Hace ahora casi 20 años, la investigadora Almudena Ramón Cueto, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas(CSIC), asombraba a los presentes en una conferencia de prensa con una película en la que nueve ratas parapléjicas volvían a andar. Se les había seccionado la médula espinal y se les injertó células envolventes del bulbo olfatorio de su nariz. Meses después, los roedores podían subir por una pendiente enrejada, mover sus cuartos traseros, soportar el peso del cuerpo y sentir estímulos en la piel, en contraste con los que no recibieron implante. Su trabajo, firmado con colegas del Centro de Biología Molecular de la Universidad Autónoma de Madrid, venía avalado por la prestigiosa revista Neuron.
Estábamos casi a las puertas de un milagro científico. La cura para los lesionados medulares era posible. Entre los asistentes figuraba un empresario del calzado que había aportado fondos para la investigación. Su hijo sufrió una lesión medular en un accidente. Pero era necesario probar el trasplante en primates, comentó entonces la investigadora. En mayo de 2018, Ramón Cueto y su pareja fueron detenidos en Valencia por haber estafado presuntamente casi un millón de euros a centenares de pacientes de médula espinal. Las televisiones recogieron la desilusión de los enfermos; una madre pensó en suicidarse al ver que la terapia no hacía efecto en su hijo, al que le habían prohibido contar lo que le hacían, después de pagar 30.000 euros. Una mujer parapléjica por un accidente de moto pagó más de 6.000 euros hasta que fue descartada con un mensaje de correo electrónico siete meses después.
En el entorno del empresario del calzado que financió aquel estudio en ratas el tema está zanjado, sin comentarios, aunque flota la palabra estafa. Un colofón, precedido de una historia de experimentos fallidos o poco claros, juicios, testimonios muy negativos de los colegas científicos que trabajaron con ella en el pasado y no quieren saber nada; despidos, abandono del CSIC y creación de asociaciones para atraer el dinero. En aquel mayo de 2018, Ramón Cueto fue puesta en libertad con cargos y aseguró a sus familiares que era víctima de una conspiración, según el diario digital Las Provincias. La investigación por delito de estafa permanece vigente.
¿Qué puede llevar a una investigadora con excelentes credenciales científicas a convertirse en una supuesta estafadora? Antes de aquella controvertida conferencia de prensa pude hablar con el neurocientífico Manuel Nieto Sampedro, un pionero español en demostrar que el cerebro y el sistema nervioso central tenían capacidad para regenerarse, rompiendo un tabú de décadas. Devolver la movilidad a las ratas a las que se corta su médula espinal con una tijera ya no era imposible, me dijo. Pero reconectar las fibras nerviosas dañadas de una médula humana era y sigue siendo el Everest de la neurología, una conquista pendiente.
“En ciencia, lo primero es conocer, pero hay mucho problema de ego”, explica Ramón Ávila, uno de los coautores del artículo de Neuron, del que Cueto es autora principal y que no ha sido enmendado. “Es un buen trabajo”, asegura. Pero quizá marcó el comienzo de la pérdida de rumbo de una científica prometedora, deslumbrada por los focos mediáticos. “La ciencia no es como las películas de Hollywood con final feliz. Nunca se acaba, no hay verdades absolutas. Si no lo ves así, la destrozas”.
A principios de siglo, los artículos publicados y luego retirados por las revistas científicas eran 30 al año.
Hoy son 500
Hoy son 500
“Este caso es complejo”, dice Pere Puigdomènech, profesor de investigación del CSIC y miembro de la Federación Europea de Academias de Ciencias y Humanidades (ALLEA, en sus siglas en inglés). Sin valorar las investigaciones de Ramón Cueto, el hecho de “basarse en la esperanza de la gente que está sufriendo es algo terrible”. Habían circulado críticas por las colectas a los enfermos pidiendo dinero. Fueron ignoradas. Puigdomènech destaca la tibieza de las instituciones oficiales. Cree que esta situación se podría haber evitado con un mayor control por parte de los organismos científicos. Pero nadie actuó.
Estos profesionales son muy capaces de mentir, de engañar o de hacer trampas, en el mejor de los casos. El escritor e historiador italiano Federico Di Trocchioya lo señala en su obra Las mentiras de la ciencia(Alianza Editorial). Incluso los mayores genios no tienen un historial inmaculado, arrostrándose méritos ajenos. Galileo probablemente nunca realizó algunos de los célebres experimentos que él mismo describió, como el de arrojar objetos de diferente peso desde la torre de Pisa. El mismísimo Newton robó la idea de la ley de la gravedad a Robert Hooke, si bien la demostró con matemáticas de forma brillante: la historia de la manzana cayendo como fuente de inspiración para describir la gravedad, explicada por su sobrina a Voltaire, nunca existió.
