martes, 19 de noviembre de 2013

¿Sienten dolor los peces?

Cualquiera que haya ido a pescar debería responder afirmativamente. Y sin embargo, la gran mayoría de los pescadores británicos y norteamericanos opinan lo contrario. Es más, existe algún investigador que niega la capacidad de los peces para sentir el dolor, debido a la ausencia de neocórtex en su cerebro. Por ello, hace unos años, la británica Victoria Braithwaite inició un programa de investigación destinado a comprender los mecanismos del dolor en los peces. Explica los resultados de sus experimentos en Do fish feel pain?, publicado por Oxford University Press en 2010.      Los resultados de su investigación han sido tan concluyentes como esperables. Los peces disponen de nocioceptores, procesan las sensaciones dolorosas de forma compleja y su comportamiento se ve alterado por el dolor. Es decir, los peces son capaces de sentir el dolor físico. Pero no sólo ellos. Lo mismo sucede con los cangrejos, los langostinos, las sepias y los pulpos, como han demostrado experimentalmente otros investigadores durante la última década.
     En realidad, no hay nada extraño en ello, pues el dolor constituye la base sobre la cual los animales desarrollan el miedo, gracias al cual aprender a evitar el peligro. La presión selectiva para desarrollar órganos capaces de detectar las amenazas externas y de modificar nuestro comportamiento de acuerdo con esos estímulos es muy intensa y seguramente encontraremos la capacidad de percibir en dolor en todos los animales. Otra cosa es que seamos capaces de desarrollar experimentos que nos permitan medir el dolor en una anémona de mar o un nematodo, pero sus respuestas ante condiciones adversas sugieren su probable existencia, a falta de experimentos concluyentes.
     Braithwaite se halla claramente comprometida con el movimiento en pro del bienestar animal, pero es muy cauta a la hora de extrapolar los resultados de sus estudios. A lo largo del libro insiste, una y otra vez, en que todavía no sabemos lo suficiente como para prohibir la modalidad de pesca recreativa denominada captura y pesca, como se ha hecho en Alemania, o imponer determinados sistemas de sacrificio en la industria de la acuicultura o en la pesca comercial. En realidad, y a pesar de su trabajo, tiene serias dudas sobre la capacidad de la ciencia para orientarnos sobre cómo responder ante el dolor de los peces. En consecuencia, aboga por dejar el tema en manos de los expertos en bioética, es decir, de la filosofía.
     Porque el problema real no es si los peces sienten dolor, sino si debe importarnos. Cada día, millones de sardinas y anchoas mueren dolorosamente al ser tragadas por merluzas en diferentes partes del mundo, por no hablar de los aterrorizados arenques del Pacífico engullidos en masa por las ballenas jorobadas frente a las costas de Alaska y los atunes descuartizados por marrajos y tiburones blancos en el Atlántico. Simultáneamente, millones de peces mueren atrapados en aparejos de pesca, generalmente de forma dolorosa. ¿Existe alguna diferencia entre todas estas muertes? Hace un siglo los guardias forestales de los Estados Unidos perseguían a lobos y pumas para aliviar el sufrimiento de los ciervos, pero hoy nadie en su sano juicio propone exterminar a las merluzas, las ballenas jorobadas o los tiburones para acabar con el sufrimiento de sus presas. Y si embargo, hay voces que empiezan a cuestionar la ética de la pesca, especialmente de la recreativa.
     Resulta difícil decir si sufren menos las sardinas en la boca de una merluza que en el copo de un cerquero, pero tampoco es relevante para el debate, porque en realidad éste no gira en torno al sufrimiento animal, sino en torno a la ética. Se trata de un debate puramente filosófico, al que la ciencia poco puede contribuir, ya que los datos científicos tanto puede usarse para argumentar que sólo los humanos merecen nuestra empatía como para argumentar que ésta debe ser universal, al hallarse emparentados todos los animales. Y basarnos en el grado de complejidad del sistema nervioso no resulta de utilidad, pues entre el de un cangrejo y el de una planaria, por ejemplo, no existen grandes diferencias aparentes. Con la información morfológica disponible, el resultado esperable de un programa de investigación en este sentido nos indicaría que, efectivamente, todos los animales pueden sufrir, o al menos todo aquellos con los que interactuamos de forma habitual, de los mamíferos a los insectos. ¿Debemos extender entonces el concepto de bienestar animal a los pulgones y las orugas que matamos al limpiar las lechugas? La respuesta obvia es que no, a menos que abracemos todos el jainismo.
