domingo, 14 de junio de 2020

Qué nos enseñan los otros coronavirus sobre el SARS-CoV-2

La COVID-19 y el virus que la causa, el SARS-CoV-2 han centrado la atención de la población en los coronavirus como nunca antes. Sin embargo, la comunidad científica lleva más de medio siglo estudiando esta familia de virus —cuando en 1965 se identificó el primero en humanos, ya se conocía la existencia de varios coronavirus en animales. Desde entonces, se han descubierto docenas de nuevos coronavirus en fauna salvaje, ganado y humanos.
Sabemos que 4 de ellos, HCoV-OC43, HCoV-229E, HCoV-NL63 y HCoV-HKU1, causan el resfriado común (HCoV, del inglés: coronavirus humano). En la década de 1960, también se informó acerca de otras cepas. Sin embargo, estas se perdieron, hecho que impidió la realización de estudios detallados. Desde 2003, hemos identificado coronavirus cuya enfermedad resulta más grave, como el síndrome respiratorio agudo grave (SARS), el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS) y la propia COVID-19.
A pesar de la velocidad sin precedentes a la que se publican nuevos trabajos acerca del SARS-CoV-2 y la COVID-19, aún desconocemos una gran cantidad de datos. Por fortuna, nuestra extensa historia con los coronavirus puede ayudarnos a llenar alguno de estos vacíos. No obstante, debemos evitar la sobreextrpolación. Por ejemplo, parece que la propagación del MERS-CoV y el SARS-CoV, responsables de causar el MERS y el SARS, no sucede hasta la aparición de los primeros síntomas. Sin embargo, la transmisión del SARS-CoV-2 podría ocurrir 2 días antes de los primeros signos de infección. La localización principal de este último en las vías respiratorias superiores, más expuestas que las inferiores donde se replican los otros dos virus, podría explicar esta diferencia, pero esta hipótesis deberá confirmarse.
Aun así, el conocimiento obtenido durante décadas de investigación centrada en coronavirus similares puede ayudarnos a resolver grandes dudas acerca de esta pandemia.
¿Pueden los coronavirus causar síntomas intestinales?
Si bien la COVID-19 es sobre todo una enfermedad respiratoria, múltiples informes recogen casos de pacientes con síntomas gastrointestinales como la diarrea o los vómitos. A veces, estos síntomas incluso remplazan la tos y fiebre típicas. Aunque ello no resulta muy sorprendente, sí complica un poco la situación; pues dada la limitada disponibilidad de las pruebas diagnósticas, una persona con malestar estomacal leve ¿pensaría en la posibilidad de ser un caso potencial de COVID-19? Y si así fuera, ¿se aislaría de forma voluntaria?
Quizás deberíamos haber anticipado mejor la complejidad de la enfermedad, pues en el brote de SARS ocurrido en 2003, algunos de los pacientes también presentaban síntomas intestinales. Asimismo, uno de los coronavirus más importantes en cerdos, el virus de la diarrea epidémica porcina (PEDV, por sus siglas en ingles), se caracteriza por la aparición de este tipo de manifestaciones. Otros coronavirus causan síntomas similares en bovinos, perros y gatos, pero la razón por la que ataca a un tejido u otro —hecho que determina qué órganos resultan más susceptibles— permanece aún por esclarecer.
¿Qué ocurre con síntomas aún más extraños, como la pérdida de gusto y olfato?
También hay un precedente para ellos. Algunas evidencias sugieren que el SARS-CoV-2 puede atacar al sistema nervioso central, hecho que conllevaría la pérdida de algunos sentidos, así como otras complicaciones graves, incluido el deterioro neurológico. En modelos animales usados para estudiar la infección por SARS-CoV-2 y otros coronavirus, los investigadores han observado que el virus puede entrar en el cerebro a través del bulbo olfativo, región que procesa la información relacionada con la percepción de los olores. Ello coincide con estudios previos que muestran la existencia del mismo proceso en el caso del HCoV-OC43 y el virus de la hepatitis murina (MHV, por sus siglas en inglés).
Un estudio reciente (aún sin revisar) sugiere que la interacción entre el virus y el olfato es compleja, porque el receptor que usa el SARS-CoV-2 para unirse a las células humanas, denominado enzima convertidora de angiotensina 2 (ACE2, por sus siglas en inglés), no se expresa en las neuronas sensoriales olfatorias. Sin embargo, sí está presente en los tejidos cercanos, incluidos los pericitos vasculares (células que envuelven los capilares sanguíneos). La infección de los pericitos puede alterar el sentido del olfato mediante la inducción de una respuesta inflamatoria capaz de interferir en la función de las neuronas olfativas, o bien puede dañar las células y afectar cualquier señal que las neuronas sensoriales transmitan al cerebro.
