Distrito de Mille del Estado Regional Afar de Etiopía.
El primer fragmento de MRD, la mandíbula superior, fue encontrado por un trabajador en la localidad Miro Dora, y una investigación adicional del área permitió recuperar el resto del cráneo.
“No podía creerlo cuando vi el resto del cráneo en tan buen estado, fue un momento eureka y un sueño hecho realidad”, ha expresado el líder de la investigación, Haile-Selassie. En años posteriores, los paleoantropólogos analizaron el fósil y los geólogos determinaron la edad y el contexto de la muestra.
“Es muy importante descubrir un cráneo de homínido tan completo, pero este descubrimiento solo es relevante si se sitúa en un contexto geológico y cronológico, sin esta información el hallazgo carece de valor”, ha especificado Gibert, especialista en petrología sedimentaria.
Los investigadores determinaron la edad del fósil en 3,8 millones de años fechando minerales en capas de rocas volcánicas cercanas.
El cráneo se conservó a lo largo de los años porque estaba “en los sedimentos de un pequeño delta que desembocaba en un lago de unos 6-8 metros de profundidad y este ambiente facilitó su conservación porque lo cubrió rápidamente con sedimentos”, ha explicado Gibert.
“La datación sitúa al cráneo en un período de tiempo con un registro fósil muy pobre y es una pieza clave para completar el complejo puzle de la evolución”, ha agregado el geólogo.
Una pieza clave para completar el puzle de la evolución
El cráneo, que se conservará en el Museo Nacional de Addis Abeba, también aporta nueva información sobre la morfología craneofacial general de la especie A. anamensis que permitirá caracterizarla mejor y demuestra que la especie de Lucy (A.afarensis) no es un descendiente directo de A. anamensis como se creía, sino que ambas especies coexistieron durante aproximadamente 100.00 años.
Según Gibert, en los últimos 15 años esta región de Etiopía ha proporcionado unos 230 fósiles de homínidos, algunos relevantes como un esqueleto parcial de A. afarensis, restos de un pie de una especie que no es A. afarensis, fósiles que han permitido definir una nueva especie bípeda (A. deriyemeda) que fue contemporánea a A. afarensis.
“El área de estudio tiene sedimentos fosilíferos con edades de entre 3 y 5 millones de años, y aportará fósiles de esas edades que ayudarán a entender mejor cómo ha sido el complejo proceso de la evolución humana”, ha concluido el geólogo barcelonés.
Muy cerca de nosotros, cosmológicamente hablando, hay un planeta que es casi idéntico a la Tierra. Tiene aproximadamente su mismo tamaño, está hecho más o menos de la misma materia y se ha formado alrededor de la misma estrella.
Para un astrónomo alienígena que se encontrara a años luz de distancia y observara el sistema solar a través de un telescopio, sería prácticamente imposible distinguir Venus de nuestro planeta. Sin embargo, cuando se conocen las condiciones de la superficie de Venus –temperatura de un horno y atmósfera saturada de dióxido de carbono con nubes de ácido sulfúrico–, queda claro que Venus no se parece en nada a la Tierra.
¿Cómo es posible que dos planetas tan similares en cuanto a posición, formación y composición puedan acabar siendo tan diferentes? Es una pregunta que preocupa a un número cada vez mayor de miembros de la comunidad de ciencias planetarias, y da pie a que se propongan numerosas iniciativas dirigidas a explorar Venus. Si la comunidad científica logra comprender por qué Venus evolucionó como lo hizo, sabremos con más certeza si la existencia de un planeta semejante a la Tierra es la regla o la excepción.
Soy científico planetario, y me fascina estudiar cómo surgieron otros mundos. Me interesa Venus en particular, porque da una idea de un mundo que, en otro tiempo, tal vez no fuera tan diferente del nuestro.
¿Fue Venus un planeta azul en otro tiempo?
La opinión científica actual sostiene que, en algún momento del pasado, Venus tenía mucha más agua de lo que su atmósfera seca sugiere hoy, puede que incluso océanos. Pero a medida que el Sol fue calentándose y volviéndose cada vez más brillante (por efecto natural del envejecimiento), las temperaturas de la superficie de Venus se elevaron y acabaron evaporando los océanos y los mares.
La creciente acumulación de vapor de agua en la atmósfera creó en el planeta unas condiciones de efecto invernadero descontrolado del que Venus no logró recuperarse. No se sabe si alguna vez hubo en Venus una tectónica de placas similar a la terrestre (donde la capa exterior del planeta está partida en grandes trozos móviles). El agua es fundamental para que la tectónica de placas funcione, y un efecto invernadero descontrolado detendría, en la práctica, ese proceso, si es que tuvo lugar allí.
