No era nada quisquilloso. Aceptaba cráneos recogidos en campos de batalla o robados en catacumbas, y los sometía a todos al mismo procedimiento: los rellenaba de granos de pimienta –más tarde se pasaría a los perdigones– y luego los vaciaba para determinar el volumen de la caja craneal.
Morton creía que los seres humanos se dividían en cinco razas, originadas en actos de creación independientes. Cada una tenía sus caracteres distintivos, que se correspondían con el puesto que ocupaba en una jerarquía de carácter divino. Según él, los blancos (o «caucásicos») eran la raza más inteligente. Los asiáticos orientales (él usaba el término «mongoles») eran «ingeniosos» y «culturizables», pero estaban un escalón por debajo. Después venían los asiáticos del sur, seguidos de los nativos americanos. Los negros (o «etíopes») ocupaban el escalón inferior.En las décadas previas a la guerra de Secesión, las ideas de Morton fueron aceptadas con entusiasmo por los defensores de la esclavitud.
«Tuvo un gran predicamento, sobre todo en el Sur», dice Paul Wolff Mitchell, el antropólogo de la Universidad de Pennsylvania que me muestra la colección de cráneos, hoy alojada en el Museo de Arqueología y Antropología de dicha universidad. Nos hallamos ante la caja craneal de un holandés de cabeza particularmente grande que contribuyó a inflar la estimación mortoniana de las capacidades caucásicas. A la muerte de Morton, en 1851, el Charleston Medical Journal de Carolina del Sur lo alabó por «colocar al negro donde le corresponde, en tanto que raza inferior».
Estos cráneos de la colección de Samuel Morton, padre del racismo científico, ilustran su clasificación de los seres humanos en cinco razas, que según él surgieron de actos de creación independientes. De izquierda a derecha: una mujer negra y un hombre blanco (ambos estadounidenses), un indígena mexicano, una mujer china y un hombre malayo.
El padre del racismo científico
Hoy es considerado el padre del racismo científico. Visitar su colección es una experiencia sobrecogedora cuando se tiene presente que muchos de los horrores de los últimos siglos nacieron de la idea de que hay razas inferiores y razas superiores. Y lo cierto –y preocupante– es que seguimos viviendo con ese legado: las distinciones raciales todavía conforman nuestra política, nuestros barrios y nuestra identidad. Y eso a pesar de que la ciencia nos dice sobre la raza justo lo contrario de lo que sostenía Morton.
Craig Venter, pionero de la secuenciación del ADN, observó en el año 2000 que «el concepto de raza carece de base genética y científica».
El médico estadounidense creía haber identificado diferencias inmutables y heredadas entre los seres humanos, pero en su época –poco antes de que Darwin propusiese su teoría de la evolución y a muchos años del descubrimiento del ADN– los científicos no tenían la menor idea de cómo se transmitían los caracteres. Los investigadores que en el ínterin han estudiado la genética humana afirman que el concepto de raza no tiene el menor sentido. De hecho, cuando los científicos se propusieron compilar el primer genoma humano completo –sumando partes de varios individuos–, trabajaron deliberadamente con muestras de personas que se autoidentificaban como multirraciales. En junio de 2000, al anunciar los resultados, Craig Venter, pionero de la secuenciación del ADN, observó: «El concepto de raza carece de base genética y científica».
Todos estamos estrechamente emparentados
En las últimas décadas la investigación genética ha revelado dos verdades trascendentes sobre los seres humanos. La primera, que todos estamos estrechamente emparentados, más que los chimpancés entre sí, aunque hoy hay muchos más humanos que chimpancés. Todos poseemos la misma colección de genes, solo que todos portamos versiones ligeramente distintas de algunos de ellos (salvo en el caso de los gemelos idénticos). El estudio de la diversidad genética ha permitido reconstruir una suerte de árbol genealógico de las poblaciones humanas. Y eso ha revelado la segunda verdad trascendente: en el sentido más literal, todos los humanos vivos somos africanos.
Todos poseemos la misma colección de genes, solo que todos portamos versiones ligeramente distintas de algunos de ellos
Nuestra especie, Homo sapiens, surgió en África en un momento y en un lugar que nadie conoce con exactitud. El fósil más reciente, hallado en Marruecos, sugiere que los rasgos humanos anatómicamente modernos empezaron a aparecer hace 300.000 años. Por espacio de otros 200.000 años más o menos, vivimos en África, pero ya en ese período distintos grupos se desplazaron a diferentes regiones del continente y perdieron el contacto entre sí, fundando nuevas poblaciones.