Pero se trata de pecadillos si atendemos lo que sucede en el competitivo mundo de la bata blanca. “Se publican un millón de artículos científicos al año en unas 28.000 revistas”, dice Puigdomènech. “Las cifras que se manejan es que entre el 1% y el 0,1% de todo lo que se publica tiene problemas de una cierta gravedad”. Parece poco, pero hablamos de entre 1.000 y 10.000 artículos publicados con sospechas serias de haber sido manipulados. El abanico es amplio; desde ajustar datos para maquillar mejor el experimento hasta omitir los que alteren los resultados o inventarlos sin más. Sumando todo, el porcentaje podría llegar al 30% —algo excesivo, a juicio de Puigdomènech—.
¿De qué clase de mentiras hablamos? Si un astrofísico descubre un nuevo agujero negro y resulta que ha falsificado los datos, su reputación puede quedar más o menos dañada, pero el fraude no afecta al gran público. Otra cosa es suscitar falsas esperanzas para afrontar una enfermedad. En 2005, un grupo de investigadores aseguró en Science que había encontrado una nueva proteína llamada visfatina en el tejido adiposo de los ratones con efectos similares a los de la insulina, la molécula que permite que nuestras células retiren la glucosa de la sangre. El grupo de A. Fukuhara, de la Universidad de Osaka, aseguró que la visfatina se unía a los receptores de la insulina y que, por tanto, esta proteína podría ser un buen hallazgo para encontrar nuevas curas para la diabetes. Era una pura mentira.
Y mentir ahora resulta más tentador y fácil. A principios de este siglo, según Nature, los fiascos reconocidos por las propias revistas científicas como artículos publicados y luego retirados sumaban unos 30 anuales. En 2011, la media se elevó a 400. Según la web Retraction Watch, se producen entre 500 y 600 retractaciones en el circuito científico. ¿Qué hay detrás de los números? “Es difícil ser precisos”, explica Adam Marcus, uno de los editores de esta web especializada que da cuenta de los casos que van apareciendo. Las revistas científicas se están poniendo más duras y exigentes y no les tiembla tanto la mano en retirar lo publicado y salir a explicar la metedura de pata. Marcus indica que un tercio de los casos se deben a errores no intencionados. Pero el resto abarca el fraude, la falsificación y la manipulación de los datos.
Antes el ciudadano corriente podía creer que el comportamiento deshonesto de científicos mentirosos de algún país lejano no tenía importancia. Ahora, en medio del actual clima de psicosis por la explosión del coronavirus chino y en un mundo globalizado y asustado, necesitamos más que nunca científicos honestos que combatan las mentiras. Porque de una manera u otra nos alcanzarán. De ello está convencido Leonid Schneider, biólogo celular y periodista científico, autor del blog For Better Science. Practica un activismo feroz que apuesta por una regeneración de la investigación. “La ciencia es incapaz de corregirse a sí misma”, dice en conversación con El País Semanal.
Toparnos con un gran porcentaje de científicos en Harvard mintiendo fue una sorpresa”, dice un investigador
¿Qué especialidades atraen más el foco del engaño? “El campo biomédico es un problema. Mucho de lo que se publica desemboca en humanos”, asegura Schneider. “En las historias de biología, que suelen ser más aburridas, no ocurre tanto. Pero los engaños en ciencias botánicas pueden repercutir en la agricultura, en nuestros alimentos”. Si un estudio científico sobre un pesticida nos dice que es seguro y estuviera corrompido por la industria, “terminaremos comiendo ese pesticida”. Hace dos años, un jurado condenó a la multinacional Monsanto a indemnizar con 289 millones de dólares a un jardinero estadounidense que usó sus herbicidas y terminó sufriendo un cáncer terminal. Monsanto apeló. Hoy, Bayer, que compró Monsanto, lidia con una montaña de miles de denuncias y trata de llegar a un acuerdo extrajudicial con indemnizaciones de miles de millones de dólares.
Schneider viene denunciando el comportamiento deshonesto del cirujano italiano Paolo Macchiarini, que saltó a la fama tras haber realizado en 2008 el primer trasplante de tráquea en un enfermo en el hospital Clínico de Barcelona, centro que no le renovó el contrato. Desde entonces, Macchiarini ha dejado un reguero de muertos. Schneider ha elaborado una lista no oficial de 20 intervenciones suyas a lo largo de los últimos 10 años, de las que sobrevivieron tres pacientes y solo uno conserva el trasplante. Cree que en España incluso murieron dos personas en operaciones clandestinas, pese a la falta de registros. Macchiarini se fue a Italia para seguir operando. En 2010 fue admitido en el Instituto Karolinska de Estocolmo.