Algunos pacientes de la COVID-19 experimentan pérdida de olfato y gusto, como síntomas de la infección. [Pixabay]
Algunos pacientes de la COVID-19 experimentan pérdida de olfato y gusto, como síntomas de la infección. [Pixabay]

Como consecuencia, hay quién sugiere que una infección por coronavirus podría provocar otras enfermedades neurológicas, incluso después de la resolución de la infección aguda. No existen evidencias que apoyen esta hipótesis de forma directa, pero hay razones para preocuparse. Por ejemplo, la probabilidad de detectar el HCoV-OC43 en el cerebro es mayor en pacientes con esclerosis múltiples y otras enfermedades del sistema nervioso central, en comparación con personas sanas. Asimismo, el MHV puede ocasionar enfermedades desmielinizantes parecidas a la esclerosis múltiple, en ratones y algunos primates no humanos. Ello sugiere que deberíamos realizar un seguimiento de los individuos recuperados a lo largo de los siguientes años, a fin de dilucidar si resultan más propensos a desarrollar complicaciones neurológicas similares a la esclerosis múltiple.
¿Qué nos permitirá parar esta epidemia?
A la larga, necesitamos una vacuna. Una vez reduzcamos la aparición de nuevos contagios, el virus hallará pocos lugares a donde ir, hecho que permitirá su contención. Por desgracia, el desarrollo de una vacuna segura y efectiva requiere meses e incluso años.
Hasta entonces, podemos centrarnos en el PEDV para hallar otras alternativas. Aunque esta enfermedad, devastadora para los lechones jóvenes, dispone en la actualidad de varias vacunas eficaces, no siempre ha sido así. En un primer momento, los granjeros debieron usar una vieja estrategia para controlar la expansión del virus: las vacunas autógenas. La producción de estas vacunas se realiza sobre el terreno, en este caso la misma granja, en vez de en un laboratorio farmacéutico. Además, se obtienen a partir de la cepa bacteriana o vírica presente en el lugar afectado; pues los granjeros o los veterinarios recogen muestras de PEDV procedentes del intestino de los animales fallecidos y alimentan a cerdos hembra con este tejido con el objeto de conseguir que desarrollen inmunidad. Resulta probable que estos animales padezcan la enfermedad, pero, en los adultos, la infección se manifiesta de forma más suave. Así, los anticuerpos que confieren inmunidad a corto plazo, pasan de madres a hijos a través de la placenta y durante la lactancia, hecho que protege a los lechones de la infección.
Aplicar esta estrategia en humanos no es sencillo, pero se parece a la táctica empleada en Suecia. Es decir, permitir que las personas de menor riesgo se mezclen libremente y puedan contagiarse. Una vez recuperadas, un porcentaje de la población suficientemente grande debería ser inmune, por lo que contribuiría a la inmunidad de grupo. En teoría, ello debería proteger a los más débiles (las personas mayores o con patologías previas) que se aislarían por propia voluntad, mientras los demás se infectan e inmunizan. Sin embargo, en la práctica, la tasa de mortalidad en Suecia es mucho más alta que la de otros países nórdicos, a consecuencia de esta estrategia, descartada por Reino Unido.
¿La carga vírica influye en la gravedad de la enfermedad?
Eso parece.
A pesar de ser jóvenes y sanos, un número importante de profesionales sanitarios han desarrollado casos graves de COVID-19. Varios informes señalan la alta exposición al virus, en comparación con los pacientes de COVID-19 típicos, como posible causa. Ello coincide con estudios realizados con el coronavirus respiratorio porcino (PRCV, por sus siglas en inglés). Los científicos hallaron que los cerdos inoculados desarrollaban una enfermedad más grave que aquellos que se infectaron de forma natural. Parece lógico, pues cuantos más virus infecten al organismo, mayores resultarán las dificultades de este para controlar la replicación y expansión del patógeno.
Ello enfatiza la necesidad de proporcionar medidas de protección adecuadas —mascarillas, guantes, higiene de manos— a aquellas personas expuestas al virus durante largos períodos de tiempo.
¿Es posible desarrollar la COVID-19 dos veces? ¿O somos inmunes una vez superada la infección?
Por desgracia, en este aspecto no hay buenas noticias. Aunque normalmente combatir con éxito una infección vírica proporciona inmunidad natural al organismo frente al patógeno, en el caso de los coronavirus raramente se desarrolla una protección a largo plazo. Así pues, una vez esta desaparece, las personas pueden infectarse de nuevo.
Experimentos realizados con voluntarios muestran que los anticuerpos contra el HCoV-229E disminuyen con el tiempo y la gran mayoría de ellos pueden volver a infectarse al cabo de un año. Pacientes infectados por el SARS-CoV también mostraron una reducción de la concentración de anticuerpos con el paso del tiempo. En animales, el ganado infectado por el coronavirus bovino (BCoV, por sus siglas en inglés) —del cual deriva al menos un coronavirus humano— es susceptible a reinfectarse y no presenta inmunidad a largo plazo.
