lunes, 18 de enero de 2021

5 experimentos médicos en los que la ética brilló por su ausencia

 


Miguel Artime
·8 min de lectura
Científico loco. (Imagen creative commons vista en wikimedia).
Científico loco. (Imagen creative commons vista en wikimedia).

En septiembre de 2028 celebraremos uno de los mayores logros de la medicina, el descubrimiento por el doctor Fleming del primer antibiótico de la historia: la penicilina. Sin duda, aquel hallazgo ayudó a salvar cientos de millones de vidas desde que el primer derivado del hongo comenzó a aplicarse como medicamento, lo cual sucedió en 1942. Ese es el perfil que primero se nos viene a la mente cuando pensamos en los científicos. Personas que estudian la naturaleza en busca de información beneficiosa para la humanidad.

En el otro extremo, la historia nos enseña que algunos supuestos hombres de ciencia (fanáticos en realidad) realizaron auténticas vejaciones en nombre del avance, y seguramente a todos os venga a la mente el nombre de Josef Mengele y su recua de experimentos brutales en los campos de concentración nazis. Afortunadamente, tras la segunda guerra mundial y el advenimiento de la bioética, no ha vuelto a haber experimentos tan brutales ¿verdad?

Bueno, la mejora ha sido obvia, pero lo cierto es que no conviene relajar la guardia, ya que Mengele no ha sido el único loco que ha traspasado las líneas rojas que establece el juramento hipocrático. Para ilustrar esta afirmación os dejo con cinco experimentos médicos que jamás debieron permitirse, pero que aun así sucedieron en occidente no hace tanto tiempo como crees.

El doctor Leo Stanley atendiendo a un paciente en 1953, una vez retirado de San Quintín. (Crédito imagen: Marin County Free Library).
El doctor Leo Stanley atendiendo a un paciente en 1953, una vez retirado de San Quintín. (Crédito imagen: Marin County Free Library).

Leo Stanley, el doctor del penal de San Quintín que realizaba trasplantes testiculares

Entre 1913 y 1951, el eugenista Leo Stanley fue cirujano jefe en el famoso (o infame, según se vea) Penal de San Quintín, a la postre la institución penitenciaria más antigua del estado de California.

Con la promesa de una mejora en la salud y de una recuperación del vigor, Stanley comenzó a realizar vasectomías a algunos prisioneros. Su idea era obtener conocimiento de un nuevo campo de la medicina emergente en aquel tiempo: la endocrinología. Por ello, se lanzó a estudiar ciertas glándulas (la prisión era solo para hombres, así que se centró en los testículos) y las hormonas que estos regulan.

Creía que la disminución en la producción de hormonas sexuales, algo que asociamos con el envejecimiento, contribuía a aumentar la criminalidad y los atributos físicos deficientes, así como a debilitar la moral. ¿Cómo solucionarlo? Trasplantando a los prisioneros veteranos los testículos de hombres jóvenes, lo cual supuestamente restauraría su masculinidad.

¿Quién donaba los testículos? Os preguntaréis. Nadie, Stanley se los extraía a los ejecutados, aunque claro, pronto se quedó sin existencias por lo que comenzó a emplear testículos de animales, incluyendo cabras y ciervos. Al principio la salvajada la realizaba físicamente, implantando los testículos a los internos, pero como comenzó a tener problemas de rechazo e infecciones, se decidió a idear un nuevo plan. ¿Puede empeorar la cosa? Pues sí, la nueva idea consistía en machacar los testículos de los animales hasta crear una pasta, que inyectaba directamente al abdomen de los prisioneros. Cuando le trasladaron a la marina y abandonó la prisión, había realizado alrededor de 10.000 procedimientos testiculares.

Chester Southam, el oncólogo que inoculaba células cancerosas. (Crédito imagen: HeLa termproject).
Chester Southam, el oncólogo que inoculaba células cancerosas. (Crédito imagen: HeLa termproject).

Chester Southam, el oncólogo que inyectaba células cancerosas a pacientes y prisioneros

Entre las décadas de 1950 y 1960, el oncólogo del Instituto Sloan-Kettering Chester Southam se dedicó a investigar el modo en que reaccionaba el sistema inmunitario de una persona cuando se le exponía a células cancerosas. Y qué mejor manera que inyectar células cancerosas vivas de la cepa HeLa en pacientes. ¿Cómo convencerles de que tomaran partido en semejante salvajada? De ningún modo, generalmente Southam se las inyectaba sin su consentimiento. En los casos en los que le pedía permiso al paciente, se obviaba la verdadera naturaleza del experimento.

Comenzó experimentando con pacientes que ya padecían cáncer y que se encontraban en fase terminal, ya que abundaban en la institución en la que trabajaba. ¿El resultado? La inyección provocaba el crecimiento de nódulos cancerosos, que provocaban metástasis.

Se ve que los resultados no le dejaron satisfechos, razón por la que comenzó a experimentar con sujetos sanos. En su opinión, trabajando con gente que no tuviera cáncer los resultados serían más precisos, así que reclutó prisioneros. Obviamente, los sistemas inmunológicos de estas pobres cobayas respondían mejor que los de los pacientes terminales.