Lo que sigue es una película de conspiraciones médicas con asesinatos por negligencia: un cirujano que implanta tráqueas artificiales en tres personas, causando dos muertes, con el visto bueno de la institución que otorga los Premios Nobel. La primera muerte en 2012 hace que el hospital universitario de Karolinska ponga fin a las operaciones un año después. Pero Macchiarini aprovecha un permiso y le autorizan para operar en Rusia. Un segundo paciente muere en Suecia en 2014. Cuatro cirujanos de Karolinska cuentan las inconsistencias reflejadas en sus artículos: ocultación de datos en registros médicos y de los deterioros de los pacientes tras las intervenciones.
El Instituto Karolinska encarga una evaluación externa e independiente a una autoridad, el profesor Bengt Gerdin, quien ratifica las conclusiones de los cirujanos, pero el instituto sigue protegiendo al científico italiano y le confirma como investigador en 2015. Medios como Vanity Fair y un reportaje de la televisión sueca denuncian en 2016 el sufrimiento de los pacientes, sus muertes y los métodos del cirujano. El escándalo público se hace imparable pese a la defensa numantina del secretario del comité que elige a los premios Nobel de Medicina y el rector de investigación. Todos dimiten. Macchiarini es despedido. “Falsificó todos los datos, la información de los pacientes”, afirma Schneider. “Hizo pretender que había realizado estudios animales que nunca hizo, lo manipuló todo. Lo único verdadero fueron las muertes de seres humanos”.
Según Science, el cirujano publicó en 2018 un estudio sobre la viabilidad de un esófago artificial sembrado con células madre en la revista Journal of Biomedical Materials Research Part B: Applied Biomaterials, muy similar a la temible tráquea de plástico que ha matado a sus pacientes. Su editor respondió que no estaba al tanto del historial del cirujano. A finales del pasado año, la justicia italiana lo condenó a 16 meses de prisión por falsificar documentos. Escándalos así dañan terriblemente a la comunidad científica. En el mejor de los casos, quedan como un grupo de sabios ingenuos y crédulos. Lo que choca contra el método científico, las pruebas y solo pruebas; lo que se propone desde un laboratorio debe ser replicado sin sombras de dudas para su aceptación.
Pero también existe otra explicación. Si dejamos a un lado la ingenuidad, lo que queda es la malicia. Para pillar a un científico tramposo hay que convertirse en una suerte de detective de los hechos, y el norteamericano Walter Stewart, con un doctorado en Medicina de la Universidad de Harvard, es uno de los mejores del mundo. Se le llegó a apodar El Terrorista de los Laboratorios. Pero Stewart, con su colega Ned Feder, acuñó una especialidad insólita: cazador de fraudes científicos (en inglés, fraudbusters). Participa en el Coro de Austin en Texas, la ciudad donde actualmente reside, como cantante de bajo, y lo primero que dice al teléfono es que le llamemos Walter. “Poseo una habilidad asombrosa para detectar si un dato ha sido falsificado. Puedo hacer chequeos de forma muy rápida y soy particularmente muy bueno a la hora de otear determinados tipos de fraude”.
La Escuela de Medicina de Harvard, un lugar sacrosanto para la ciencia médica, fue el lugar donde Stewart y Feder se consagraron como detectives de lo fraudulento. Habían visto en las noticias que un joven brillante llamado John Darsee había cometido un fraude allí. Su investigación consistía en experimentar fármacos en animales para hallar nuevas terapias contra el infarto de miocardio. “Escribimos al decano, que conocía a Darsee, para que nos remitiera los informes. Y vimos que el comité se limitó a echar un vistazo superficial al asunto y a llegar a una conclusión increíble: que Darsee había cometido fraude solo en tres ocasiones aisladas”. Cuando trasladaron sus preocupaciones al decano, este le respondió que estaba en curso una investigación más a fondo, que les haría llegar.
Darsee había publicado en un espacio de apenas dos años un total de 109 piezas, entre artículos y abstracts. “Es sencillamente ridículo”, dice Stewart. “Incluso aunque no hubiera falsificado los datos, que no era el caso, no podría haber publicado tanto”. Cuando por último examinaron el informe final, los dos investigadores advirtieron que el joven médico no solo había falsificado los resultados, sino que “muchos de los revisores de Harvard no tenían interés en ello ni preguntas que hacer, o bien realizaban comentarios falsos al respecto, incluso antes de que se cometiera el fraude”.