La inmunidad contra los coronavirus suele disminuir con el paso del tiempo, hecho que favorece la reinfección de los individuos. [iStock/metamorworks]
La inmunidad contra los coronavirus suele disminuir con el paso del tiempo, hecho que favorece la reinfección de los individuos. [iStock/metamorworks]

Además, la infección causada por algunos coronavirus animales nunca llega a eliminarse y persiste. En gatos, por ejemplo, la infección por el coronavirus entérico felino puede persistir durante meses o incluso más tiempo. Cuando esto ocurre, el virus muta hasta tal punto que su propia naturaleza parece cambiar. Así, lo que empieza como una infección gastrointestinal moderada acaba por ocasionar una peritonitis grave (inflamación de la membrana que recubre la pared intestinal), en algunos animales. Llegados a este punto de la infección, y tras examinar el virus, los científicos hallaron que las mutaciones ocasionaron la aparición de un coronavirus relacionado, el virus de la peritonitis infecciosa felina —cuya tasa de mortalidad es mucho más elevada.
En la actualidad, no hay pruebas que evidencien la existencia de mutaciones en el SARS-CoV- 2 capaces de alterar su virulencia. Sin embargo, los científicos deberán investigar a aquellos individuos que vuelvan a dar positivo tras 2 o más análisis negativos para determinar si se trata de una nueva infección o bien de la inicial, que persiste después de una aparente resolución. (También es posible que las pruebas diagnósticas produjeran falsos negativos).
¿Puede el SARS-CoV-2 convertirse en endémico entre los humanos y no desaparecer? ¿Qué ocurrirá entonces?
Esta es una pregunta difícil de responder, pues existen varios escenarios posibles, que dependen de la conducta y el ingenio humanos. La obtención de una vacuna capaz de reducir la presencia y propagación del SARS-CoV-2 entre la población, podría limitar la capacidad de evolución del virus. Esta sería la situación ideal, aunque deberíamos permanecer atentos a los posibles brotes, igual que ocurre en el caso del sarampión, las paperas y otras enfermedades infecciosas prevenibles mediante vacunación. Sin embargo, si no podemos contener al virus y acabamos por exponernos continuamente a él, la experiencia con otros coronavirus nos permite imaginar algunos de los plausibles desenlaces.
Por ejemplo: la virulencia de la enfermedad disminuirá con el paso del tiempo. Ello pudo haber ocurrido con el HCoV-OC43, que posiblemente divergió de su ancestro, el BCoV, alrededor de 1890, cuando saltó del ganado a las personas. Casualmente, ese fue también el año de una desagradable epidemia de gripe —aunque bien podría haber sido un brote de coronavirus, como el de hoy.
La pérdida de 290 pares de bases de ARN, cerca del gen que codifica las proteínas superficiales, también llamadas picos o espículas, y que permiten al microorganismo entrar e infectar las células del anfitrión, podría explicar la reducción de la capacidad de HCoV-OC43 para enfermar al organismo. Resulta probable que la deleción afectara a la habilidad del virus para unirse a la célula y ocasionar infecciones graves. Dicha evolución por deleción es en realidad una característica común de estos virus. La pérdida de una parte del gen de las espículas, junto con otros cambios en un segundo gen, condujo a la aparición del PRCV a partir del virus de la gastroenteritis porcina. Al parecer, estas mutaciones provocaron que el virus pasara de atacar al tejido intestinal de forma virulenta y mortal, a afectar al sistema respiratorio de modo más moderado. Así pues, ¿la aparición de mutaciones en las proteínas de unión del SARS-CoV-2 modificarían las preferencias del virus por infectar un tejido u otro? ¿Reduciría ello la gravedad de la enfermedad? El tiempo lo dirá, pero parece un hecho frecuente entre los coronavirus. 
La recombinación, es decir el proceso mediante el que el virus mezcla su material genético con el de otros coronavirus que conviven con nosotros, constituye otra posibilidad en caso de que el SARS-CoV-2 no desapareciera. Este fenómeno es habitual y puede ocasionar la aparición de virus completamente nuevos. Por ejemplo, lo más probable es que una nueva cepa del coronavirus respiratorio canino, identificada en 2017, fuera un producto de la recombinación entre coronavirus caninos ya existentes. Así pues, la recombinación del SARS-CoV-2 con otros coronavirus humanos, e incluso animales, resulta posible. Sin embargo, el resultado —bueno, malo o a medio camino entre los dos extremos— es imposible de predecir. Lo único que podemos hacer es seguir la evolución del virus y confiar en nuestro ingenio para afrontar cualquier escenario futuro.
Tara C. Smith / Quanta Magazine
Artículo traducido por Investigación y Ciencia con el permiso de QuantaMagazine.org, una publicación independiente promovida por la Fundación Simons para potenciar la comprensión pública de la ciencia.
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