Cualquiera que haya ido a pescar debería responder afirmativamente. Y
sin embargo, la gran mayoría de los pescadores británicos y
norteamericanos opinan lo contrario. Es más, existe algún investigador
que niega la capacidad de los peces para sentir el dolor, debido a la
ausencia de neocórtex en su cerebro. Por ello, hace unos años, la
británica Victoria Braithwaite inició un programa de investigación
destinado a comprender los mecanismos del dolor en los peces. Explica
los resultados de sus experimentos en Do fish feel pain?, publicado por
Oxford University Press en 2010.
Los resultados de su investigación han sido tan concluyentes
como esperables. Los peces disponen de nocioceptores, procesan las
sensaciones dolorosas de forma compleja y su comportamiento se ve
alterado por el dolor. Es decir, los peces son capaces de sentir el
dolor físico. Pero no sólo ellos. Lo mismo sucede con los cangrejos, los
langostinos, las sepias y los pulpos, como han demostrado
experimentalmente otros investigadores durante la última década.
En realidad, no hay nada extraño en ello, pues el dolor
constituye la base sobre la cual los animales desarrollan el miedo,
gracias al cual aprender a evitar el peligro. La presión selectiva para
desarrollar órganos capaces de detectar las amenazas externas y de
modificar nuestro comportamiento de acuerdo con esos estímulos es muy
intensa y seguramente encontraremos la capacidad de percibir en dolor en
todos los animales. Otra cosa es que seamos capaces de desarrollar
experimentos que nos permitan medir el dolor en una anémona de mar o un
nematodo, pero sus respuestas ante condiciones adversas sugieren su
probable existencia, a falta de experimentos concluyentes.
Braithwaite se halla claramente comprometida con el movimiento
en pro del bienestar animal, pero es muy cauta a la hora de extrapolar
los resultados de sus estudios. A lo largo del libro insiste, una y otra
vez, en que todavía no sabemos lo suficiente como para prohibir la
modalidad de pesca recreativa denominada captura y pesca, como se ha
hecho en Alemania, o imponer determinados sistemas de sacrificio en la
industria de la acuicultura o en la pesca comercial. En realidad, y a
pesar de su trabajo, tiene serias dudas sobre la capacidad de la ciencia
para orientarnos sobre cómo responder ante el dolor de los peces. En
consecuencia, aboga por dejar el tema en manos de los expertos en
bioética, es decir, de la filosofía.
Porque el problema real no es si los peces sienten dolor, sino
si debe importarnos. Cada día, millones de sardinas y anchoas mueren
dolorosamente al ser tragadas por merluzas en diferentes partes del
mundo, por no hablar de los aterrorizados arenques del Pacífico
engullidos en masa por las ballenas jorobadas frente a las costas de
Alaska y los atunes descuartizados por marrajos y tiburones blancos en
el Atlántico. Simultáneamente, millones de peces mueren atrapados en
aparejos de pesca, generalmente de forma dolorosa. ¿Existe alguna
diferencia entre todas estas muertes? Hace un siglo los guardias
forestales de los Estados Unidos perseguían a lobos y pumas para aliviar
el sufrimiento de los ciervos, pero hoy nadie en su sano juicio propone
exterminar a las merluzas, las ballenas jorobadas o los tiburones para
acabar con el sufrimiento de sus presas. Y si embargo, hay voces que
empiezan a cuestionar la ética de la pesca, especialmente de la
recreativa.
Resulta difícil decir si sufren menos las sardinas en la boca de
una merluza que en el copo de un cerquero, pero tampoco es relevante
para el debate, porque en realidad éste no gira en torno al sufrimiento
animal, sino en torno a la ética. Se trata de un debate puramente
filosófico, al que la ciencia poco puede contribuir, ya que los datos
científicos tanto puede usarse para argumentar que sólo los humanos
merecen nuestra empatía como para argumentar que ésta debe ser
universal, al hallarse emparentados todos los animales. Y basarnos en el
grado de complejidad del sistema nervioso no resulta de utilidad, pues
entre el de un cangrejo y el de una planaria, por ejemplo, no existen
grandes diferencias aparentes. Con la información morfológica
disponible, el resultado esperable de un programa de investigación en
este sentido nos indicaría que, efectivamente, todos los animales pueden
sufrir, o al menos todo aquellos con los que interactuamos de forma
habitual, de los mamíferos a los insectos. ¿Debemos extender entonces el
concepto de bienestar animal a los pulgones y las orugas que matamos al
limpiar las lechugas? La respuesta obvia es que no, a menos que
abracemos todos el jainismo.