Pero el fin de la tectónica de placas no habría significado el fin de la actividad geológica: el considerable calor interno del planeta siguió produciendo magma, que se derramó en forma de flujos voluminosos de lava y reconfiguró la mayor parte de su superficie. De hecho, la edad media de la superficie de Venus es de unos 700 millones de años, una edad provecta, sin duda, pero muy joven si la comparamos con las superficies de Marte, Mercurio o la Luna, que tienen varios miles de millones de años.
La exploración del segundo planeta
La visión de Venus como un mundo húmedo es solo una hipótesis: la comunidad científica planetaria no sabe qué hizo que Venus fuera tan diferente de la Tierra, ni tampoco si los dos planetas se generaron realmente con las mismas condiciones. Los seres humanos sabemos menos acerca de Venus que acerca de los otros planetas del sistema solar interior, en gran medida porque Venus plantea varios obstáculos singulares que dificultan su exploración.
Por ejemplo, es necesario explorarlo mediante radar para traspasar las nubes opacas de ácido sulfúrico y ver la superficie. La dificultad es mucho mayor que con las superficies de la Luna o Mercurio, que se pueden observar con facilidad. Además, la alta temperatura de la superficie –470℃– hace que la electrónica convencional solo aguante unas pocas horas. Una situación muy distinta de Marte, donde los rovers pueden operar durante más de diez años. Así pues, debido en parte al calor, a la acidez y a la opacidad de la superficie, Venus no ha disfrutado de un programa sostenido de exploración en los dos últimos decenios.
Los seres humanos no siempre han mostrado tan poco interés por Venus. En otro tiempo fue el favorito de la exploración planetaria: entre 1960 y 1980, se enviaron unas 35 misiones al segundo planeta. La misión Mariner 2 fue la primera sonda espacial que llevó a cabo con éxito un encuentro planetario, al sobrevolar Venus en 1962. Las primeras imágenes tomadas desde su superficie enviadas por el módulo de la sonda soviética Venera 9 tras aterrizar en Venus en 1975. Y el módulo de aterrizaje de la Venera 13 fue el primer vehículo espacial que envió sonidos desde su superficie. Pero la última misión que lanzó la NASA a Venus fue la sonda Magallanes, en 1989. Esta sonda tomó imágenes con radar de prácticamente toda la superficie antes de su desaparición prevista en la atmósfera del planeta en 1994.
¿Volver a Venus?
En los últimos años se han propuesto varias misiones de la NASA a Venus. La misión planetaria más reciente que ha elegido la NASA es una nave de propulsión nuclear llamada Dragonfly con destino a la luna Titán, en Saturno, pero también se ha seleccionado una propuesta encaminada a medir la composición de la superficie de Venus, que recibirá apoyo para seguir desarrollando su tecnología.
Unos 30 años después de que la NASA pusiera rumbo a nuestro infernal vecino, el futuro de la exploración de Venus parece prometedor. Pero enviando solo una misión –un orbitador con radar o incluso un módulo de aterrizaje de larga duración– no se resolverán todos los misterios pendientes.
Se necesita más bien un programa sostenido de exploración para elevar nuestro conocimiento de Venus al nivel del conocimiento que tenemos de Marte o la Luna. Para lograrlo será necesario invertir tiempo y dinero, pero, en mi opinión, merece la pena. Si conseguimos averiguar por qué y en qué momento Venus llegó a ser el planeta que es hoy, entenderemos mejor cómo puede evolucionar un mundo del tamaño de la Tierra cuando está situado cerca de su estrella. Y, bajo un Sol cada vez más brillante, Venus puede incluso ayudarnos a entender cuál será el destino de la Tierra misma.
La tierra se convulsionó a lo grande en el sur de California la semana pasada. Jacob Margolis supo de inmediato que ese seísmo no era el big one, el que se prevé será la madre de todos los terremotos.
Aunque su casa empezó a tiritar, por su experiencia entendió que no, que ese no era el monstruo. “No era una sacudida con una fuerza loca”, recalca.
Todavía se le espera.
No es una cuestión de mitología o de teorías conspirativas tan al uso en Estados Unidos. No, esto va en serio. Es ciencia. Los dos seísmos del 4 y 5 de julio en Ridgecrest, con un nivel del 6,4 y 7,1 en la escala de Ritcher, no son más que un recordatorio de que acecha ese otro gigantesco.
