En 1981 se describieron en los Estados Unidos los primeros casos del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, o sida. Los estudios epidemiológicos sugerían que se trataba de una enfermedad infecciosa emergente y, por tanto, desconocida hasta entonces. Tan solo dos años después, en 1983, se consiguió aislar e identificar el microorganismo causante del sida, el virus de la inmunodeficiencia humana, o VIH. Se descubrió que la principal presa del virus eran los linfocitos T CD4+, células clave en la generación de una respuesta inmunitaria eficaz frente a las infecciones. En un tiempo récord (1987) se obtuvo el primer antivírico para el tratamiento de la infección por el VIH. Pero la vertiginosa capacidad del virus para mutar y volverse resistente al medicamento obligó a desarrollar nuevos fármacos y a combinarlos primero en biterapias y posteriormente en triterapias.
A mediados de los noventa empezó a utilizarse una nueva familia de antivíricos (los inhibidores de la proteasa vírica, una enzima del VIH que desempeña una función esencial en la replicación del virus que, en combinación con otros dos fármacos, mejoró las expectativas de vida de las personas infectadas. En la actualidad, contamos con un importante número de medicamentos antirretrovíricos (dirigidos contra el retrovirus VIH) que permiten detener de forma rápida y perdurable la replicación del patógeno, lo que se traduce en una recuperación notable de la función inmunitaria, una mejora en la calidad de vida de los pacientes y una reducción en las tasas de contagio.
No hay duda de que el tratamiento antivírico contra el VIH representa uno de los avances más importantes de la medicina de los últimos 25 años. Sin embargo, a pesar de su aplicación prolongada, la medicación no logra curar la infección. Así lo demuestran varios hechos: la detección de ADN y ARN víricos en las células de la inmensa mayoría de los pacientes tratados; la posibilidad de rescatar virus con capacidad replicativa a través de la estimulación ex vivo de linfocitos de su sangre; la persistencia de viremia residual (menos de 50 copias de ARN vírico por mililitro de sangre) en una gran parte de los pacientes; la presencia del microorganismo en tejidos linfáticos secundarios a pesar la medicación; y la reaparición casi universal del virus en la sangre de los que la abandonan.
A pesar de la enorme mejoría que han experimentado numerosos pacientes infectados con el VIH gracias al perfeccionamiento del tratamiento antirretrovírico, todavía no se ha logrado vencer la enfermedad y los afectados sufren una mayor morbilidad que la población normal.
Tras la terapia antivírica prolongada persiste un reservorio residual de virus en estado latente que se reactivará si se abandona el tratamiento.
Varios estudios en marcha se centran en el empleo de moléculas que permitan revertir la latencia del VIH y en la optimización del tratamiento antivírico para eliminar la replicación residual, así como en el desarrollo de terapias inmunitarias y génicas que impidan su multiplicación.
Investigación & Ciencia
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