En los seres humanos, como en todas las especies, los cambios genéticos son consecuencia de mutaciones casuales: minúsculas modificaciones del ADN, el código de la vida. Las mutaciones se producen a un ritmo más o menos constante, de modo que cuanto más perdure un grupo, más alteraciones irán acumulando esos genes. En paralelo, cuanto más tiempo lleven separados dos grupos, más cambios distintivos irán incorporando.
En la ciudad alemana de Düsseldorf, una escultura del vecino Museo del Neandertal despierta en los transeúntes curiosidad, y también reconocimiento. Algunos de los primeros humanos que partieron de África se toparon con neandertales y se cruzaron con ellos. Como resultado de aquel encuentro, todos los no africanos portan una pequeña fracción de ADN neandertal. Esos genes podrían fortalecer el sistema inmunitario y aumentar los niveles de vitamina D, pero también elevar el riesgo de padecer esquizofrenia y favorecer la acumulación de grasa en el vientre.
El árbol genealógico humano
Analizando los genes de los africanos actuales, los investigadores han concluido que los khoisan, que actualmente viven en el sur de África, representan una de las ramas más antiguas del árbol genealógico humano. Los pigmeos del África central también poseen una larga historia como grupo escindido. Esto significa que las divergencias más profundas en la familia humana no se dan entre lo que solemos concebir como razas (por ejemplo, blancos, negros, asiáticos o nativos americanos), sino entre poblaciones africanas como los khoisan y los pigmeos, que llevaban decenas de miles de años sin contacto entre sí, incluso desde antes de que los humanos salieran de África.
Todos los no africanos actuales, nos dicen sus genes, descienden de unos cuantos miles de humanos que partieron de África hace aproximadamente 60.000 años. Los parientes más próximos de aquellos emigrantes eran grupos que hoy viven en el África oriental, como los hadza de Tanzania. Dado que eran un pequeño subgrupo de la población africana, los emigrantes apenas se llevaron consigo una mínima parte de la diversidad genética del continente.
Todos los no africanos actuales, nos dicen sus genes, descienden de unos cuantos miles de humanos que partieron de África hace aproximadamente 60.000 años.
En algún punto del viaje, quizás en Oriente Próximo, los viajeros se encontraron con otra especie humana, los neandertales, con la que se cruzaron; más al este se toparon con los denisovanos. Se cree que ambas especies surgieron en Eurasia a partir de un hominino que había emigrado de África mucho antes. Algunos científicos también creen que el éxodo de hace 60.000 años fue, en realidad, la segunda oleada de humanos modernos que abandonaba África. De ser así, y a juzgar por nuestro genoma actual, la segunda oleada engulló a la primera.
Los descendientes de todos aquellos emigrantes se dispersaron por el planeta. Hace 50.000 años ya habían llegado a Australia. Hace 45.000 se habían asentado en Siberia y hace 15.000 habían alcanzado América del Sur. Según se desplazaban a distintas regiones del mundo, formaban nuevos grupos que iban quedándose aislados geográficamente y, como consecuencia, adquiriendo su propia batería distintiva de mutaciones genéticas.
Pequeñas mutaciones
La mayoría de aquellas pequeñas alteraciones no eran ni beneficiosas ni perjudiciales. Pero de vez en cuando surgía una mutación que casualmente reportaba una ventaja en un nuevo entorno. Bajo la presión de la selección natural, se extendía con rapidez por la población local. Por ejemplo, a grandes altitudes los niveles de oxígeno disminuyen, así que para las personas que se asentaban en las tierras altas de Etiopía, en el Tibet o en el Altiplano andino, las mutaciones que les facilitasen respirar aquel aire enrarecido eran beneficiosas. De igual modo los inuit, que adoptaron una dieta marina rica en ácidos grasos, presentan cambios genéticos que les ayudaron a adaptarse a ella.
A veces está claro que la selección natural ha favorecido una mutación, pero se ignora el porqué. Es lo que ocurre con una variante de un gen llamado EDAR. La mayoría de las personas de ascendencia asiática oriental y nativa americana posee al menos una copia de esa variante, llamada 370A, y muchas poseen dos. Pero es rara entre las personas de ascendencia africana y europea.
