I
En noviembre de 1492, los marineros Rodrigo de Xerez y Luis de Torres se adentraron en la isla de Cuba, con la misión de contactar con los que —de acuerdo con Colón— deberían ser los súbditos del emperador de China Hong-Zi. Tras dos días de marcha se encontraron con un gran poblado de unas cincuenta chozas de madera con techumbres de hoja de palma. Los nativos los recibieron asombrados por sus extraños ropajes y sus largas barbas, pensando que venían del «cielo». El cacique les invitó a sentarse y les ofreció inhalar el humo de una pipa de tabaco, con gran asombro de los españoles; de hecho, Rodrigo de Xerez acabaría convirtiéndose en el primer europeo adicto a esta sustancia. Más tarde, los agasajó con una rica y variada comida e intercambiaron regalos. A los cuatro días regresaron e informaron al almirante Cristóbal Colón de cuanto habían visto. No era el primer encuentro con los nativos del Nuevo Mundo, pero sí el primero con una población importante. En esos momentos, y sin que ninguno de los participantes fuera consciente de ello, se estaba desencadenando un proceso epidemiológico de grandes proporciones que a la postre iba a llevarse por delante a la inmensa mayoría de la población del continente americano y que nada tendría que ver con los métodos más o menos brutales de los conquistadores. Fue el verdadero «beso de la muerte».
El increíble éxito militar de los conquistadores se explica en buena parte por la desinteresada «ayuda» de las enfermedades infecciosas. Cuando Francisco de Pizarro inició la conquista del Imperio inca en 1532 se encontró con que la viruela le había precedido en casi diez años, liquidando a casi un tercio de la población. El propio inca Huayna Cápac y su heredero Ninan Cuyochi murieron víctimas de la enfermedad, lo que precipitó al imperio a una guerra civil que solo podía favorecer a los españoles. Pizarro se enfrentaba a un enemigo en estado de shock; solo así se explica que con sesenta y dos hombres a caballo y ciento seis infantes pudiera vencer a los más de ochenta mil soldados de Atahualpa en la batalla de Cajamarca. A la epidemia de viruela sucedieron muchas otras: sarampión, rubeola, escarlatina, paperas, difteria, gripe, disentería, meningitis…Todas ellas devastadoras para la población nativa y que sin embargo no parecían afectar a los españoles. Se calcula que en los primeros cincuenta años después del descubrimiento, el noventa por ciento de la población nativa americana había desaparecido. Tribus enteras con su lenguaje y sus costumbres se esfumaron en pocas décadas. ¿Cómo era esto posible? Para entender este aparente misterio tenemos que remontarnos mucho tiempo atrás.
Hace aproximadamente setenta mil años los Homo sapiens modernos salieron de África e iniciaron el largo viaje que los llevaría a colonizar casi todos los rincones del planeta. Probablemente sus protagonistas no tenían intención de irse muy lejos, sino más bien encontrar nuevas tierras donde habitar empujados por el lento pero incesante aumento de la población, recorriendo quizás unos pocos kilómetros por generación. Hace sesenta y cinco mil años algunos de sus descendientes se internaban en Eurasia a través de la India. De acuerdo con la evidencia genética, el linaje de los europeos y de los amerindios se escindió en esa fecha. El primero empezó a ocupar una Europa habitada entonces por los neandertales, y el segundo siguió avanzando hacia el este hasta Siberia y cruzó el estrecho de Bering hace entre dieciséis mil y doce mil años (hay bastante controversia en cuanto a la fecha), extendiéndose rápidamente por el continente americano.