A la sismóloga Lucy Jones se la conoce como Lady Terremoto gracias a su sabiduría cultivada a lo largo de décadas, que se ha reforzado con las pedagógicas ruedas de prensa realizadas tras los dos recientes movimientos telúricos. Jones ha enfatizado en su carrera que sólo es una cuestión de tiempo el que se produzca una convulsión devastadora que golpee el poblado sur californiano.
Hacía veinte años que no se registraba una actividad semejante. Según Jones, resulta ilusorio imaginar que estas convulsiones, como regla, suponen un alivio del estrés sísmico. De hecho, estos terremotos incrementan el riesgos de futuras vibraciones.
Palabra de ‘Lady Terremoto’
“Las placas tectónicas siguen empujando Los Ángeles hacia San Francisco”
El que cree de manera firme en ese pronóstico es Margolis, periodista científico especializado en esta materia y vecino del municipio angelino, cerca de la falla de San Andrés, el origen principal de la perenne trepidación.
“Estamos hablando de placas tectónicas y hay un 100% de opciones de que habrá un gran terremoto en algún momento que destruirá parte del sur de California”, dice en charla telefónica.
“La tierra se mueve en sus entrañas, no lo podemos parar y no podemos frenar que libere energía en esa fricción”, añade.
“Supongo que existe una remota posibilidad de que algo mágico suceda o –ironiza– que vengan los alienígenas y pongan fin a ese juego tectónico. De lo contrario, siempre podemos esperar el big one en esta zona”.
En su reciente libro The big ones: how natural disasters have shaped us (cómo los desastres naturales nos han configurado), la doctora Jones sostiene que “las placas tectónica no se han detenido de repente. Siguen empujando Los Ángeles hacia San Francisco al mismo ritmo que crecen tus uñas, unos 3,8 cm. por cada año”.
Margolis trabaja en la radio pública (KPCC) y es el autor de un podcast que precisamente se titula The big one, your survival guide, en el que se dedica a explicar a la audiencia cómo prepararse para sobrevivir a un terremoto potencialmente muy destructivo.
Un consejo experto
Mejor refugiarse debajo de una mesa que en el portal de la vivienda
Uno de sus primeros consejos consiste en acabar con la creencia de que el portal de la vivienda es el mejor refugio. “No es más seguro que cualquier otra parte de la casa”, subraya. Cuenta que ese mito arranca del siglo XIX, cuando el portal era lo único que quedaba en pie de una casa de adobe después de un terremoto.
Al contrario, guarecerse ahí debajo puede ser fatal por algún desprendimiento. En lugar de ir corriendo a la entrada parece mucho más fiable meterse debajo de una mesa. Aclarado esto, Margolis hace la lista de indispensables. Entre otros: un galón de agua (3,7 litros) por persona y día, abastecerse del doble de comida o de medicinas en caso de enfermedad; tener unos zapatos al lado de la cama para evitar caminar entre cristales rotos; mantener cerca la documentación, indispensable para pedir ayudas; poner los espejos, los cuadros o las esculturas en un sitio que impida que le caigan a uno encima.
El pasado día 5 a él le cogió en la cama, leyendo, justo a su esposa. Lo más preocupante fue que el niño, en la otra habitación, empezó a llorar. La madre lo calmó.
“Me hallaba algo nervioso, una reacción normal al ver que todo se mueve alrededor. Pero racionalice que las habitaciones son seguras, que no me debía preocupar de que la casa colapsara al estar reforzada. Entendí que estaríamos bien, que los temblores se acabarían. Es un proceso de pensamiento pese a la adrenalina”.
Aunque “no hay una garantía absoluta” , comenta que “prepararte ha de hacerte sentir que estás equipado y esto te da confianza en que todo saldrá bien”.
Tal vez por su experiencia, Margolis suena tajante. “Un terremoto me da mucho menos miedo que el cambio climático”. Si bien el impacto de un seísmo se puede aminorar, no ve una salida igual al calentamiento global que, pronostica, hará inhabitable buena parte del sur de California, sea por altas temperaturas o por la subida del mar. “Esto es más terrorífico que un terremoto”.
La reacción sorpresa
A los ingenieros les sorprende el poco impacto en los edificios del último sismo
Y eso que, al margen de esta última experiencia en que hubo pocos daños y, en apariencia, ninguna víctima mortal, Margolis residía a escasos quince kilómetros del epicentro de la sacudida que en 1994 dejó 57 muertos en Northridge. Su edificio se mantuvo en pie para hubo un par que se hundieron y causaron 16 óbitos.
