Hace treinta años, en la madrugada del 26 de abril de 1986, dos explosiones volaron la tapa y el techo del reactor nuclear de la unidad 4 de la central de Chernóbil, en Ucrania, arrojando material radiactivo a la atmósfera. El escape, promovido por un violento incendio en el núcleo del reactor, se propagó en todas direcciones durante la semana siguiente. Al final, una superficie de 3110 kilómetros cuadrados quedó contaminada con niveles tan altos de cesio 137 que fue necesario evacuarla.
A primera vista, parece razonable concluir que el miedo generado por la catástrofe puso al público en contra de la energía nuclear, hasta tal punto que incluso ahora, tres décadas después, existen serias dudas de que llegue a convertirse nunca en una de las principales alternativas a los combustibles fósiles que amenazan nuestro ambiente. En los quince años anteriores al accidente entraron en funcionamiento, en promedio, unos veinte nuevos reactores nuecleares al año. Cinco años después, la media había caído a cuatro por año.
Pero la verdadera historia es más complicada. Los efectos de Chernóbil sobre las personas, aunque importantes, no fueron devastadores. Más allá de la zona evacuada, se estima que la radiación provocará decenas de miles de casos de cáncer en toda Europa a lo largo de 80 años. Pueden parecer muchos, pero en realidad suponen un incremento de la incidencia de cáncer casi indetectable. Una excepción es el cáncer de tiroides, causado por la ingestión de yoduros radiactivos: aquí sí que se han observado epidemias (solo entre un 1 y un 2 por ciento de los casos son mortales, afortunadamente) en las regiones más afectadas de Bielorrusia, Rusia y Ucrania.
Sin embargo, y a pesar de las muertes por cáncer que se prevé que causen Chernóbil y la catástrofe de la central japonesa de Fukushima Daiichi en 2011, parece que la energía nuclear sigue siendo más segura que el carbón, si hablamos en términos del número medio de fallecimientos por unidad de energía eléctrica generada. De acuerdo con un estudio realizado en 2010 por el Consejo Nacional de Investigación de EE.UU., si en 2005 se hubieran sustituido las 100 centrales nucleares de ese país por centrales de carbón, el aumento en la contaminación del aire habría provocado miles de muertes prematuras más cada año.
Pero las personas tienden a preocuparse más por el impacto a largo plazo de la radiación que por los efectos de la contaminación del aire. Un estudio sobre el bienestar psicológico de la población de Ucrania veinte años después de Chernóbil descubrió que una dosis extra de radiación equivalente a la radiación natural de fondo que recibimos durante un año se correlacionaba con una menor satisfacción personal, un aumento de los trastornos mentales diagnosticados y una menor esperanza de vida subjetiva.
Ese tipo de preocupaciones contribuyeron a la caída en el número de nuevas centrales construidas después de Chernóbil, pero hubo otras razones. Una fue que, más o menos por la misma época, el consumo de energía eléctrica en los países desarrollados se ralentizó porque el precio de la electricidad dejó de bajar. En 1974, la Comisión de Energía Atómica de EE.UU. pronosticaba que en 2016 este país precisaría el equivalente a 3000 grandes reactores nucleares. Hoy en día solo se necesitarían 500 para generar toda la electricidad que consumen, en promedio, los estadounidenses (aunque se necesitaría más potencia para hacer frente a los picos de demanda).
Otro factor es que la energía nuclear, si bien sus defensores en los años cincuenta propugnaban que iba a ser «tan barata que no harían falta contadores», resulta, por el contrario, bastante cara. Los costes de combustible son bajos, pero los de construcción son enormes, especialmente en Europa Occidental y Norteamérica: entre 5500 y 11.000 millones de euros por reactor. Esta cifra se debe, en parte, a las normas de seguridad más estrictas, pero también al hecho de que, al construirse menos centrales, hay menos trabajadores cualificados para hacerlo, lo que provoca costosos retrasos en las obras cuando hay que corregir errores. Hoy, el futuro de la energía nuclear está principalmente en manos de China. La mitad de los 50 reactores que empezaron a construirse a partir de 2008 se encuentran allí, y el sector nuclear chino está empezando a proponer proyectos en otros países. Sin embargo, el ritmo al que construye China sigue siendo muy inferior al que alcanzaron EE.UU. y Europa Occidental en la década de los setenta, y ahora el mundo consume energía eléctrica a un ritmo cuatro veces mayor que entonces. La Agencia Internacional de la Energía prevé que el porcentaje de electricidad que se genera con energía nuclear en el país asiático crecerá solo hasta el 10 por ciento de aquí a 2040.
Así pues, teniendo en cuenta la energía que necesitaríamos para desvincular nuestro consumo energético de los combustibles fósiles, podemos decir que la energía nuclear se ha convertido en una pieza útil pero con un papel menor. Chernóbil afectó negativamente a sus perspectivas de futuro, pero no es la única razón que explica el declive de esta tecnología.
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