Por supuesto, los sapiens que iniciaron el largo viaje eran cazadores-recolectores, una forma de vida poco favorable para el desarrollo de enfermedades. Los cazadores-recolectores suelen vivir en grupos relativamente pequeños y aislados y suelen tener una gran movilidad en función de la disponibilidad de alimento. No es que no tengan enfermedades, pero estas no pueden dar lugar a epidemias de grandes proporciones, y la movilidad no favorece el establecimiento de parásitos cuya reinfección tiene lugar a través de aguas contaminadas. Por lo que sabemos, la especialidad estrella en la medicina paleolítica debió ser la traumatología. Sin embargo, el modo de vida de los cazadores-recolectores empezó a hacerse minoritario con la invención de la agricultura, hace unos diez mil años, que surgió en distintas partes del planeta de forma independiente. El modo de vida del Neolítico, sin embargo, es mucho más proclive a las enfermedades. En asentamientos permanentes y con una densidad de población mucho mayor, las probabilidades de infección aumentan enormemente. Más importante aún es la convivencia estrecha con especies domésticas. De acuerdo con el historiador William McNeill compartimos sesenta y cinco enfermedades con los perros, cincuenta con el ganado vacuno, cuarenta y seis con cabras y ovejas, cuarenta y dos con los cerdos, treinta y cinco con los caballos y veintiséis con las gallinas. Cuando comenzamos la agricultura y la ganadería, los humanos empezamos también a cultivar enfermedades. Es cierto que la agricultura se desarrolló tanto en Eurasia como en América y en ambos casos esto dio lugar al desarrollo de estructuras sociales más complejas, pero existen grandes diferencias entre ambos continentes en este aspecto, las cuales son clave para explicar las historias inmunológicas de ambas poblaciones a comienzos del siglo XVI.
Una diferencia importante estriba en el hecho de que el eje del continente euroasiático está orientado de este a oeste. Esto significa que se puede recorrer de una punta a otra manteniéndose, más o menos, en la misma latitud y esto es una circunstancia muy favorable para el movimiento de pueblos. De ahí que Eurasia haya sido un continente más «conectado» que América, con mayor frecuencia de migraciones e invasiones. Y con las personas viajan también sus enfermedades. En el 431 a. C. Atenas estaba en guerra con Esparta. Pericles, el dirigente de Atenas elegido democráticamente, prefirió reforzar las defensas de la ciudad en vez de confrontar a la poderosa infantería espartana y esperar a que estos se cansaran de sitiar la ciudad. La idea podría haber funcionado; pero muchos de los habitantes del campo se refugiaron, lógicamente, en la ciudad, provocando una peligrosa masificación. En el 430 a. C. se declaró una virulenta epidemia que duró cuatro años y eliminó a una cuarta parte de la población. El ejército ateniense perdió a más de cuatro mil soldados de infantería y a trescientos de sus caballeros. Se trata de la primera epidemia de la que existen pruebas históricas, aunque no sabemos con certeza cuál fue el patógeno que la ocasionó.
La historia está jalonada de acontecimientos como este: la peste antonina (165-180), la plaga de Justiniano (541-543) y, sobre todo, la peste negra, que asoló Europa y parte de Asia entre 1347 y 1353, constituyen algunos de los ejemplos más relevantes y terroríficos. En la mayor parte de los casos, las nuevas epidemias comenzaban por el salto del patógeno desde un animal doméstico al hombre o por la aparición de una cepa más virulenta. Con el tiempo, la población iba adquiriendo cierta resistencia a estas enfermedades que, en algunos casos acaban convirtiéndose en «enfermedades infantiles», como el sarampión o las paperas; se suponía que todos los adultos tenían resistencia porque las habían pasado, y aunque no eran tan devastadoras como la peste bubónica, podían matar o causar graves secuelas en algunos casos.
Desde la época del Imperio romano, las ciudades constituyeron un verdadero foco de enfermedades infecciosas debido al hacinamiento y la ausencia de agua corriente. Los cadáveres de los perros, gatos, e incluso algún caballo se pudrían en las calles sin que nadie se molestase en recogerlos. A esas mismas calles se arrojaban desde las casas todo tipo de residuos, sin otra precaución que la de gritar «¡Agua va!» momentos antes de la descarga. La tasa de mortalidad en las ciudades medievales era tan elevada que la población solo podía mantenerse gracias al flujo de nuevos ciudadanos procedentes del campo. Sin duda, los supervivientes a esta situación constituían una especie de «élite inmunológica», la cual podía ser muy peligrosa para los habitantes de otras regiones. En particular, españoles y portugueses tenían un nutrido historial en este sentido: habían sufrido invasiones recurrentes desde fecha muy temprana, habían viajado con las legiones romanas y habían estado conectados con el mundo musulmán, mucho más globalizado que la Europa cristiana. En contraste, la población americana era completamente naíf en el sentido inmunológico. La orientación norte-sur del continente americano dificultó el movimiento de gentes. Más aún, muchas de las poblaciones americanas en el siglo XVI eran todavía cazadores-recolectores y aunque existía una floreciente agricultura, el número de especies animales domesticadas era relativamente bajo: la llama, la vicuña y el cuy en los Andes y el pavo en México. Poco más. En definitiva: el peso de milenios de enfermedades cayó de repente sobre la población amerindia, que debió ver aterrada cómo las enfermedades parecían aliarse con los extraños invasores de piel clara y largas barbas.
