En otoño de 1911, el físico danés Niels Bohr
inició en Inglaterra una estancia posdoctoral de un año con «estúpido e
impetuoso coraje». Así describió su estado de ánimo en una carta a su
prometida, Margrethe Nørlund. Bohr iba a necesitar todo ese coraje en su ruta
hacia el revolucionario átomo cuántico de 1913.
A Bohr no le faltaban razones para creer que
estaba destinado a hacer historia. En 1908, con 23 años, había ganado la
medalla de oro de la Real Academia de Ciencias Danesa con un estudio
experimental y teórico sobre los chorros de agua, publicado por la Real
Sociedad de Londres. Su tesis doctoral, sobre la teoría electrónica de los
metales, era tan avanzada que nadie en Dinamarca fue capaz de evaluarla.
Escogió la Universidad de Cambridge, en el Reino
Unido, a fin de trabajar con Joseph John (J. J.) Thomson, ganador del premio
Nobel de física de 1906 por el descubrimiento del electrón [véase «El electrón y su familia», por Jaume
Navarro; Investigación y Ciencia, febrero de 2013]. Bohr descubrió que Thomson, «un genio capaz de guiar a todo el
mundo», estaba demasiado concentrado en sus propias ideas como para atender a
un extranjero cuyo inglés apenas podía entender. «Cuentan que sería capaz de
plantar al mismo rey —escribió Niels a su hermano Harald—, lo cual dice más en
Inglaterra que en Dinamarca.»
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