Una forma de reorientar el debate es centrarlo no en la
capacidad de los animales para sentir dolor, sino en los motivos para
causárselo. En la pesca comercial y en la mayor parte de los tipos de
pesca recreativa, el animal sufre como consecuencia directa del proceso
de captura, pero su sufrimiento no es el objetivo del pescador. Podemos
buscar formas de minimizar ese dolor, pero la actividad en sí no resulta
cuestionada si aceptamos la necesidad de comer pescado y de matar a los
peces antes de comérnoslos. En cambio, en las peleas de gallos, el
sufrimiento de los animales desempeña un papel central, pues para que
uno gane, el otro ha de sufrir. Buscar el modo de reducir el dolor de
los gallos durante las peleas no tiene sentido, como tampoco lo tiene
prohibir las apuestas o el consumo de alcohol por parte de los
asistentes. Todo eso forma parte de la esencia de las peleas de gallos,
que despojadas de la sangre, el dolor, el humo, el sudor humano y las
apuntas quedan desvirtuadas. Por ello, las peleas de gallos están
prohibidas en todos los países desarrollados, mientras la pesca sigue
siendo legal.
Sin embargo, la realidad siempre presenta aristas. La captura y
suelta es una modalidad de pesca que cruza peligrosamente la línea
anterior. La mayor parte de los peces capturados con anzuelo a poca
profundidad sobreviven a la captura si se liberan con cuidad. En
consecuencia, la captura y suelta tiene un bajo impacto demográfico
sobre las poblaciones. Sin embargo, su objetivo no es matar al pez para
comérselo, sino luchar con él para luego soltarlo y poder pescarlo
nuevamente en el futuro. Capturar un pez para comérselo puede entenderse
como algo natural y resulta aceptable para la mayor parte de la gente.
Ahora bien, si el objetivo de la pesca se reduce a notar el tirón y la
lucha del animal por liberarse, entonces la captura y suelta se halla a
un nivel similar al de las peleas de gallos. Obviamente, el pez sufre lo
mismo si al final lo mato, pero entonces su sufrimiento deja de
constituir el elemento central en la actividad. Debo reconocer que la
primera vez que leí este razonamiento, hace ya años, me chocó, pero
ahora lo encuentro acertado. De todos modos, prohibir la captura y
suelta, como en Alemania, implica poner multas a alguien por soltar el
pez que acaba de pescar, lo que no deja de tener un punto surrealista.
Un último apunte sobre este tema. Como la propia Braithwaite
reconoce en el libro, los pescadores aficionados a la captura y suelta
han jugado un papel muy importante en la conservación de las aguas
continentales y el impacto demográfico de esta modalidad sobre las
poblaciones de peces es muy inferior al de la pesca con muerte. En
España, por ejemplo, la Asociación para el estudio y mejora de los
salmónidos-Ríos con vida, promotora de la pesca con mosca y la captura y
suelta, recibió hace años varios premios por su contribución a la
conservación del medio ambiente, algo que seguramente debió provocar
náuseas a los defensores del bienestar animal ¿Cuál es entonces la
respuesta correcta? Para mí, lo importante es la preservación de las
especies, de la vida salvaje en su conjunto y no de cada ejemplar
asilado. A partir de ahí, es cuestión de gustos.
Luis Cardona Pascual
Bibliografía
Braithwaite, V. 2010.
Do fish feel pain? OxfordUniversity Press
Helfman, G., 2007.
Fish conservation: a guide to understanding and restoring global aquatic biodiversity and fishery resources. Island Press.