II
«Los naturalistas han observado que una pulga lleva sobre su cuerpo otras pulgas más pequeñas, que a su vez alimentan a otras pulgas más diminutas. Y así, hasta el infinito». Esta observación la hizo el ensayista irlandés Johnathan Swift en el siglo XVII, tal vez sin ser del todo consciente del profundo fenómeno biológico al que se refería. De hecho, hoy día los biólogos estiman que el número total de especies parásitas supera con creces al de hospedadores. La relación entre los animales y los parásitos y patógenos que viven a su costa puede describirse como una carrera de armamentos. En cada generación se seleccionan los individuos más resistentes y los patógenos más eficaces. De la misma forma que los depredadores tienen que ser cada vez más rápidos y eficaces para atrapar a unas presas, asimismo más rápidas y cautelosas. No cabe duda de que los fenómenos de parasitismo y patogenicidad constituyen uno de los mecanismos esenciales de la evolución de las especies, hasta el punto de que la existencia del sexo como método de reproducción preferido en la mayoría de los animales se deba precisamente a este fenómeno de coevolución entre patógenos y hospedadores. La idea de que la reproducción sexual puede ser una consecuencia de la enfermedad es contraintuitiva, así que permítanme que la elabore un poco más.
En principio, la reproducción asexual es mucho más fácil y directa. A partir de un solo individuo, necesariamente hembra, se pueden producir otros individuos genéticamente idénticos, evitándose así el inconveniente de tener que encontrar una pareja y realizar los protocolos de apareamiento característicos de cada especie. Aunque la mayoría de los animales estamos atrapados en un modo de reproducción sexual, desde el punto de vista de la evolución el sexo no es un imperativo, ya que formas alternativas pueden surgir a lo largo del tiempo. Por otra parte, los cambios necesarios para pasar de reproducción sexual a asexual no son demasiado grandes en teoría. El óvulo recibe señales químicas de que ha sido fecundado e inicia un programa de divisiones celulares que pone en marcha el proceso de reproducción. Bastaría con que un óvulo ignorase estas señales y realizase una replicación adicional del material genético (para compensar la ausencia de espermatozoide) y tendríamos hembras capaces de engendrar hijas sin tener que ser inseminadas. El misterio del sexo consiste justamente en que, pese a sus aparentes desventajas, es bastante raro que una especie se reproduzca de forma exclusivamente asexual, aunque existen algunos ejemplos, incluso entre los vertebrados.
En los años ochenta del pasado siglo emergió la hipótesis de la Reina Roja y desde entonces no ha dejado de ganar popularidad. El nombre es un tanto complicado: se refiere a un pasaje de Alicia a través del espejo de Lewis Carroll, en el que están Alicia y la Reina Roja y de repente el paisaje empieza a moverse; la Reina le dice a Alicia: «Tienes que correr tan rápido como puedas para mantenerte en el mismo sitio». Y esta fase describe muy bien la coevolución de hospedadores y patógenos, encerrados en un ciclo inacabable de lucha por la propia supervivencia. Tenemos que correr cuanto podamos, porque nuestros patógenos no van a darnos un respiro. La hipótesis es bastante sencilla: el sexo es necesario para luchar contra la enfermedad porque la reproducción sexual da lugar a una progenie muchísimo más variable que la reproducción asexual. Además, los patógenos juegan con ventaja; su tiempo de generación es mucho más corto que el de sus hospedadores, lo que les permite evolucionar más deprisa. Sin reproducción sexual sería casi imposible mantenerse en el mismo sitio.