     Una forma de reorientar el debate es centrarlo no en la capacidad de los animales para sentir dolor, sino en los motivos para causárselo. En la pesca comercial y en la mayor parte de los tipos de pesca recreativa, el animal sufre como consecuencia directa del proceso de captura, pero su sufrimiento no es el objetivo del pescador. Podemos buscar formas de minimizar ese dolor, pero la actividad en sí no resulta cuestionada si aceptamos la necesidad de comer pescado y de matar a los peces antes de comérnoslos. En cambio, en las peleas de gallos, el sufrimiento de los animales desempeña un papel central, pues para que uno gane, el otro ha de sufrir. Buscar el modo de reducir el dolor de los gallos durante las peleas no tiene sentido, como tampoco lo tiene prohibir las apuestas o el consumo de alcohol por parte de los asistentes. Todo eso forma parte de la esencia de las peleas de gallos, que despojadas de la sangre, el dolor, el humo, el sudor humano y las apuntas quedan desvirtuadas. Por ello, las peleas de gallos están prohibidas en todos los países desarrollados, mientras la pesca sigue siendo legal.
     Sin embargo, la realidad siempre presenta aristas. La captura y suelta es una modalidad de pesca que cruza peligrosamente la línea anterior. La mayor parte de los peces capturados con anzuelo a poca profundidad sobreviven a la captura si se liberan con cuidad. En consecuencia, la captura y suelta tiene un bajo impacto demográfico sobre las poblaciones. Sin embargo, su objetivo no es matar al pez para comérselo, sino luchar con él para luego soltarlo y poder pescarlo nuevamente en el futuro. Capturar un pez para comérselo puede entenderse como algo natural y resulta aceptable para la mayor parte de la gente. Ahora bien, si el objetivo de la pesca se reduce a notar el tirón y la lucha del animal por liberarse, entonces la captura y suelta se halla a un nivel similar al de las peleas de gallos. Obviamente, el pez sufre lo mismo si al final lo mato, pero entonces su sufrimiento deja de constituir el elemento central en la actividad. Debo reconocer que la primera vez que leí este razonamiento, hace ya años, me chocó, pero ahora lo encuentro acertado. De todos modos, prohibir la captura y suelta, como en Alemania, implica poner multas a alguien por soltar el pez que acaba de pescar, lo que no deja de tener un punto surrealista.
     Un último apunte sobre este tema. Como la propia Braithwaite reconoce en el libro, los pescadores aficionados a la  captura y suelta han jugado un papel muy importante en la conservación de las aguas continentales y el impacto demográfico de esta modalidad sobre las poblaciones de peces es muy inferior al de la pesca con muerte. En España, por ejemplo, la Asociación para el estudio y mejora de los salmónidos-Ríos con vida, promotora de la pesca con mosca y la captura y suelta, recibió hace años varios premios por su contribución a la conservación del medio ambiente, algo que seguramente debió provocar náuseas a los defensores del bienestar animal ¿Cuál es entonces la respuesta correcta? Para mí, lo importante es la preservación de las especies, de la vida salvaje en su conjunto y no de cada ejemplar asilado. A partir de ahí, es cuestión de gustos.

Luis Cardona Pascual

Bibliografía
Braithwaite, V. 2010. Do fish feel pain? OxfordUniversity Press
Helfman, G., 2007. Fish conservation: a guide to understanding and restoring global aquatic biodiversity and fishery resources. Island Press.

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