En la Facultad de Medicina Perelman de la Universidad de Pennsylvania, la genetista Yana Kamberov ha introducido la variante asiática oriental del EDAR en ratones para entender su función. Parecen ratones normales y corrientes, pero presentan diferencias tan sutiles como significativas respecto de sus primos: tienen el pelo más grueso, más glándulas sudoríparas y las almohadillas de grasa mamarias son más pequeñas.
Los ratones de Kamberov ayudan a explicar por qué algunos asiáticos orientales y nativos americanos tienen el cabello más grueso y más glándulas sudoríparas (el efecto del EDAR en las mamas humanas no está tan claro), pero no nos revelan cuál es su justificación evolutiva. Quizás, especula Kamberov, los antepasados de los habitantes actuales de Asia oriental se encontraron en algún momento con unas condiciones climáticas en las que tener más glándulas sudoríparas constituía una ventaja. O tal vez tener el pelo más grueso dificultaba las infestaciones de parásitos. O podría ser que la variante 370A generase otros beneficios que aún no ha descubierto y que los cambios que sí ha identificado sean, en realidad, efectos secundarios. La genética suele funcionar así: una mutación minúscula puede generar múltiples efectos de lo más variopinto. De ellos quizá solo sea ventajoso uno, y a veces perdura más allá de las condiciones que lo hacían ventajoso. «Como no inventemos una máquina del tiempo, no habrá forma de averiguarlo», suspira Kamberov.
A menudo se compara el ADN con un texto cuyas letras representan bases químicas: la A de adenina, la C de citosina, la G de guanina y la T de timina. El genoma humano se compone de 3.000 millones de pares de bases –página tras página de aes, ces, ges y tes– divididos en más o menos 20.000 genes. La mutación que da a los asiáticos orientales un cabello más grueso es un único cambio de base –de T a C– en un único gen.
La mutación responsable
De igual modo, la mutación responsable de que los europeos tengan la piel más clara responde a un cambio único en un gen llamado SLC24A5, que consta de unos 20.000 pares de bases. En una posición concreta donde la mayoría de los africanos subsaharianos presentan una G, los europeos tienen una A. Hace unos diez años Keith Cheng, patólogo y genetista de la Facultad de Medicina de la Universidad Estatal de Pennsylvania, descubrió esta mutación mientras estudiaba peces cebra criados para que tuvieran franjas más claras. Resultó que aquellos peces poseían una mutación en un gen de la pigmentación análogo al que ha mutado en los europeos.
Al estudiar ADN extraído de huesos antiguos, los paleogenetistas han descubierto que la sustitución de G a A fue introducida en Europa occidental hace relativamente poco tiempo –unos 8.000 años– por humanos provenientes de Oriente Próximo, que también llevaban consigo una tecnología de vanguardia: la agricultura. Eso significa que los habitantes de la Europa de aquella época –cazadores-recolectores que, por ejemplo, crearon las pinturas rupestres de Lascaux– probablemente no eran de piel clara, sino morenos. El ADN antiguo sugiere que muchos de aquellos europeos de piel oscura tenían los ojos azules, una combinación que hoy se da raras veces.
«Lo que nos dice la genética es que nos hemos mezclado y desplazado una y otra vez, y que nuestros esquemas de “estructuras raciales” pretéritas son casi siempre erróneos», dice David Reich, paleogenetista de la Universidad Harvard cuyo nuevo libro sobre el tema se titula Who We Are and How We Got Here («Quiénes somos y cómo llegamos hasta aquí»). No hay rasgos fijos asociados a zonas geográficas específicas, afirma, porque con la misma frecuencia con que el aislamiento ha creado diferencias entre poblaciones, la migración y la mezcla las ha difuminado o eliminado.
En el mundo de hoy el color de la piel varía enormemente. Buena parte de esa variación se correlaciona con la latitud. Cerca del ecuador, la insolación extrema convierte la piel oscura en un ventajoso escudo contra la radiación ultravioleta; hacia los polos, donde el problema es la escasez de luz solar, la palidez fomenta la producción de vitamina D. El tono de piel viene determinado por la acción combinada de varios genes, y distintos grupos pueden poseer cualquier número de combinaciones de mutaciones diferentes. Algunos pueblos africanos, como los mursi de Etiopía, tienen un color de piel que se aproxima al ébano, mientras que el de otros, como los khoisan, es cobrizo. Muchos africanos orientales de piel oscura poseen la variante de piel clara del gen SLC24A5 (parece ser que llegó a África, igual que a Europa, desde Oriente Próximo). Los asiáticos orientales, por su parte, suelen tener la piel clara, pero poseen la versión de piel oscura del gen. Cheng estudia el pez cebra para tratar de saber por qué.