Kenneth O’Dell, presidente del la Structural Engineers Association del sur de California, recuerda que edificios como esos que se hundieron –antiguos de poca altura y un aparcamiento debajo– todavía son muy comunes.
“Estas estructura se encuentran en riesgo de colapsar en caso de un gran terremoto”, advierte. O’Dell indica que el trágico sismo de hace 25 años permitió identificar el peligro de este tipo de inmuebles. “Se ha de requerir que sean reforzados”, insiste.
“No pretendo crear miedo –reitera–, el miedo paraliza. Lo que quiero es que los ciudadanos tengan conocimiento, sean conscientes de que el peligro es real y que existe una solución”.
No caer en la complacencia
Un experto indica que si ahora no han caído inmuebles, esto puede suceder la próxima vez
Ante la perspectiva del big one, O’Dell avisa de que no se debe hacer una mala lectura del movimiento telúrico de la semana pasada. “Este tipo de edificios ha resistido un gran terremoto en Ridgecrest. Pero sería incorrecto decir que también van a soportar uno enorme, se llame como se llame, la próxima vez”, apostilla.
Es una de las cosas sorprendentes. Los ingenieros han analizado el impacto de este último seísmo en las estructuras y han detectado pocos daños.
A pesar del susto de 1994, Margolis no dejó de vivir cerca de la falla, como si nada. “Soy de Los Angeles, mi familia es de aquí, y siempre hay algo que se mueve”.
Sin atisbo de pánico, concluye que “el big one está viniendo”.
BETWEEN SUBTLE SHADING AND THE ABSENCE OF LIGHT LIES THE NUANCE OF IQLUSION
Esta entretenida pieza de Great Big Story cuenta la historia de Kryptos, la famosa escultura con mensajes cifrados que hay en la sede central de la CIA en Langley, Virginia (Estados Unidos). Instalada hace 30 años como decoración y reto para los cripoanalistas contiene cuatro mensajes, de los que tan solo se han descifrado hasta el momento tres. Aficionados y profesionales del criptoanálisis llevan desde 1990 rompiéndose para descifrarlos, pero el cuarto se resiste. Hace unos quince años ya comentamos un poco por aquí sobre el tema porque parecía raro que algo tan trivial quedara fuera del alcance de la CIA y la NSA.
La escultura tiene 869 caracteres, básicamente letras A-Z, aunque según su creador se eliminó una por razones estéticas y hay cuatro interrogaciones para despistar, además de tres erratas reconocidas y otros caracteres escritos como superíndices. También hay una tabla Vigenère, que de hecho es uno de los métodos de cifrado utilizados –sumamente antiguo y bastante básico– según se descubrió más tarde.
La primera de las soluciones llegó en 1999; de hecho hubo dos personas que la encontraron independientemente. Luego se conocieron otras dos, procedentes de la mismísima NSA, en 2000. Jim Sanborn, el creador de los mensajes y la escultura, que también aparece en el vídeo, aprovechó para confirmar las investigaciones, revelar diferentes pistas y matizar algunos errores cometidos en la creación de la obra: que si una letra estaba mal, que si hay que tener el texto de los pasajes 1 a 3 correctos para poder descifrar el cuarto, etcétera.
Así por ejemplo en 2010 el autor dijo que en la cuarta parte las letras NYPVTT = BERLÍN y en 2014 que MZFPK = CLOCK. Pistas significativas que dan a entender que igual el misterio tiene que ver con coordenadas (en uno de los mensajes apuntan a un lugar a unos 50 metros de la escultura), mapas, algún reloj famoso en la ciudad de Berlín y locuras estilo Código DaVinci. Como se puede ver en el vídeo los aficionados se reúnen todas los años con el artista para conmemorar los trabajos de descifrado. Le llevan sushi, jamones pata negra y otras viandas a ver si suelta prenda y le suplican alguna pista más, pero el hombre sigue ahí con cara de póker; tan solo las deja caer con cuentagotas cada 4 o 5 años si ve que no hay muchos avances.
La solución al enigma pendiente está encerrada en una caja fuerte, y se dice que sólo el autor la conoce (más bien, el autor y otras dos personas). Quien logre descifrar el mensaje final no obtendrá premio ni dinero directamente, pero desde luego sí que obtendrá fama mundial y un lugar en la historia de la criptología.