En última instancia, Southam quiso volver a experimentar con pacientes enfermos, por lo que solicitó que se le inyectaran células HeLa a los ingresados del Hospital Judío de Enfermedades Crónicas de Brooklyn, Nueva York. Esta vez se topó con la resistencia de tres doctores a los que solicitó colaboración, que no solo se negaron, sino que terminaron por renunciar a su plaza en la institución e hicieron pública la investigación. Aquello supuso el final de Southam, por fortuna para los pacientes de Brooklyn.

Wendell Johnson, autor del "estudio monstruoso" sobre la tartamudez. (Crédito imagen: yahoo.noticias).
Wendell Johnson, autor del "estudio monstruoso" sobre la tartamudez. (Crédito imagen: yahoo.noticias).

Wendell Johnson, el autor del “estudio monstruoso” sobre la tartamudez

El patólogo del habla Wendell Johnson sufrió una tartamudez severa que comenzó en una etapa de su infancia muy temprana. Fue esta experiencia propia la que le motivó a encontrar la causa del trastorno, con la intención de encontrar una cura. Creía firmemente que los niños que tartamudeaban podían verse afectados por factores externos, como el refuerzo negativo.

En 1939, Johnson llevó a cabo un experimento con 22 niños de un orfanato de Iowa, en el que le asistía una estudiante de graduado llamada Mary Tudor. La idea del experimento era dividir a los niños en dos grupos. El primero recibía refuerzo negativo, pero los niños del segundo era ridiculizados y criticados por su forma de hablar, tartamudeasen o no. Obviamente, esto dio como resultado un empeoramiento en los problemas del habla de aquellos niños que pertenecían al grupo que recibía los comentarios negativos.

Debido a multitud de violaciones éticas, el estudio nunca llegó a publicarse. Además, según la prensa de la época, la estudiante que le asistió se arrepintió del daño causado a los niños y regresó al orfanato para ayudarles a mejorar su habla.

A pesar de aquel experimento bochornoso, en la actualidad la clínica del habla y audición de la Universidad de Iowa lleva el nombre de Johnson en homenaje a las contribuciones que el científico hizo en su campo.

Albert Kligman, el flamante codescubridor de las cremas Retine-A. (Crédito imagen: allthatsinteresting).
Albert Kligman, el flamante codescubridor de las cremas Retine-A. (Crédito imagen: allthatsinteresting).

Albert Kligman, el dermatólogo que usaba prisioneros como cobayas

¿Has oído hablar de las cremas Retin-A? Supusieron uno de los mayores avances en la dermatología, ya que puede tratar el acné, el daño provocado por el sol, las arrugas y otras afecciones cutáneas. Su coinventor, el dermatólogo de la Universidad de Pennsylvania Albert Kligman, se hizo rico y famoso.

La historia tiene en cambio un “reverso tenebroso” ya que Kligman (que falleció en 2010) es conocido también por llevar a cabo experimentos horribles con reclusos de la prisión de Holmesburg en Filadelfia, los cuales se iniciaron en 1951 y se alargaron hasta 1974.

Por lo que puedo leer, Kligman pagó a 75 reclusos para que les permitiera inyectarles dioxinas, uno de los componentes del temido agente naranja, aunque no les advertía de los posibles efectos secundarios. Podéis imaginar las erupciones y las cicatrices que sufrían sus cobayas. Durante aquellos experimentos, Kligman estudió también métodos diversos para la curación de heridas, para lo cual no dudaba en exponerles a toda clase de cosméticos experimentales. ¿Los beneficiados de aquel trabajo? Empresas tan conocidas como DuPont o Johnson & Johnson.

Carl Heller, el endocrino que irradiaba a los prisioneros. (Crédito imagen: Meridian Allen Press).

Carl Heller, el endocrinólogo que irradiaba a los prisioneros

En plena guerra fría, mientras los dos bloques se empeñaban en fabricar tantas armas atómicas como fuera posible, la Comisión de la Energía Atómica de los Estados Unidos recurrió al endocrinólogo Carl Heller. Durante la década que fue de 1963 a 1973, Heller empleó a prisioneros de la Penitenciaría del estado de Oregón para comprobar los daños provocados por la radiación. ¿El método? Irradiar distintas cantidades en los testículos de los prisioneros para ver el modo en que afectaba a la producción de esperma.

Además, se sometió a los presos a múltiples biopsias y una vez concluidos los experimentos se les pidió que se sometieran a una vasectomía. Los participantes en el estudio cobraron, y si bien se les informó sobre los riesgos de sufrir quemaduras en la piel, probablemente no se les dijo nada sobre la posibilidad de padecer dolores notables, inflamación e incluso del pequeño riesgo que corrían de sufrir cáncer testicular.

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¿Comprendéis ahora por qué en la actualidad está prohibido por ley experimentar con los reclusos del sistema penitenciario estadounidense? No hay dinero que devuelva la dignidad a todas las personas que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en el camino de alguno de estos cinco sádicos. Algunos de ellos siguen siendo recordados en sus universidades de origen por sus méritos, y como veis no hace demasiado tiempo de todo esto.

Me enteré leyendo Discover Magazine.

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