Un accidente de la Historia
Cuando la gente habla de raza suele referirse al color de la piel y, al mismo tiempo, a algo más que eso. Es la herencia que nos ha dejado gente como Morton. Hoy la ciencia nos dice que las diferencias visibles entre personas son accidentes de la historia. Reflejan cómo gestionaban nuestros ancestros la exposición al sol, y poco más.
«A menudo pensamos que si conozco tu color de piel, sé otros detalles de tu persona –dice Heather Norton, antropóloga molecular de la Universidad de Cincinnati que estudia la pigmentación–. Por eso creo puede ser muy útil explicar que todos esos cambios que vemos se deben simplemente a que yo llevo una A en mi genoma donde otro lleva una G».
Nuestro análisis genético
En la Universidad de West Chester, Anita Foeman dirige el Proyecto Debate sobre el ADN. Se dirige a una docena de estudiantes que escudriñan sus respectivos ordenadores portátiles. Hace unas semanas los estudiantes rellenaron un cuestionario sobre su origen y aportaron muestras de saliva para su análisis genético. Hoy están a punto de recibir los resultados en su ordenador.
Una joven cuya familia vive en la India desde tiempos inmemoriales se queda de piedra al descubrir que tiene algún antepasado irlandés. Otra joven que siempre ha creído que uno de sus abuelos era nativo americano se lleva una desilusión al descubrir que no es así. Una tercera se declara «confusa». «Suponía que me saldría mucha más proporción de Oriente Próximo», dice.
Un joven que se identificaba como birracial se enfadó al descubrir que en realidad su ascendencia era europea casi por entero.
Foeman, profesora de comunicación, inició el proyecto en 2006 porque le interesaban tanto las historias que cuentan las familias como las que revelan los genes, que con frecuencia no coinciden. Un joven que se identificaba como birracial se enfadó al descubrir que en realidad su ascendencia era europea casi por entero. Varios alumnos educados en hogares cristianos descubrieron con sorpresa que tenían antepasados judíos.
La raza es un invento
«Todas estas historias que fueron silenciadas aparecen en los genes», dice Foeman. Hasta ella, que se identifica como afroamericana, se quedó alucinada al saber que tiene antepasados de Ghana y de Escandinavia. «Me crié en los años sesenta, cuando tener la piel clara era importantísimo –explica–. Me sorprendió descubrir que una cuarta parte de mi ascendencia es europea. Comprendí que la raza es un invento nuestro», afirma.
Que sea «un invento» no le resta un ápice de influencia. La raza sigue determinando las percepciones, las oportunidades y las experiencias de las personas. Está consagrada en el censo de Estados Unidos, que en su última actualización (2010) pedía a la gente que escogiese a qué raza pertenecía de una lista que refleja la historia del concepto en sí: «blanco/a», «negro/a», «nativo/a americano/a», «indio/a asiático/a», «chino/a», «japonés(a)» y «samoano/a». Y las distinciones raciales forman parte de la Ley de Derechos Civiles, que prohíbe la discriminación por razón de raza o color. Poco consuela a las víctimas del racismo saber que la categoría de raza carece de fundamento científico.
La secuenciación genética, gracias a la cual la ciencia ha podido reconstruir el camino de la migración humana y las personas, nuestra propia ascendencia, ha introducido nuevos modos de entender la diversidad humana. O al menos así lo espera Foeman. El Proyecto Debate sobre el ADN ofrece a los participantes la oportunidad de asomarse a su propio pasado, que en general es mucho más complejo de lo que les han contado. Y esto, a su vez, abre un diálogo sobre la historia, larga y a menudo brutal, que todos compartimos.
La raza sigue determinando las percepciones, las oportunidades y las experiencias de las personas.
«Que la raza sea un constructo humano no significa que no pertenezcamos a grupos diferentes ni que no existan variaciones –dice Foeman–. Pero si en su día inventamos las categorías raciales, quizás hoy podamos idear categorías nuevas que funcionen mejor».
Este reportaje apareció publicado en la revista National Geographic de Abril 2018.
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