Darsee había firmado sus artículos con otros 47 coautores y tanto Feder como Stewart advirtieron que no se trataba de un individuo, sino de una estructura organizada. “Encontramos que un tercio de los científicos habían cometido algún tipo de fraude. Nos quedamos asombrados. Yo sabía que, como individuos, los científicos solían mentir de vez en cuando. Pero toparnos con este porcentaje grande de investigadores en Harvard realizando comentarios falsos fue toda una sorpresa”. La manipulación de los datos implicaba incluso ensayos con pacientes ficticios. Uno de ellos tenía 17 años y cuatro hijos, el mayor de 8 años, por lo que debía de haber dejado embarazada por primera vez a la presunta madre a esa misma edad.
Los dos fraudbusters escribieron un detallado artículo en 1983 que remitieron a la revista Nature, la cual tardó cuatro años en editarlo. “Nos llevó mucho tiempo publicar esta historia, ya que se trataba de cómo podía engañar la ciencia”, dice Stewart. Posteriormente se comprobó que Darsee había sido un tramposo desde los tiempos en que estudiaba en 1969 en la Universidad de Notre Dame. Pero este sonado escándalo reveló a Stewart que la mentira encuentra fácil acomodo entre científicos de prestigio y que su primera reacción, en vez de investigarla, es la de proteger al embustero. La prueba de fuego llegó con el biólogo David Baltimore, todo un premio Nobel de Medicina. “Es un mentiroso y un acosador. Lo conozco personalmente desde que era un estudiante de grado en la Universidad Rockefeller”, afirma Stewart sin ambages.
En abril de 1986, la revista Cell publicó un artículo, en el que el premio Nobel Baltimore figuraba como coautor, sobre una serie de experimentos en ratones a los que se les inyectaba un gen que alteraba sus defensas inmunológicas, de manera que podían reconocer con más eficacia agentes patógenos. Se investigaba así la posibilidad de educar al sistema inmunológico para que segregara anticuerpos contra bacterias o virus específicos. Los primeros problemas surgieron cuando una estudiante de posdoctorado del MIT, Margot O’Toole, descubrió 17 páginas de anotaciones que contenían datos conflictivos y contradictorios. Su posterior informe fue descartado por la autora principal, Thereza Imanishi-Kari, que despidió a O’Toole de su laboratorio. En un encuentro que O’Toole tuvo con la autora y el premio Nobel para sugerir una rectificación del artículo, aseguró que Baltimore le había dicho que ese tipo de discrepancias era “habitual” y amenazó con oponerse a cualquier corrección.
“Cuando difundes un posible engaño, la ciencia no te lo va a perdonar. No se puede decir nada malo”
Hubo varias comisiones de investigación (por parte del MIT y la Universidad de Tufts) y aparentemente no encontraron irregularidades. Hasta que intervino Walter Stewart y su compañero. “Lo que sucedió es que me hice con los datos originales y probé que se había cometido un fraude”, dice Stewart. El informe que elaboraron Stewart y Feder, que trabajaban para los Institutos Nacionales de Salud (NIH), causó un terremoto científico y político. Se enfrentaron a Baltimore, el cual insistía en proteger a su colaboradora; chocaron con los directivos del NIH y atrajeron la atención de John Dingell, miembro de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, que investigó el asunto mediante el servicio secreto —lo que originó a su vez quejas en los científicos afectados, que proclamaron que se trataba de una nueva caza de brujas—. Sus conclusiones ratificaron lo expuesto por la pareja de fraudbusters. Como colofón, la revista Celltuvo que retirar el artículo en 1991. Ese mismo año, Baltimore dimitió como presidente de la Universidad Rockefeller, no sin disculparse por no haber actuado de manera más activa.
Pero el asunto no terminó ahí. Otro panel distinto —del Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos— exoneró en 1996 a Imanishi-Kari, entre grandes protestas por parte de los investigadores de Dingell (un par de años antes, los resultados de ese estudio fueron reproducidos por investigadores de Columbia y Stanford). El caso Baltimore se convirtió en uno de los escándalos más complejos de la ciencia norteamericana. Dingell murió en 2019 y fue recordado en Science como un político “que convirtió el comportamiento indebido en un tema de mayor interés en la comunidad científica”.