Los virus y bacterias patógenas utilizan determinadas proteínas de las células del hospedador para conseguir su entrada en el organismo, las cuales actúan a modo de llave y cerradura. Si todos los individuos de la población fueran muy similares genéticamente, a los patógenos les bastaría encontrar la llave en un solo caso para poder infectar a toda la población. Sin embargo, la variabilidad genética en los hospedadores les pone las cosas un poco más complicadas. Utilizando un símil informático: si los patógenos fueran hackers que quieren entrar en nuestro ordenador, el modo de reproducción sexual equivaldría a cambiar las contraseñas en cada generación. Más importante aún, en el contexto de esta carrera armamentística entre hospedadores y patógenos, el mero hecho de ser diferente es una ventaja en sí misma, ya que si eres diferente es más difícil que los patógenos te encuentren. De esta forma, la selección natural puede actuar porque las ventajas de ser distinto se producen aquí y ahora.
En definitiva, la idea de que las enfermedades constituyen una fuerza esencial en la evolución de las especies está fuertemente apoyada por la evidencia científica y es bastante probable que la prevalencia de la reproducción sexual se debe a su utilidad como arma frente a los patógenos. Sin duda, las enfermedades han sido un azote para la humanidad, pero gracias a ellas tenemos sexo.
III
Los humanos vivimos bajo la amenaza constante de miles de especies de patógenos y parásitos. A mediados del siglo XX, con el descubrimiento de los antibióticos, creímos habernos librado de ellos, pero han vuelto. En realidad, nunca se fueron. Esta vuelta se manifiesta de distintas formas. La primera y más evidente es la aparición de nuevas enfermedades infecciosas de las que la pandemia de COVID-19 ha sido el colofón. Antes aparecieron el ébola, los virus Hantaan y Nipah, el sida, quizá la mayor amenaza global del siglo XX después de la gripe de 1918, la enfermedad del legionario, la enfermedad de Lyme y más recientemente los conatos de pandemia global provocados por el SARS y la gripe A.
El segundo tipo de amenaza es la aparición de cepas de bacterias patógenas resistentes a antibióticos. Este fenómeno ha sido exacerbado por el mal uso de los antibióticos, pero en el fondo es inevitable. Desde el momento en que empezamos a utilizarlos también empezamos a seleccionar cepas resistentes a los mismos (es la evolución, amigo). Dichas cepas son más frecuentes en el sur de Europa y esto probablemente está relacionado con el abuso de los mismos. Un dato: en Grecia se utilizan tres veces más antibióticos que en Holanda. No obstante, las bacterias resistentes no se van a quedar localizadas y constituyen una amenaza global. Este fenómeno puede dificultar muchos procedimientos clínicos que hoy se consideran de rutina. ¿Se imaginan que una simple extracción dental se convierta en una operación de alto riesgo?
La tercera razón por la que los microbios han regresado es más sutil pero no menos importante. En las últimas décadas los científicos han observado que los microrganismos pueden ser un factor importante en muchas enfermedades de etiología desconocida, que no se consideraban de origen infeccioso. No se trata de una relación clara de causa-efecto como en las enfermedades tradicionales, sino un factor que contribuye —entre otros— al desarrollo de la misma. Por ejemplo, se sabe que algunos tipos de cáncer están relacionados con virus, y en los años ochenta se descubrió que una bacteria, Helicobacter pylori, es un factor importante en el desarrollo de la úlcera gástrica. Así mismo, empieza a haber indicios de que existe una relación entre las infecciones dentales y la enfermedad de Alzheimer. Se trata, sin duda, de fenómenos muy complejos que necesitarán nuevas y cuidosas investigaciones para ser clarificados.
Si de algo puede servir esta pandemia es para abrirnos los ojos. El estudio de las enfermedades no es un mero ejercicio académico. Si las enfermedades infecciosas han sido capaces de cambiar tantas veces el curso de la evolución y el de la historia, tal vez deberíamos tomárnoslas en serio e intentar estar mejor preparados para la próxima pandemia.
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