magínese el peor resfriado de su vida. Su nariz se halla totalmente congestionada y respira con dificultad. La presión en los senos nasales le causa dolor de cabeza. No percibe ningún olor, así que todo lo que come le sabe a cartón. Y para colmo de males, siente náuseas y un profundo malestar. Ahora, imagínese que todos esos síntomas, por bien que disminuyan al cabo de una semana, regresan una y otra vez y jamás desaparecen.
Por desgracia, esa es la cruda realidad del paciente con sinusitis crónica (técnicamente, rinosinusitis crónica), una enfermedad nasal y de las vías aéreas altas que solo en EE.UU. afecta a cerca de 35 millones de personas. Para muchas, el tratamiento suele consistir en largas tandas de antibióticos y corticoesteroides. Pero si la medicación no funciona, han de pasar por el quirófano para limpiar las cavidades infectadas del cráneo. Esa delicada operación es cada vez más habitual porque el uso excesivo de los antibióticos ha mermado su eficacia. Actualmente, en EE.UU. una de cada cinco prescripciones de tales medicamentos está destinada a tratar la rinosinusitis y la enfermedad ha entrado en un círculo vicioso que contribuye a difundir las bacterias resistentes, como Staphylococcus aureus resistente a la meticilina (SARM).
Nuestro objetivo es terminar con ese círculo vicioso. Junto con muchos otros investigadores, estamos trabajando para desentrañar los mecanismos de defensa que las células epiteliales de las vías aéreas, las que tapizan el interior de los conductos respiratorios, despliegan contra las infecciones. Una persona corriente respira más de 10.000 litros de aire cada día, gran parte por la nariz, un aire cargado de innumerables bacterias, hongos y virus. Nuestra nariz es la primera línea de defensa. Cada vez que inspiramos, las partículas en suspensión, los virus, las bacterias y las esporas quedan atrapados en ella. Asombrosamente, la mayoría respiramos sin problemas y no sufrimos infecciones respiratorias.
Al parecer, una de las razones de esa inmunidad reside en la lengua. Los receptores del sabor amargo parecen desempeñar también una función defensiva contra las bacterias. Ahora sabemos que esas proteínas receptoras, presentes también en la nariz, activan tres respuestas contra los patógenos. Primero, envían señales que estimulan el movimiento de las células ciliadas, que barren a los intrusos (los cilios son filamentos minúsculos). En segundo lugar, las proteínas del receptor incitan a las células a liberar óxido nítrico, un bactericida. Y por último, mandan señales a otras células para que liberen unas proteínas antimicrobianas llamadas defensinas.
Pero la historia no acaba ahí. Varios investigadores han descubierto que estos receptores, lejos de radicar solo en la lengua y la nariz, también están presentes en otros tramos de las vías aéreas, así como en el corazón, los pulmones, el intestino y otros órganos. Ahora, varios grupos de investigación creemos que estos receptores forman parte de un sistema inmunitario innato distinto de lo conocido hasta la fecha. Posiblemente produzca una reacción más rápida que los anticuerpos y los leucocitos que circulan por el organismo. El sistema inmunitario tarda horas o días en producir los anticuerpos específicos contra los virus y las bacterias. En cambio, la respuesta de los receptores gustativos, si bien más genérica y menos específica contra una bacteria concreta, sobreviene en minutos. Es un verdadero sistema de alerta rápida.
En síntesis
Las proteínas que detectan el sabor amargo no solo radican en la lengua, sino en otros órganos que nunca entran en contacto con alimentos.
Se ha descubierto que estas proteínas, denominadas receptores gustativos, activan mecanismos de defensa que eliminan casi en el acto a las bacterias.
Estimular tales receptores con compuestos amargos podría reforzar la respuesta inmunitaria natural y reducir nuestra dependencia de los antibióticos.
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