A la cuestión de los ataques de sus colegas científicos por meter las narices y hurgar en sus engaños, Stewart admite ahora que tuvo mucha suerte. “Ned y yo trabajábamos para el Gobierno, nuestro empleo era permanente, así que era casi imposible despedir a un funcionario, a menos que hagas cosas horribles, como conducir borracho al trabajo”, bromea. En su larga carrera como detective científico, siempre ha encontrado que la reacción de la comunidad científica ante un caso sospechoso de fraude nunca es favorable. “Entre los estadounidenses hay una expresión, la de colocar los carromatos en círculo, prepararse para la defensa ante los indios en los tiempos de la conquista del Oeste. Entre los científicos hay una resistencia a examinar la fiabilidad de lo que dicen otros colegas, ya que eso reflejaría una falta de confianza en la profesión”.
Su conclusión hace trizas la romántica imagen explotada por el cine de ciencia-ficción de los años cincuenta como un personaje al que solo le interesa la verdad por encima de todo. Esta asunción tiene su peso. Schneider se muestra muy crítico con la comunidad científica, que no soporta a los delatores entre sus filas. “Cuando difundes un posible engaño, la ciencia no te lo va a perdonar. Los científicos dependen de la financiación pública. Si el público se entera de los fraudes, dejará de llegar el dinero. La conclusión es que no se puede decir nada malo de los científicos”.
Sin embargo, suele omitirse que los chivatos suelen ser también hombres de ciencia, explica Pere Puigdomènech: detectives especializados como Walter Stewart que husmean en las agendas de laboratorio, estudiantes de posdoctorado o científicos del equipo del jefe al que denuncian. En no pocas ocasiones los delatores han sufrido consecuencias. Los cuatro cirujanos que demostraron en 2015 las inconsistencias de Macchiarini fueron reprendidos este mismo año por el propio Instituto Karolinska, juzgados en algunos casos como científicos deshonestos por su relación con el cirujano italiano maldito o haber firmado artículos con él. “Esto envía el mensaje de que los delatores de las investigaciones serán castigados, lo que es un serio problema” indicó a Science el cirujano Oscar Simonson.
Quizá por esta razón el portal PubPeer, creado a finales de 2012, ofrece una ventana anónima a la comunidad científica para denunciar las inconsistencias de los artículos de los colegas. Permite que los autores respondan rápidamente a los comentarios críticos, desde la puntilla hasta una imagen microscópica de un tejido, la electroforesis para separar segmentos genéticos o una tabla de resultados dudosa. El portal nació en California como una fundación sin ánimo de lucro y en 2015 fue demandado —sin resultados— por un afamado investigador del cáncer para obligar a desvelar la identidad de los autores de unos comentarios muy críticos a sus trabajos. “Los científicos no desean proteger a sus colegas poco éticos”, opina Adam Marcus. “Después de todo, dada la escasez de dinero para investigar, proteger a los mentirosos significa competir por una financiación más limitada”.
La escasez de fondos podría explicar el beneficio del engaño, siempre que no se trate de algo muy gordo que haga caer el edificio. Maquillar resultados para que el experimento sea más atractivo se convierte en una tentación. Pero para ello hay que salvar el muro que imponen las grandes revistas científicas, dotadas de equipos de revisores cualificados que garantizan que lo que se cuenta es verdad. El muro tiene grietas. En ocasiones, los artículos son tan complejos y se han realizado con varias metodologías que resulta imposible controlar todos los aspectos, explica Puigdomènech. Estas revistas son también la base de un negocio editorial muy jugoso. Cobran grandes cantidades a las bibliotecas de las universidades por las suscripciones y, aparte, los propios investigadores tienen que pagar entre 1.000 y 2.500 euros “si quieres publicar”, asegura este científico. La presión por firmar, resumida en “si no publicas, estás muerto” —y no habrá dinero para investigar—, empuja a muchos a mentir, a veces un poco, a veces demasiado.
Para Stewart, la norma debería obligar a los científicos a compartir los datos después de la publicación para ponerlos a disposición de quien los pida, especialmente si la investigación se ha financiado con fondos públicos. Aunque también esto está cambiando. Las revistas exigen ya los datos y las fotos originales. Otra cuestión más debatida es la revisión de las notas de laboratorio o cómo evitar que se suministren datos prefabricados. Puigdomènech ha reclamado la convocatoria del Comité de Ética científica previsto en la Ley de la Ciencia de 2011, pero no termina de arrancar (el CSIC dispone ya de uno). Pide un cambio de actitud de los científicos. Este investigador es impulsor de un código de buenas prácticas para la integridad de la investigación de ALLEA avalado por la Unión Europea. “Tenemos que ser los primeros como comunidad en responder a malas prácticas. Y hay que hacerlo a fondo”.
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